Arribé a El Cairo todavía herido de amor. Todo me hablaba de Kolh cuando llegué a la ciudad de los mamelucos. El Nilo entero fue el cordón que me unía a su memoria. Las inundaciones comenzaban a remitir. Navegar aguas abajo me resultó más doloroso a medida que aumentaba la distancia de su recuerdo.
—Ahí está El Cairo —gritó satisfecho el marinero.
Dayr al-Tin, uno de los arrabales, emergió a estribor. Aquel hombre estaba feliz, pronto regresaría a los brazos de su mujer. Yo me alejaba de la que amaba. ¿Cómo íbamos a sentir lo mismo al descubrir la ciudad victoriosa? Las ciudades, los países, sólo adquieren alma si alguien te espera en ellos. Jawdar, casi recuperado por completo, también parecía estar feliz.
—El Ca… Cairo. Qué bo… bonito es.
Dejamos atrás Athar al-Nabi. El bullicio de la gran ciudad se presentía por el gran número de embarcaciones de todo tipo. Como grandes bandadas de pájaros, regresaban a sus dormideros. Todo era crepúsculo en mi ánimo aunque aún quedaban algunas horas para el atardecer. El Nilómetro anunciaría que el nivel del río bajaba lenta, mansamente. Las casas, antes abocadas a sus mismas aguas, parecían alejarse entonces de sus orillas. Los campesinos no tardarían en deslomarse sobre la tierra, labrando y sembrando sobre el maná fértil que la crecida les había regalado un año más.
—Pron… pronto es… taremos en casa.
Jawdar, sonreía. Se sentía bien. Kolh le había devuelto la salud, y a mí me había robado el corazón. Lo miré. Desembarcó con la misma excitación con la que lo hizo la vez primera. Ni siquiera espantó con sus gritos malhumorados a los niños que durante todo el camino nos acuciaron con sus demandas de propinas y golosinas. Suspiramos aliviados en cuanto abrimos las puertas de nuestra casa del barrio del Sahil. Habíamos regresado al hogar.
Al Kuwayk nos citó para la mañana siguiente. Aunque antes de partir le dejé un mensaje en el que le anunciaba que viajábamos hacia el sur, nada había sabido de nosotros durante semanas. Nuestro anfitrión estaba preocupado.
—No sabía a dónde habíais ido. El sur es muy grande. El desierto, las fieras y las tribus acechan a los viajeros desprevenidos.
—Quise conocer la grandeza de vuestras antigüedades. Sabía de los templos de Luxor, y hacia allí me dirigí.
—Eran grandes en verdad, esas obras de los antiguos. Lástima que las derrocharan en ritos idólatras.
Guardé silencio. No eran idólatras. Todavía para algunos, eran la expresión de su fe, grande y sincera. Como la de Kolh, Or, Ramsés, y otros tantos condenados a la extinción y al olvido.
—¿Cómo está tu amigo Jawdar? Supe que enfermó.
—El viaje al sur le sentó bien.
No quise darle más explicaciones. Comencé a ponerme nervioso.
—El sur es para los salvajes nubios. Egipto se reduce a El Cairo —continuó ufano al-Kuwayk—. Lo demás huele a aldea y cabra. No te alejes mucho, que aquí se cuecen los asuntos del mundo.
Me dolieron sus palabras engreídas, pero no se las desmentí. Le estaba demasiado agradecido como para iniciar una discusión. Saboreamos con reposo el té que nos sirvió, mientras me ponía al día de los últimos acontecimientos cortesanos. Recuperé el interés por la conversación.
—Al-Atir goza de gran poder y predicamento ante el sultán. Esperemos que le dure, porque cabezas más firmes han rodado por un simple desvarío. Mañana ofrece una recepción en su nuevo palacio, a la que estás invitado.
Íbamos ya a despedirnos, cuando el comerciante formuló con tono burlesco la pregunta que temía.
—¿Y la negra Kolh? ¿Te presta buen servicio?
—Me ayudó mucho. Era una gran sirviente.
—¿Cómo que era?
—La he manumitido. Le otorgué la libertad en Luxor.
Al-Kuwayk sonrió malicioso.
—¿Y en premio a qué tanta generosidad?
—Jawdar enfermó. Ella lo cuidó como si se tratase de su propio hijo.
—Era su deber. Para eso era esclava desde su infancia.
La conversación se tornaba violenta. No quería seguir hablando de Kolh, temeroso de alguna impertinencia de mi anfitrión. No permitiría que humillase a Kolh en mi presencia. La ira de los celos comenzó a hervir y a mi cabeza llegaron los primeros vapores de demencia. Lo miraba y veía al hombre que rompió la sangre virginal de mi amada. Más que amigo, lo sentí rival en aquellos momentos. ¿Me estaría volviendo loco? Afortunadamente, pudimos salir de aquella situación tan embarazosa. La generosidad de al-Kuwayk me abrió las puertas a la reconciliación.
—Si has tenido a bien liberarla, nada tengo que decir. Era tuya, yo te la regalé. Tú sabrás por qué lo has hecho. Pero necesitas servicio. Kolh era muy buena, nos costará encontrar algo semejante. Te regalaré mientras tanto un nuevo esclavo.
—Gracias, al-Kuwayk. No quiero causarte más perjuicio.
—Y no lo harás —y rompió a reír en sonoras carcajadas—, porque en esta ocasión te lo procuraré viejo y desdentado.
Nos abrazamos al despedirnos. Sentí el calor de aquellos brazos que también rodearon el cuerpo de mi pantera. Mi sonrisa ocultó la nueva punzada de los celos.
Deambulamos el resto de la mañana entre mercados y callejas. A pocos pasos nos seguía Said, nuestro nuevo esclavo. Viejo, desastrado y sin dientes, era la imagen contraria a la lascivia. Al-Kuwayk tenía razón, no perdería la cabeza por él. Jawdar disfrutó comprando frutas y verduras en tal cantidad, que Said apenas fue capaz de cargarlas. Los dejé hacer, mientras que yo me disponía también a disfrutar de la vida del zoco.
Por la tarde, tras una buena siesta, me acerqué hasta el café que frecuentaban mis conocidos de El Cairo. Me detuve en la pequeña pastelería que regentaba Nana, una mujer de origen persa. Sus pasteles de miel y almendras eran conocidos en toda la ciudad. Tentaban al transeúnte desde el pequeño mostrador en el que se exhibían. Durante los días que pasé en El Cairo, antes de mi viaje por el Nilo, me había habituado a comer uno antes de sentarme en el café. Cuando llegué, Nana estaba sola, sin ningún otro cliente al que atender. Me recibió con una abierta sonrisa, como si hubiera estado esperando mi regreso a su paraíso de dulces y golosinas.
—Es Saheli, cuánto tiempo sin pasar por mi humilde casa.
—Siempre es un placer entrar en tu tienda. He estado de viaje y no he sentido El Cairo real hasta que me ha llegado el olor de tus pasteles. El día de mañana, si Alá dispone que tenga que vivirlo lejos de aquí, será el aroma de tus dulces el que acompañe mi recuerdo de esta ciudad.
—Los andaluces siempre tan galantes. ¿Adónde has ido?
Nana sonreía seductora. Se contoneaba al hablar y sus palabras bailaban al son de su ritmo.
—Viajé por el Nilo.
—¿Has tenido buena travesía?
—Sí, es el río más hermoso.
—¿Y buena compañía?
No fui capaz de responderle. Un embarazoso silencio se instaló entre los dos. ¿Intentaba seducirme?
—Dame un dulce de almendras.
—Toma. Es tan dulce como un beso de mujer.
Al dármelo, nuestros dedos se cruzaron y mi mano cosquilleó al roce. La aparté lenta, mansamente.
—Mi marido partió de viaje hacia La Meca. Tengo tiempo y quisiera encontrar un profesor de poesía. Por todo El Cairo se extiende tu fama. ¿Podrías venir por aquí alguna tarde?
No me esperaba propuesta tan directa.
—Sí…, sí, será un honor para mí.
Debía despedirme. En aquel preciso instante. La imagen de Kolh, entregada a sus dioses, me reprendió mi blandura. Debía negarme a aquellas clases. Nada bueno me podían traer.
—Bueno, me marcho.
—Espero tu visita… Deseo tanto aprender de los poetas…
Salí huyendo de aquella trampa de seducción. Yo, que siempre estuve ansioso de hembra, tuve perdido mi apetito durante aquellos días. Desde mi despedida de la gacela negra, no deseaba la piel de ninguna otra mujer. No podía serle infiel…
Afortunadamente, encontré un antídoto para esquivar la tentación. El fastuoso mundo de las tertulias de los cafés, a las que con tanta devoción me había aficionado. Con alivio encontré en su mesa de siempre a los que ya consideraba amigos. Tras los saludos, tuve que improvisar excusas para mi ausencia. ¿Cómo explicarles lo del expolio de las momias reales? Pronto decayó su interés por mi viaje y se aplicaron con pasión al genuino placer de los cairotas: charlar sin medida y bromear sin descanso. Apuramos nuestras pipas de agua. El dulce olor del tabaco nos envolvió con la seda de sus humos. Aliñaron el tabaco con un poco de hachís. Al principio, cuando me lo ofrecieron, me negué en rotundo. No podía dejarme arrastrar de nuevo en el vértigo de las drogas. Pero, como siempre me ocurría, pudo más el deseo de placer que las advertencias de la prudencia. Me consolé pensando que fue el anacardo, y no el hachís, el responsable de mis desvaríos. Si lo fumaba un solo día no me pasaría nada. No fumaba hachís desde mis veladas pecadoras de Granada. Sabía que no debía volver a probarlo, pero caí en la tentación. «Será solo esta vez —me engañaba—. Nunca más lo tomaré». Fui un necio. La chispa de las tertulias cairotas eran ya de por sí suficientemente excitantes; no precisaba de las muletas de los enervantes para disfrutarlas. Fumamos a gusto. Mis amigos competían entre sí para sorprenderse con el requiebro más ocurrente y la agudeza más brillante. La risa era el invitado de honor en cualquier reunión de café, y en la nuestra, desde luego, no estuvo ausente.
—Es Saheli —me azuzaron—. Llevas ya un tiempo aquí. ¿Qué te parecen nuestras mujeres?
Los efluvios de la pipa y el hachís me habían relajado. No podía bajar la guardia ante aquellos que maniobraban para reírse a mi costa.
—Mucho mejor que vuestros hombres —les respondí provocándolos—. Por cierto, me dicen que son los varones los que os levantan las mayores pasiones.
Era cierto. El gusto por los jóvenes había prosperado tanto en la corte mameluca, que algunas mujeres se engalanaban con trajes masculinos para atraer así la atención del amado. La desviación de las modas llegó a tal extremo, que el propio sultán tuvo que prohibir ese juego de vestimentas invertidas. En Granada el gusto por los efebos estaba igual de extendido, pero se sobrellevaba con mayor discreción.
Los había acusado de preferir el pelo a la pluma. Mis contertulios no iban a permitir que yo quedara por encima.
—Pues ten cuidado a ver si te pasa lo que al antiguo faraón Sesostris I, el del obelisco de Heliópolis —me provocaron.
Todos rieron. Como no sabía quién demonios era ese rey, consideré cosa prudente el averiguarlo. Después les respondería adecuadamente.
—¿Y qué le pasó a vuestro buen Sesostris?
—Lo que puede ocurrirte a ti, si te fías de las cairotas. Lo cuenta Diodoro Sículo. Dicen que el faraón perdió la vista y, angustiado, decidió consultar a un oráculo sagrado. El buen rey obtuvo respuesta a sus plegarias: «Adora al dios de Heliópolis, y recuperarás la vista cuando te limpies los ojos con la orina de una mujer casada que no haya conocido jamás a un hombre fuera de su lecho conyugal». El faraón cumplió con prontitud el primero de los requerimientos. Adoró al buen Dios y, como muestra de su devoción, levantó los famosos obeliscos de Heliópolis. Pero mucho más complicado le fue encontrar un mujer fiel a su marido. Comenzó por la orina de su propia esposa. Como sus ojos no sanaron, descubrió sus adulterios. Su ira explotó justa y severa: la hizo quemar viva. Idéntica suerte corrieron muchas otras esposas de sus cortesanos y familiares, hasta que, por fin, descubrió la única mujer casta, la esposa de uno de sus humildes jardineros. Su orina le hizo recuperar la vista y la felicidad. De inmediato se desposó con ella, enviando al jardinero a trabajar a uno de sus palacios más alejados.
—Por eso, algunos malvados llamaron a los obeliscos los cuernos del faraón.
Reímos la ocurrencia.
—Procuraré estar atento. No quiero elevarme a la altura de vuestro divino y cornudo faraón. Fijaos si amo a las mujeres, que incluso me gustan las solteras.
—¿Quieres decir que te gustan más las casadas, Es Saheli? ¿Te arrimas a ese fuego abrasador?
—Ninguna mujer como la ajena. ¿Conocéis a Ibn Quzmán?
—¿El cordobés? ¿Cómo no admirarlo?
—Pues os recitaré uno de sus poemas a modo de advertencia. Sus inclinaciones y facultades son las mías. Avisad a vuestros conocidos de mi presencia y talentos, no vaya a ser que acompañen a vuestro Sesostris con los obeliscos sobre la frente.
¡Qué mujer, señores, vive en la vecindad!
Mas ¿cómo abordarla, siendo la del vecino?
—Mujeriego sí que era —me interrumpieron—. Pero cobarde también. Sólo figurarse que el marido pudiera descubrir su deseo le aterrorizaba.
—Dejadme terminar, amigos. Quiero que conozcáis la maestría del cordobés.
A veces es ella la que me procura,
me hace el gusto y en mí se esmera:
si tal caza, señores, en mi mano cae,
dejo mi celibato y voy a lo que me conviene.
«Deja, Ibn Quzmán, que me abraso con tu fuego».
«Horno soy, no hay duda de que te abraso».
—Una mujer valiente, sí señor.
—No me interrumpáis, por favor.
Dios hizo que todo saliera bien:
puesto el cepo, cayó el ave.
¡Solos ambos en la casa, sin más!
¿No fue justo soportar y esperar?
Díjome luego: «Dormitorio quiero,
mas no veo en él cobertor que me tape».
—Yo coincido contigo, Es Saheli. Las mejores mujeres son las de los otros.
Nuestra conversación escandalizó al más prudente.
—¿Cómo podéis decir eso? ¿Os gustaría acaso que desearan a las vuestras?
Nos divertimos provocándolo. Y, para mi desgracia, entre las brumas del hachís comenzó a emerger el rostro complaciente de Nana.
—Que no se enteren los ulemas. No solo condenan, como deben, a las adúlteras, sino que ahora se empeñan en castigar también a los hombres que yacen con ellas, como si el deseo del varón fuese cosa torcida.
—Alfaquíes y ulemas, siempre con sus excesos. Si por ellos fuera, eliminarían todo lo que nos da placer.
—Como por ejemplo una morena en su punto de carnes.
Las mujeres cairotas, a diferencia de las esbeltas andaluzas, gustaban de engordar. Los hombres enloquecían ante las hembras rollizas y despreciaban a las delgadas. Me lo comentó el propio al-Kuwayk. «Nuestras mujeres están a todas horas comiendo sosiegas preparadas con migas de pan, nueces y miel. Y a las que les cuesta engordar por medios naturales, no les queda más remedio que ingerir un preparado de escarabajos machacados con bilis de animales. Están dispuestas a lo más repugnante con tal de mostrarse bellas y apetecibles para los hombres». Más tarde, yo comprobaría que otra de sus obsesiones era la palidez del rostro. El blanco de la leche era el ideal que perseguían para el color de su piel. Comían y comían sin que jamás les diera el sol. Esa era la receta de su belleza, aderezada de mil joyas ceñidas a las partes más inverosímiles de su cuerpo. Bien artificiosas y taimadas sí que eran aquellas cairotas, seductoras y presumidas. Para evitar el sol, caminaban con grandes sombreros y sombrillas blancas, y bajo sus velos de gasa negra, llevaban camisolas de lino, pololos de seda y babuchas enjoyadas. Pero todo eso no les bastaba. Rebuscados tatuajes cubrían su piel, llevaban sus uñas arregladas con esmalte rojo, y se pintaban los labios, las mejillas y los ojos con colorete y alheña. Y qué decir de sus perfumes, de los que se regaban con abundancia. ¡Pobre del hombre que no pudiera satisfacer sus necesidades!
Hablar de mujeres es un placer para los hombres. A veces, incluso superior al de catarlas, que siempre conlleva riesgo y penitencia. Nuestro duelo duró hasta que la noche despejó el ajetreo de la calle. De todo opinamos, y de quien fuera nos mofamos. Nos despedimos hasta el próximo día. Comencé a andar a paso ligero, con el pensamiento puesto en Kolh, y satisfecho por haber resistido la tentación de la pastelera. Sonreí en mis adentros de la maldad de Ibn Quzmán, adúltero y fornicador, con el que ninguna honra estaba a salvo. En tiempos, yo había sido un émulo de sus hazañas, pero me enorgullecía de que en aquellos momentos fuese capaz de dominar mis bajas pasiones. Quería apartarme para siempre de la vida disipada, y comenzar una existencia plácida de estudio y honestidad. Esa tarde había sucumbido a los dulces efluvios del hachís, pero había superado la tentación de la hembra. Estaba orgulloso. No había caído rendido ante los cantos seductores de Nana. Tan ensimismado me encontraba en los propósitos de enmienda, que apenas goberné el rumbo de mis pasos. Cuando me vine a dar cuenta me encontraba en la calle de la pastelería. Una prueba más que mi ánimo recién templado tendría que superar. Hice por girarme, cuando en verdad me encaminaba a la bocacalle sin salida en la que se encontraba la puerta de su vivienda. Arriesgando el honor, la cordura y, quién sabe, si hasta la propia vida, hice sonar ahogadamente los bronces de la aldaba. Mis pies bailaban al ritmo del temor que acompaña a los furtivos de la noche. Miraba de un lado a otro, temiendo la mirada oculta desde una celosía, o la sorpresa improbable de un paseante. Escuché pasos al otro lado de la puerta. Pensé en huir. Todavía estaba a tiempo. Podía ser un sirviente, un hijo, una sobrina. O, mucho peor aún, el propio marido. ¿Qué excusa podría ponerle? Los cerrojos de la puerta alzaron su salmo de bienvenida. La puerta se abrió mientras yo aguardaba con los ojos muy abiertos y el ánimo en espantada.
Era ella. Engalanada de sedas y afeites me sonreía. Era como si me hubiera estado esperando toda la vida.
—Pasa. Sabría que vendrías. Tus ojos me dijeron que no te resistirías.
Y esa noche de amor supe de placer y pasión. Nana la persa resultó una experta amante que hizo que olvidara mis melancolías por Kolh.
—Prueba este vino dulce, que enaltece los sentidos.
Esa noche, sólo Nana gobernó mi corazón. Enloqueció mi cuerpo, abrumó mi sabiduría, enardeció gozos ignotos. De madrugada, regresé cansado y feliz. Sólo entonces regresaron los remordimientos. Una vez más había caído en el pozo del pecado. ¿Y Kolh? ¿Cómo podía haberla traicionado tan pronto? Ella no estaba allí —me consolé—. Se marchó para siempre. ¿Es que acaso no debía catar mujer jamás?
Gozar a una mujer casada era excitante pero muy peligroso. Recordé mis citas con Layla durante las ausencias del general Hakim. Mientras me acostaba, juré que no volvería en busca de la persa nunca más. Esas aventuras estaban bien para el loco de Ibn Quzmán, no para un hombre que aspiraba a ser serio como yo. No quería, ahora que las cosas empezaban a marcharme bien en El Cairo, que un asunto de faldas y cuernos trocara esa bonanza que tan cara me había costado recuperar.