Debía escapar del Valle de los Muertos antes de que regresara el resto de los saqueadores de tumbas. El muchacho tenía razón. Montarían en cólera contra mí cuando se enteraran de la muerte de Kalik. Comencé a ascender un camino escarpado, buscando el este. Cuando alcancé la cima de los cerros, me pareció apreciar en la distancia el grupo de hombres que llegaba hasta la tumba. El muchacho les estaría contando lo sucedido, y comenzarían a llorar la pérdida de Kalik. Pobre hombre. Murió como vivió, entre tumbas de faraones. Me pareció que el viento me traía los gritos de desconsuelo de su gente. Nadie vertería lágrima alguna por el forastero excéntrico que osó introducirse en la tumba maldita. Volví a caminar, deseaba alejarme cuanto antes del lugar. Descendí por la otra vertiente de las montañas con cuidado. Temía caer y que el contenido de mis alforjas se dispersara sobre las rocas. Cada vez que me detenía palpaba los restos de momia. Tenía que llevarlos completos hasta el templo de Karnak. «Te saco de paseo, faraón —dije en voz alta—. Gracias por haberme permitido llegar hasta ti». Recé al buen Alá por el final feliz de la aventura. Estaba deseando encontrarme con Ramsés. Con el polvo de la inmortalidad, Jawdar se salvaría.
Recordé con ternura a Kolh. Estaría con los sacerdotes, aguardándome. Había sido un acierto ordenarle regresar. Estaba encariñado con ella, deseaba abrazarla y contarle la visita a la tumba real. «Tenías razón —le diría—. Los espíritus me respetaron».
El sol estaba en su cénit cuando alcancé las orillas del gran río. Embarqué en una faluca cargada de cabras y ovejas. Me senté en la borda, tocando el bulto de mis alforjas. Nadie podría sospechar el contenido que atesoraban. Cruzamos el Nilo sin más sobresaltos que los mordiscos de las cabras sobre mis sucios ropajes. Mientras el barquero realizaba las maniobras del atraque, volví a recordar a Kolh. Pronto estaría con ella. ¿Habría podido cruzar sin contratiempo el río? Estaba seguro de que sí. Kolh me esperaba en el muelle. La descubrí nada más poner pie en tierra. Allí estaba, hermosa, altiva.
—Logré embarcar en la última faluca de la tarde —me contó con expresión satisfecha—. He pasado todo el día en el templo, orando por su regreso. Desde hace un buen rato espero aquí. Me mataba la impaciencia y la inquietud. Escudriñaba desde la distancia todas las falucas que se acercaban, esperando reconocerle. Así en una barca y otra, hasta que finalmente lo descubrí entre ovejas y cabras. Sólo fui feliz entonces.
Le agarré sus manos con mesura. Deseaba besarla, pero el pudor me impedía manifestar cualquier efusión en público.
Comencé a narrarle todo lo acontecido, pero ella me hizo callar.
—Mejor lo cuenta cuando esté Ramsés delante. Nos esperan.
El sol se ponía cuando llegamos a las ruinas abandonadas del templo. Kolh me condujo hasta una esquina apartada. Los sacerdotes se encontraban dentro de una construcción semiderruida.
—Los antiguos sacerdotes vivían por esta parte.
Entramos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, descubrí a Jawdar dormido. Respiraba sin vestigios de fiebre ni delirios. Or y Ramsés estaban sentados sobre el suelo, con los ojos cerrados. Parecían inmersos en una honda meditación que no quisimos interrumpir. Nos sentamos y entrelazamos nuestras manos, disfrutando de aquel remanso de paz, hasta que Ramsés abrió los ojos para inquirirme.
—¿Conseguiste el polvo de momia?
—Me traje trozos de una momia que estaba intacta.
Levantó la cabeza con asombro.
—¿Entraste en una tumba recién abierta?
No consideré oportuno extenderme en explicaciones.
—Es una larga historia que algún día contaré.
Escudriñó mi rostro con sorpresa. Sin duda alguna intuía lo acontecido, pero nada dijo. Se limitó a pedirme mi botín.
—Dame lo que traes.
Le extendí las alforjas, incapaz de abrirlas. Ramsés sacó la mano y el trozo de pecho. No pude mirarlos. Un olor a cuero viejo llegó hasta nosotros. Se me agolparon los recuerdos y las emociones de mi bajada a la tumba. Todavía temblaba de terror.
—Debemos preparar rápido el elixir —afirmó resuelto Ramsés—, hemos agotado hasta la última gota que nos quedaba.
Salieron al exterior, arrastrando con dificultad sus morteros y potingues.
—Tardaremos un buen rato. Tenemos que machacar, mezclar, dosificar y hervir. Debemos estar solos. Quedaos aquí dentro. Ya os llamaremos cuando todo esté preparado.
Nos quedamos solos en la segunda de las cámaras. Jawdar dormía en la primera. Apenas profanamos el silencio con nuestras palabras. Extendí mi mano para agarrar la de Kolh.
—Estaba deseando volver a verte.
—Y yo a usted.
—Te veo tan hermosa.
—Gracias, señor. He sufrido mucho, temiendo por su vida.
—¿Qué sientes por mí?
—Algo que jamás debe experimentar una esclava hacia su dueño.
—¿Qué es?
—Amor.
La abracé con fuerza. Rodamos por la arena devorándonos a besos. Jamás había podido figurar tanta pasión. Pantera por sus zarpas y serpiente por sus abrazos. Nos amamos con gozo hasta vibrar de placer al unísono. Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro durante un buen rato, sin decir nada.
—Debemos vestirnos. Pueden regresar.
Encendió una lucerna y se levantó. A su trasluz pude admirar su cuerpo de diosa. Sus pechos, pequeños y apretados, apuntaban al cielo con sus pitones azabaches. El sudor de su piel brillaba mientras se acercaba para besarme de nuevo. Se montó encima, ansiosa de un nuevo duelo de amor, pero las voces desde la puerta nos devolvieron a la realidad.
—Ya está listo. Despertad a Jawdar, vamos a darle la medicina.
La recuperación de mi amigo se aceleró a partir de ese momento. El faraón había cedido una porción de su inmortalidad. A la mañana siguiente, Jawdar logró levantarse sin ayuda, recuperó el apetito, y, a los dos días, ya daba paseos cortos alrededor de las ruinas. Estuvimos unos diez días más, hasta que lo encontré suficientemente recuperado. Aproveché ese tiempo para aprender a amar a Kolh.
—A nuestros dioses no les molesta el amor —reía.
Me enamoré. Paseábamos al amanecer entre las ruinas y ella me contaba historias de sus dioses. Eran hermosas. Yo le recitaba poemas de amor. Después, al amarnos, nos llenamos palabras tiernas. Kolh, al oírlas, se quedaba mirando al vacío.
Yo siempre te amaré, pues mi hogar está en tu boca
al rescoldo de tus dientes, brillante y dulce.
—Kolh —le dije una mañana—, debemos regresar a El Cairo. Jawdar ya está fuerte para el viaje.
Me besó, y me miró con mirada triste.
—Señor…
—No me digas amo. Ya soy Abu Isaq para ti.
—¿De veras?
—No me hables más de usted.
—Me costará, pero creo que lo conseguiré. Debes hablar con Ramsés.
Lo encontramos dentro del templo, rezando sus oraciones de la mañana. Al oírnos llegar, levantó su mirada para cruzarse con la nuestra. Supo que entrábamos para despedirnos.
—Ya deseas partir, ¿verdad, Es Saheli?
—Sí, es hora de regresar a El Cairo. Pienso acercarme hasta el puerto para alquilar una faluca que nos lleve hasta allí. La buscaré de las grandes, que tenga ciertas comodidades.
—Vamos a sentamos —Ramsés me arrastró cálidamente por el brazo—. Tenemos que hablar.
Como siempre, aquel «tenemos que hablar» anticipaba sorpresas. ¿Qué podía ocurrir?
—Yo no me voy, Es Saheli. Soy muy anciano, y apenas me queda vida por delante. Me quedaré en Luxor. En El Cairo ya nadie cree en nuestras ciencias. Aquí, al menos, no estaré solo. Or y algunos fieles mantienen las antiguas liturgias. Por eso viviré los días que me quedan entre ellos. Aquí sabrán sepultarme según el rito que los mamelucos impiden en Giza. Ayudarán a mi alma a llegar hasta el reino de la puesta de sol. Nadie me espera en El Cairo. Nuestro tiempo ya pasó allí.
Me apenaron sus palabras. Fueron resignadas, con la derrota de un futuro sin esperanza. Le había tomado mucho afecto a aquel anciano mago, y lamentaba que no regresara con nosotros.
—Le echaremos de menos, Ramsés. Estamos en deuda con usted.
—Sólo cumplí con mi deber.
—Había pensado darle un dinero…
—Guárdatelo. Ya te dije que te pediría dos favores. El primero ya lo cumpliste. Me trajiste hasta aquí.
—Es cierto. Todavía no me ha pedido el segundo deseo. Considérelo cumplido si está en mi mano realizarlo.
—Está en tu mano.
Kolh se acercó hasta él. Le tomó con devoción sus manos de maestro. No me gustó aquel gesto. Sentí unos celos absurdos que no pude explicar.
—Pídame lo que sea. Se lo daré.
—Quiero la libertad de Kolh.
La miré con cariño. Yo ya la había considerado libre, y la había amado no como concubina forzada sino con amor en plenitud y libertad.
—Kolh es libre. Nunca más será esclava.
—Gracias, Es Saheli. Ahora, debo dejaros a solas.
Kolh me besó. Pero una honda tristeza empañaba su mirada.
—¿Qué ocurre, Kolh? ¿No estás contenta por tu libertad?
—No me importaba ser tu esclava. Te amaba como señor, y te seguiría amando bajo cualquier circunstancia. Te agradezco que me hayas devuelto mi carta de libertad.
—Entonces, ¿por qué estás triste?
—No podré acompañarte a El Cairo. Nuestras vidas se separan hoy.
—¿Qué? ¿Cómo has dicho?