LXIX
al baqi, el Eterno

Con mis manos a punto de ceder, me consideré derrotado. Sólo con los dedos lograba ya retenerlo. Kalik estaba a punto de precipitarse al vacío. Pero, apenas un instante antes de que nos soltáramos, el jefe de los saqueadores hizo un último esfuerzo.

—¡Lo estoy consiguiendo!

Era cierto. Su otra mano había avanzado sobre la rampa, y su rostro sudoroso y desfigurado emergía desde las tinieblas del vacío.

—¡Vamos!

Seguíamos deslizándonos. El peligro, lejos de disiparse, acentuaba sus perfiles de muerte.

—¡Venga, ánimo!

Logró apoyar uno de sus codos en el borde. Disminuyó la tensión sobre mis brazos.

—¡Un poco más!

Y, con un grito gutural de triunfo, pudo sacar medio cuerpo del foso. Sus manos escalaron por mis brazos. Lo estaba arrancando de las fauces del precipicio.

—¡Así, venga!

Lo consiguió. Exhausto, quedó tumbado sobre la rampa. Suspiraba aliviado. Mientras, yo intentaba recuperar la movilidad de mis brazos. No me respondían. Los agitaba con fuerza, con el corazón todavía disparado por la tensión. El buen Alá se había apiadado de nosotros, espantando al maligno ángel del infortunio. Habíamos derrotado a la primera trampa del faraón.

—Muchas gracias, granadino. Sin tu ayuda, ahora estaría muerto.

Las palabras de agradecimiento quedaron entrecortadas por lo acelerado de su respiración. No por ello sonaron menos sinceras.

—Tenemos que regresar —le dije.

—¿Regresar? —parecía asombrado por mi propuesta—. Jamás. Las riquezas del faraón nos esperan. Debemos buscar la forma de sortear el foso.

En aquel momento, a las puertas mismas de habernos despeñado, lo último que deseaba era seguir adentrándome en aquella ratonera. Admiré a Kalik. Acababa de salvarse de una muerte segura, y ya estaba tentándola de nuevo. Seguir era un suicidio. Los mejores arquitectos de la historia habían diseñado trampas para ahuyentar a los ladrones de tumbas. O sea, a gente como nosotros. Debíamos temer su ingenio y sus artefactos mortales. Pero Kalik no lo dudó ni un instante. Encendió una lucerna y comenzó a tantear las paredes del pozo, que ocupaba la galería entera. Era demasiado ancho como para intentar saltarlo.

—Debemos encontrar la forma de cruzarlo.

—¿No es mejor subir a por cuerdas, escaleras, o algo así? —me atreví a sugerirle.

—Las tumbas deben visitarse la misma noche en la que su puerta se abre. No se debe retrasar más. Nunca sabemos qué genios pueden penetrar en ellas. Debemos descubrir todo el interior, nosotros y ahora. Así desactivaremos la maldición que protege su soledad. Además, si subimos, ya no regresaremos hasta mañana por la noche. Tardarías un día más en llevar tu polvo de momia a Luxor.

Tenía razón. No teníamos tiempo que perder.

—Lleguemos hasta el final, Kalik.

Cruzar el foso era muy peligroso. No se me ocurría forma de conseguirlo. Kalik tomó la iniciativa.

—Mirad. Existen unos huecos, apenas unas muescas, en las paredes. Son para los pies y las manos. Iluminadme, intentaré pasar.

No comprendía cómo podía acumular tanto valor aquel saqueador. Admiré su grandeza. Avanzaba suspendido en el aire, tanteando casi a ciegas con sus pies y sus manos aquellas paredes lisas y traicioneras. Como una salamanquesa, con su barriga pegada al paramento, avanzaba jugando contra el vacío.

Apenas podía respirar. Un mal paso y caería sin remedio, desplomado sobre el fondo de aquel maldito pozo. Pero burlándose de las leyes de la gravedad y de la prudencia, hueco a hueco, Kalik logró llegar hasta el otro lado. Las chispas de su pedernal al encender la tea que llevaba atada a la cintura me permitió advertirle la sonrisa de victoria.

—Ahora os toca a vosotros. Cruzad.

¿Cómo que «cruzad»? ¿Es que acaso soñaba que yo lo intentaría?

—Señor —me animó uno de los muchachos—. Inténtelo. Nosotros iremos después. Estamos acostumbrados.

Tuvo que ser un acto reflejo el que me empujara a buscar con mis pies el primero de los huecos. Mi libre voluntad jamás habría reunido ánimos suficientes. Como pude, me sobrepuse al vértigo que me atraía desde el fondo del vacío.

—¡Venga, ahora despacio, tanteando!

Me olvidé de todo lo que no fuera encontrar asidero para mis pies y mis manos. Uno, dos, tres. Poco a poco fui localizando aquellos vanos hábilmente excavados en las paredes. El tiempo de cruzar se me hizo infinito. Kalik celebró mi gesta.

—¡Ya estás aquí!

Era cierto. Me encontraba en el otro lado, sin entender muy bien cómo lo había conseguido.

—Ahora queda lo más difícil. Encontrar la sala del sarcófago. Pueden existir más trampas, o es posible que nos despistemos por galerías falsas.

En apenas unos instantes, ya estaban los muchachos con nosotros. La experiencia se aliaba con su agilidad. Habíamos dejado las lucernas encendidas al otro lado del agujero. Seguiríamos con las antorchas a partir de ese instante.

Avanzamos por un pasillo horizontal. Las paredes estaban decoradas por completo por aquellos dibujos de dioses y hombres, revividos por el resplandor fugaz de nuestras teas. Me sentía observado por mil ojos de ultratumba. Pero no podía espantarme. Debíamos llegar hasta la momia para obtener su polvo milagroso. Después huiría para siempre de las casas de los difuntos: jamás volvería a pisar una tumba.

—Aquí se bifurca el camino.

En efecto, dos pasillos se abrían frente a nosotros. Las ramas del laberinto comenzaban a desplegarse.

—Yo iré por el de la izquierda, que parece el principal, y tú, granadino, seguirás el de la derecha, el secundario. El que encuentre algo que grite.

Aún hoy, después de muchas líneas escritas, soy incapaz de trasladar a mi Rihla las emociones que experimenté al profanar en solitario el silencio ausente de miles de años. Abría las tinieblas por las que me adentraba con la luz insegura de la antorcha. Uno de los chicos me seguía. El corazón latía con fuerza, y el pánico era contenido por el estímulo del descubridor. Iluminaba de un lado a otro, para seguir la naturaleza de las pinturas y para descubrir cualquier esbozo de trampa. Un nuevo pasillo se abrió a la derecha. Los brazos del laberinto podrían confundirnos. ¿Qué hacer? No tenía otro remedio que tentar a la fortuna. Seguiría por el nuevo que se me abría.

—Señor —el muchacho tiró de mi ropa—, esta galería parece secundaria. Puede ser que conduzca a una cámara falsa. Mejor volvamos a la principal.

—Seguiremos por aquí. Intuyo que es el camino correcto.

Me introduje por el pasillo más estrecho, anticipando la antorcha. No quería nuevas sorpresas. Mientras me exigía a mí mismo prudencia, aceleraba mi marcha. Una sala se abría al final del pasillo, que ganaba altura y anchura. Y, de repente, me pareció apreciar la sombra de un bulto al final de la gran sala que pisaba. Con el corazón desbocado encaminé mis pasos hacia aquella dirección. Y entonces saltó la sorpresa. Frente a nosotros se alzaba, espléndida, una gran mole de granito finamente labrado con escritura jeroglífica. Lo saludamos con un grito de sorpresa. Acabábamos de descubrir el sarcófago del faraón.