LXVII
al wali, el Responsable de Todo

Olía a desierto, sonaba a vacío. Estábamos en la orilla de los muertos. La fonda donde recalamos era poco más que una choza enfoscada de barro. En el margen de levante se quedó Ramsés, incapacitado por los achaques y su edad para aventuras en el Valle de los Reyes. Nos aguardaría junto a Or en el templo de Karnak.

—Cuidado con los ladrones de tumbas, que no tienen alma —fueron sus palabras de despedida—. Realizan ritos con los vivos para recuperarla. Sobre todo, no os adentréis en tumbas recién abiertas.

La negra bella dormía a mi lado. Oía su respirar acompasado y sereno. Cada día me parecía más hermosa, más inteligente, más sensual. No la toqué, por más que mi instinto de hombre reclamara alivio. Era mi esclava, podía exigirle lo que deseara. Pero me contuve. Primero debía encontrar el polvo de momia, después Alá diría por qué caminos podrían extraviarse nuestros corazones.

Salimos de la fonda al alba. Queríamos aprovechar el día. El Valle de los Reyes se encontraba a tres horas de camino desde la orilla del río. No nos costó ningún trabajo encontrar el poblado que buscábamos.

—No tiene pérdida —nos había indicado el mago de Karnak—. Sólo ellos se atreven a vivir como muertos.

Los chiquillos nos rodearon a nuestra llegada con la alegre algarabía de la inocencia. Fuimos guiados por una mujer hasta una casucha. Un viejo estaba recostado en su interior.

—¿Deseáis comprar antigüedades o joyas?

—No.

—¿Qué queréis entonces? Nadie viene hasta aquí si no es en busca de tesoros antiguos.

—Queremos polvo de momia.

—De eso no tenemos.

De nuevo encontré las puertas cerradas.

—Estamos dispuestos a pagar bien.

—Los comerciantes de El Cairo compran a precio de oro lo poco que encontramos. Aquí no falsificamos. Pero ahora no tenemos. Cada día es más difícil encontrarlas.

—Por favor, vengo desde muy lejos. No quiero mercadear, lo necesito para salvar a mi mejor amigo. Preciso una cantidad pequeña.

—No nos queda nada, lo siento.

—Estoy dispuesto a bajar a una tumba.

—Insensato. No sabe lo que dice.

Mi insistencia dio su fruto. El anciano hizo llamar a un hombre oscuro y taciturno. Se presentó como Kalik, el jefe del clan.

—¿Momias? ¿Nos tomas por expoliadores?

No me esperaba aquella respuesta. Sin duda, había cometido un grave error al sincerar de súbito mi verdadera intención. En el mundo de los truhanes resultan imprescindibles los tanteos previos.

—No he querido ofenderos. Sois tribus que respetáis las tradiciones. Pero yo preciso polvo de momia y no sé adonde ir.

—¿Quién te habló de nosotros?

Estuve tentado de pronunciar el nombre de Or. Habría sido un error. Los sacerdotes odiaban a los expoliadores que saqueaban los tesoros de su pasado. La animadversión era recíproca.

—Unos mercaderes con los que coincidí en el puerto de Luxor. Me advirtieron que no comprara en el mercado polvo de momia, porque a buen seguro resultaría una estafa. Si quería el auténtico, tendría que subir hasta aquí. Por eso vine.

—El polvo de momia escasea. Es caro.

—Lo sé.

—Antes resultaba fácil encontrar una tumba. Ahora resulta casi imposible.

—Estoy dispuesto a todo, con tal de adquirirla.

Kalik se apartó para charlar con alguno de sus hombres. Advertí en los ojos de Kolh una mirada de orgullo. Había logrado reconducir la conversación con aquellos hombres.

—Los que quieren polvo de momia, tienen que pagar primero, y ganárselo, después.

Me sorprendió su respuesta esquiva. Parecía un jeroglífico.

—Lo del dinero, lo comprendo —les pregunté ingenuamente a aquellos malditos sin alma—. ¿Qué significa el ganárselo?

—Ha aparecido una nueva tumba. Debes entrar en ella.

Ramsés ya me advirtió que bajo ningún concepto aceptara entrar en una tumba recién abierta. Los saqueadores utilizaban monos o personas extraviadas para detectar las trampas de las tumbas.

—¿Debo bajar solo?

—No. Solo no podrías. Pero tendrás que ir en cabeza. Así nunca podrás renegar de los saqueadores. Tú mismo te convertirás en uno de ellos.

Aquellos malditos me empujaban a entrar en la tumba. Les serviría para descubrir posibles trampas, al tiempo que callaban mi boca. Si saqueaba con ellos, no podría después denunciarlos a la policía del sultán. El secreto quedaba sellado como una tumba por descubrir.

—Estoy dispuesto a hacerlo, con una condición.

—No estás en situación de poner condiciones.

—Debo hacerlo.

—Dime. ¿Qué deseas?

—Que tú me acompañes.

Todas las miradas de los presentes se concentraron en Kalik. Si rehusaba, quedaría como cobarde.

—Será un honor, forastero —respondió a regañadientes—. Suelta ahora el dinero.

No quería pagarle antes de disponer lo que deseaba.

—¿Me puedo fiar de tu palabra, Kalik?

—¿Acaso tengo aspecto de estafador? Los que retamos la furia de los muertos somos gente de honor.

Le solté el dinero. Contó minuciosamente las monedas. Asintió. Era la cantidad convenida.

—Bienvenido al clan. Pronto comprenderás que no somos tan malos. Sencillamente utilizamos lo que los muertos ya no necesitan.

—Visto así, tienes razón. El islam quiere entierros sobrios, apenas una mortaja, sin ninguna riqueza para el finado.

—Veo, forastero, que nos comprendes. Mejor así. Debes prepararte para un viaje al más allá. La nueva tumba promete. Está cerrada por una gran piedra. Está misma tarde lograremos retirarla y entraremos. Creemos que está virgen, sin profanar. La momia nos espera allí desde hace miles de años. Tú nos ayudarás, y nosotros te ayudaremos a ti.

—Me parece justo.

Me costaba creerlo. Iba a bajar a una tumba intacta. Sus espíritus, artificios y trampas nos aguardarían. Desobedecí los consejos de Ramsés, pero no tenía alternativa. Negarme hubiera significado la sentencia de muerte de Jawdar. Se nos había acabado el medicamento y su salud se quebraría para siempre si no lográbamos suministrárselo de nuevo en dos o tres días.

Kolh estuvo en todo momento a mis espaldas, en su discreto papel de sirvienta. Cuando nos quedamos solos, se dirigió a mí con respeto.

—Ha sido muy valiente, señor. No debe temer a los espíritus. No los ofende, nada le harán. Los saqueadores buscan dinero, usted, salvar una vida.

La miré con afecto y agradecimiento. Me gustaba tenerla conmigo. Sus ojos inteligentes advertían secretos que a mí se me ocultaban. También ella había sido valiente. Antes de cruzar el río, le pedí que se quedara en la otra orilla, cuidando de Jawdar y Ramsés. Ella insistió en acompañarme. Ramsés le dijo que podía ser un viaje muy peligroso, y ella respondió con decisión:

—Si tenemos que morir, moriremos juntos.

Por eso, le estaba agradecido. En esto, regresó Kalik con una clara exigencia.

—Tu esclava debe regresar a Luxor. No nos gustan las mujeres forasteras, dan mala suerte.