LXVI
al majib, el Que Responde a las Súplicas

Primero fueron murmuros perdidos. Después pude reconocer las palabras.

—Ramsés, parece que Es Saheli ya vuelve en sí.

Se hizo la luz sobre mi inconsciencia.

—Señor, ¿puede oírnos?

Pude oírla. Era la voz de mi esclava negra. Trataba de reanimarme. Abrí los ojos. Tomé consciencia de mi cuerpo y circunstancias. Me encontraba tumbado bajo las pieles de una jaima de pastores. Intenté incorporarme. No pude. La cabeza me dolía y tenía las piernas entumecidas. Kolh me acercó agua.

—Beba. Le hará bien.

Bebí pequeños sorbos.

—Lo encontramos desmayado a pleno sol. Si tardamos, habría muerto de insolación.

Logré sentarme. El dolor de cabeza me castigaba ferozmente.

—Gracias. No comprendo cómo pude quedarme quieto bajo el sol ardiente.

—¿Qué sentiste, Es Saheli? —me inquirió Ramsés.

—Nada.

—¿Nada?

—Bueno, sí. Paz, tranquilidad, sosiego. Fue como un trance. Quise comprender los jeroglíficos de las paredes, hacer mías las escrituras. Me olvidé de todo lo demás, hasta que el sol impuso sus leyes y me derribó. Hice una locura, que no alcanzo a justificar.

—A veces, con almas sensibles, ocurre —asintió el mago—. No todos perciben el poder de un lugar sagrado. Considérate un privilegiado, Es Saheli.

—¿Qué me pasó? ¿Por qué perdí la voluntad?

—Ya hablaremos, Es Saheli. También me tendrás que explicar lo que soñaste. Pero antes, déjame que te presente a alguien.

Un anciano, de un aspecto similar al de Ramsés, se acercó hasta nosotros.

—Es Or, el mago de Karnak. Recibimos juntos las enseñanzas de los sabios del Valle de los Reyes. Hemos conocido muchas inundaciones del gran río desde entonces.

Me saludó con mirada digna, pero aspecto desconfiado. Su boca desdentada pronunció unas escuetas palabras en una lengua que me resultó imposible descifrar.

—No habla árabe. Sigue expresándose en la lengua antigua.

Lo saludé con un gesto que no fue correspondido.

—Ya conoce el caso de Jawdar. Lo ha visto y coincide en mi diagnóstico. Posee todos los ingredientes de la pócima a falta de uno, que debemos localizar nosotros.

La buena noticia me reanimó. Teníamos la cura de Jawdar al alcance de nuestras manos. La pócima había demostrado su efecto. Desde que comenzamos a administrársela, su mejora había sido evidente. Apenas nos quedaban restos del polvo de la inmortalidad, por lo que debíamos renovar nuestro botiquín con urgencia.

—¿Qué falta?

—Polvo de momia. Pero no es fácil de encontrar. Durante siglos, los saqueadores de tumbas expoliaron los enterramientos de nobles y reyes, y, desde hace un tiempo, abastecen una fuerte demanda de alquimistas y médicos europeos y asiáticos. Conocen de su poder sanador, afrodisíaco y transmutador de materias. Su precio se elevó a las mismas nubes, y los traficantes de momias se afanaron en rastrear hasta la última tumba para convertir en polvo fino el cuerpo disecado de su ocupante. Las momias comenzaron a escasear mientras que la demanda se incrementaba.

Era cierto. En El Cairo se hablaba de comerciantes de momias que habían logrado atesorar auténticas fortunas.

—La momia debe tener más de dos mil años de antigüedad para que tenga poder sanador. Hay muchos estafadores que venden un sucedáneo falso —aclaró Ramsés—. Desentierran a los muertos para forzarles una rápida momificación. Después los venden como si se tratasen de verdaderas momias del tiempo de los faraones. No sirve para nada.

—Consigamos el auténtico —exigí—. Aunque tengamos que pagar mucho más.

—No es tan fácil. Todas las tumbas conocidas están saqueadas. Tan sólo un nuevo hallazgo puede proporcionar material.

Acababa de recibir un golpe más terrible aún que la peor de las insolaciones. Sin aquel elixir, Jawdar recaería en su agonía.

Or intervino con voz queda, dirigiéndose a Ramsés. Sus palabras, pronunciadas en aquella lengua antigua, gutural e indescifrable, ocultaban el rastro del misterio de los templos y pirámides. Quise creer que albergaban, también, las llaves que me conducirían hasta las momias que precisábamos.

—Existe una posibilidad —tradujo Ramsés—. En el antiguo Valle de los Reyes, al otro lado del río, moran algunas tribus de expoliadores. Es posible que alguno de ellos haya realizado algún descubrimiento en estas últimas semanas.

—No podemos perder tiempo —le respondí mientras me incorporaba con dificultad—. Debemos ir en su busca.

—Esos saqueadores son ladrones. Pueden ser peligrosos.

—El mayor peligro lo corre Jawdar. Si no vamos, morirá.

—Señor —intervino Kolh—. Lo acompaño.