Desde la faluca, todo el mundo fue orilla. Personas, plantas y animales se hacinaban en los márgenes del río sagrado. Justo detrás quedaban los farallones rocosos que delimitaban la frontera gris del desierto atroz. Jamás olvidaré las sensaciones que me embargaron durante la navegación aguas arriba del Nilo. La prodigalidad de sus palmerales y cañaverales semisumergidos por la crecida contrastaba con la severa aridez de los acantilados que delimitaban su cauce. Grandes bandas de pájaros alteraban con sus gritos la música del viento y el romper de la proa. Al cuarto día de navegación logramos avistar una familia de grandes cocodrilos sesteando en una orilla rocosa. Los dos marineros que nos acompañaban armaron un gran alboroto. No eran abundantes en la parte baja del río. Más allá de Assuán, en el sur, sí que enseñoreaban las aguas. Rogué al buen Alá que la faluca no volcase en el cazadero de aquellos monstruos.
—¿Hay hipopótamos?
—No —me respondió uno de los marineros. Necesitan más calor, están al sur.
De esa nos libramos, pensé aliviado. Había oído contar que eran aún más peligrosos que los cocodrilos. Al parecer volcaban las embarcaciones como si se tratasen de simples juguetes. Después se tragaban a los desgraciados náufragos con sus fauces.
—El hipopótamo es el animal del mal, según la religión de los antiguos —Kolh parecía leer mis pensamientos—. Isis, Osiris y Set eran hermanos. Set, el hipopótamo, celoso de Osiris, lo durmió, lo mató y lo metió en un baúl, que dejó al amor de la corriente del Nilo. Isis lo buscó desesperadamente, hasta encontrarlo. Después, le devolvió la vida. Set, el malvado, montó en cólera al descubrir que Osiris regresaba a los brazos de Isis. A traición, volvió a matar a su hermano y cortó su cuerpo en trozos, que dispersó por todo el valle del Nilo. Isis, enloquecida de dolor y amor, rebuscó desesperada los restos de su amado Osiris. Uno a uno los fue reuniendo. El último que encontró se hallaba en unos juncos sobre las cataratas de Assuán. Allí, en la isla de Philae, los unió con amor. Pero no estaba completo. Le faltaban sus partes viriles. Con sus lágrimas logró hacerlo regresar del reino de los muertos, para devolverlo con vida hasta sus brazos. De tanto amor que sintieron, Isis quedó preñada. Así nació Horus, el dios Halcón.
Recuperé durante la travesía del Nilo una serenidad que desconocía desde mis años de infancia. Ramsés apenas hablaba, tumbado sobre una manta, con la mirada perdida en el infinito. Jawdar mejoraba, auxiliado por la pócima. Kolh y yo nos sentábamos junto a él, charlando pausadamente. Yo le contaba de las grandezas de Al Ándalus, y ella las glorias del antiguo Egipto. Jawdar abría los ojos con alegría cuando oía mis versos de Granada. Creo que fui feliz. Jamás podré olvidar aquellos días de vela y sosiego sobre el gran río del Egipto.
Llegamos a Luxor al atardecer, después de seis días de navegación plácida. Su puerto nos recibió con el bullicio de las mil falucas que cargaban mercancías, trasladaban personas y animales, o regresaban con su carga de pesca. La silueta de sus grandes templos le confería un aspecto sagrado. Luxor nos aguardaba con su magia. Con esfuerzo, logramos bajar a Jawdar sobre unas angarillas que habíamos improvisado. El fármaco estaba dando sus resultados. Al viejo Ramsés tampoco le resultaba fácil desembarcar. Al final terminé cargándolo sobre mis espaldas. Lo liviano de su peso me sorprendió.
—Ramsés, ¿es cierto eso de que el saber no pesa ni ocupa lugar? —le comenté bromeando.
—Te equivocas —me respondió solemne como siempre—. Tras la muerte, serán pesadas las acciones buenas y malas que alberga tu corazón. El fiel de la balanza decidirá tu destino.
Ramsés recorrió con mirada perpleja las plataformas del muelle y las construcciones que lo limitaban. Sacudiendo la cabeza, exclamó:
—Por Ra, esto no se parece en nada al Luxor que yo dejé en mi juventud.
Durante los días de navegación, Ramsés nos había contado sus recuerdos de Luxor cuando todavía era niño, antes de entrar al servicio de la religión. Nos había descrito la ciudad como una aldea dormida en el sueño de los tiempos, encaramada sobre las ruinas de los templos más colosales jamás construidos por los hombres. La realidad que nos encontramos al desembarcar fue bien distinta. Luxor hervía de actividad.
Ramsés estaba desorientado en el vértigo del puerto. No lo reconocía en su prosperidad. Tomé la iniciativa; debíamos encontrar una fonda donde alojarnos.
—Mañana visitaremos el gran templo de Karnak.
Asentimos. Sólo Ramsés conocía los caminos hasta la medicina.
—Creo que aún sobrevive el sacerdote que nos puede ayudar.
Necesitábamos encontrarlo con discreción. Nada más me dijo, nada más le pregunté. Ya estaba acostumbrado al enigma de sus palabras y comportamientos. Descansamos en una fonda, que abandonamos cuando todavía era de noche.
La claridad del alba nos descubrió el asombro de Karnak. Sus gigantescas columnas de piedra retaban a las leyes de los hombres para erigirse infinitas hasta las colosales losas de su techo. Los capiteles en forma de flor de papiro le otorgaban una inesperada gracilidad. El templo estaba semienterrado en la arena. En algunos de los frisos se mantenían vestigios de los colores de las pinturas originales. Ante su grandiosidad, el alma humana enmudece y reza. ¿Qué otra cosa cabe delante de obras de dioses?
Algunos pastores y sus cabras componían nuestra escasa compañía en las frescas horas de la alborada. Ramsés, extasiado ante el templo, no hablaba. Parecía rezar con respeto. Kolh se dirigió a mí con voz queda, para no enturbiar su ensimismamiento.
—Los faraones más antiguos estuvieron en Giza, junto a El Cairo. Pero después se vinieron aquí, a Luxor, y construyeron los grandes templos que ahora descubrimos.
—Así es —le respondí con respeto a aquella mujer que cada día me parecía más inteligente y hermosa.
Yo conocía los palacios, iglesias y mezquitas de Al Ándalus y de todo el norte de África. Nunca me encontré con nada parecido. En su desmesura, los antiguos egipcios habían eclipsado cualquier capacidad de asombro. ¿Cómo levantaron esos enormes bloques de roca, cómo los cubrieron con losas tan grandes como algunas plazas del Albaicín?
—Tienes razón, Kolh. Jamás volveremos a construir obras como esta. Están demasiado cerca de Dios y Alá no lo permitiría.
—Vuestro Alá empequeñece ante nuestros dioses antiguos.
—Déjalo, Kolh. Decir cosas como esas te puede costar muy caro.
—¿Más caro que la esclavitud?
La miré a los ojos. La pasión que quemaba sus adentros los hacía brillar con furia.
—¿Por qué te esclavizaron? Nunca me lo contaste.
—Siempre hay tiempo para escuchar las historias tristes. Mire, Ramsés se dirige al templo.
—Kolh…
No me escuchó. Se perdió entre los escombros en busca de Ramsés. La seguí a través de una gigantesca sala soportada por columnas con dimensiones de asombro. Altos monolitos, grandes figuras de faraones e ídolos, paredes grabadas con extraños signos jeroglíficos me sumergían en los arcanos de la religión olvidada. Alcancé a Kolh junto a un gran edificio que se mantenía en pie.
—¿Y Ramsés?
—Deambula por el templo. Quiere encontrar al mago que lo custodia.
¿Realmente estaba olvidada la religión antigua? Ramsés y Kolh, al menos, seguían creyendo en ella y practicándola en la clandestinidad. ¿Existirían otros muchos fieles?
—Tras la llegada de los griegos, nuestra religión comenzó a decaer. Mire este templo. Las figuras están picadas. Los relieves son sombras irreconocibles. Lo hicieron los cristianos, que pusieron aquí sus signos. Ahí está la cruz y aquello hizo las veces del altar. Y con los musulmanes tampoco nos fue mejor. A pesar de ello, algunos sacerdotes lograron clandestinamente mantener las creencias verdaderas y retazos de las antiguas ciencias. Apenas quedan tres o cuatro en todo el Nilo. Ramsés es el más importante. Existe otro mago famoso que vive en los alrededores de Karnak. Es al que buscamos. Ramsés y él se conocieron de jóvenes, durante su etapa de iniciación.
La inteligencia de lo construido me llenaba de asombro y admiración. Mi mente se perdía en las sutilezas de la arquitectura egipcia. ¡Qué talento tuvieron que atesorar sus arquitectos! Por vez primera deseé construir edificios solemnes y hermosos. Siempre fui poeta, y en Egipto germinó mi deseo de trasladar esa poesía a la piedra.
Kolh se perdió por alguno de los oscuros pasillos que circundaban la nave central. Allí me quedé solo, rodeado de los espectros de un ayer glorioso que no se resignaba a morir. Me senté sobre la arena, en respetuoso silencio. Quería construir edificios como aquel, quería sanar a Jawdar, deseaba convertirme en un inmortal.
No se cuánto tiempo permanecí allí, vagando por las sendas inexploradas del ensueño. Pero recuerdo que me sentí bien. Comenzaba a acumular fuerza vital. Los hombres atesoramos una energía que se disipa vanamente. Yo la derroché en Al Ándalus, y en África volví a encontrarme con ella. En el Nilo y sus templos terminé por recuperarla por completo. Cada vez me sentía más fuerte. De nuevo quería sobresalir de la molicie de la mayoría para elevarme a la altura de los genios. Atrás iba quedando el joven inconsciente con sus desatinos y desmesuras, para dar paso al hombre maduro y creador. Eso no lo podía advertir en aquellos momentos, pero lo sé hoy, cuando hago memoria de mi vida.
A mediodía, abandoné el edificio más sagrado del templo. El calor parecía empeñado en derretir a las piedras y a los hombres. Salvo algunas cabras extraviadas, a nadie advertí entre las ruinas y las columnas. Seguía solo, ante Dios y ante mí mismo. El sol golpeaba mi frente, mi cabeza, mi cuerpo, pero no le presté el debido respeto. ¡Se estaba tan bien allí! Sabía que debía salir a buscar a Kolh y a Ramsés, pero no quería hacerlo. Deseaba prolongar mi estancia entre los dioses. Comencé a ir de aquí para allá, intentado descifrar las inscripciones jeroglíficas, ambicionando desentrañar los secretos de las arquitecturas pretéritas. Siempre al sol, bajo un calor aplastante, hasta que todo comenzó a darme vueltas y caí. Perdí la consciencia y el universo se ennegreció. Sufrí una fuerte insolación. Recuerdo que, entre mis delirios, destacaron las figuras de Isis y Osiris. Con perfil hierático me daban la bienvenida a su reino.