Kolh se introdujo con agilidad en una de aquellas bocas del infierno. Admiré su figura esbelta. Cuando la oscuridad se la hubo tragado, sequé el sudor de Jawdar, que persistía en su fiebre. Habíamos improvisado un toldo sobre el carro para protegerlo de un sol feroz. Estaba pálido, demacrado. Y en su cara comenzaban a perfilarse los rasgos delgados de la muerte. Si no lo sanábamos pronto, moriría sin remedio.
Kolh entraba y salía de las oquedades, buscando al mago subterráneo que salvaría a Jawdar. También yo confiaba en sus poderes. No tenía otra esperanza. La esclava negra demostraba el valor de los héroes al adentrarse sin vacilar en el reino de los muertos y las tinieblas. Y todo por un hombre, Jawdar, al que apenas conocía.
—¡Venga, señor! —oí una voz de ultratumba que procedía de un estrecho agujero.
Miré por última vez a Jawdar para animarme, y penetré por la hendidura que dejaban los muros semidestruidos. De allí había salido aquella voz espectral. Mis ojos tardaron en habituarse a la ausencia de luz. Un pasillo, bajo y estrecho, mostraba el camino hacia las entrañas de la tierra. Encomendándome al mismísimo Alá, me adentré en el pasadizo. A los pocos pasos, la oscuridad se hizo absoluta. Tenía que avanzar a tientas, respirando con dificultad por la excitación y la densa humedad de la atmósfera. Rompí a sudar copiosamente, pero seguí bajando por la rampa. Kolh debía encontrarse en algún lugar de aquellas profundidades. Cada vez que mis manos se apoyaban sobre telarañas densas y pegajosas, gritaba de repugnancia. No debía demostrar miedo ante los que me aguardaban abajo. Pero mi claustrofobia crecía a medida que el pasadizo se estrechaba y el aire se hacia más cargado y extraño. Las dudas comenzaron a carcomer mi seguridad. ¿Y si la voz no había salido de aquella puerta y procedía de cualquier otra? ¿Y si me perdía en uno de los laberintos que protegían a los difuntos? El miedo comenzó a congelar mi determinación. Decidí volverme. Y, justo entonces, me pareció apreciar una luz temblorosa. Un difuso murmullo me llegó desde los adentros. Alguien se encontraba allá abajo. Aceleré mis pasos. Fuera hombre o demonio, pronto me encontraría de frente con él. Al poco, pude apreciar con mayor claridad la luz y distinguir las voces. Una era grave, de hombre, y la otra más aguda, de mujer. Kolh había encontrado al mago que podría salvar a mi amigo. Si así era, habría merecido la pena mi pavorosa bajada a los infiernos. Si, por el contrario, me había adentrado en la caverna equivocada, jamás volvería a ver la luz del día. Con la decisión que otorga el saber que el destino es inevitable, llegué hasta una sala. Allí finalizaba aquel maldito pasadizo. En la esquina más alejada, los encontré. Kolh estaba agachada, hablando con quien parecía ser un hombre tumbado. Una lucerna de aceite confería una luz espectral al recinto. Me fijé entonces en sus paredes. Estaban pintadas con figuras humanas rígidas y hieráticas, pero de un vivo colorido y una extraña coherencia. Todas se mostraban de perfil. La presencia de un gran sarcófago de piedra situado al fondo de la habitación confirmó lo que sabía desde un principio. Estaba en las entrañas de una de las tumbas de los antiguos.
—Aquí, señor.
Me acerqué con temor hasta donde se encontraba mi esclava negra, que con delicadeza daba de beber a un anciano tumbado.
—Señor, le presento a Ramsés, el mago.
Me decepcionó. No esperaba que el hombre en el que tenía puestas todas mis esperanzas estuviera tan débil. ¿Si no era capaz de curarse a sí mismo, cómo podría hacerlo con los demás?
—Salam aleikum. Me llamo Es Saheli, y soy granadino.
—Aleikum salam. Bienvenido a mi humilde morada —me respondió el anciano con una voz sorprendentemente clara.
—Mi amigo Jawdar está enfermo. Kolh me contó que usted podría ayudarlo.
—Gracias por venir. En estos tiempos de hipocresías es extraño que un musulmán se adentre en el mundo de los antiguos.
—Comprobé cómo desmantelan las pirámides —me sinceré—. El ver cómo arrancaban sus piedras me dolió casi tanto como si me arrancaran la piel.
—Es una barbarie más, de las muchas que hemos tenido que soportar desde que los mamelucos se hicieron con el poder. Los dioses castigaron al pueblo egipcio con su decadencia. Ahora nos persiguen al no considerarnos religión del Libro como a los cristianos o los judíos. Los pocos que quedábamos nos dispersamos para ocultarnos. Comenzaron a profanar nuestros templos y a destruir nuestras obras colosales para utilizar sus piedras.
—Lo siento, de veras que lo siento.
—Malditos. Acabarán con nosotros. Apenas si quedamos conocedores de las antiguas sabidurías. Temo que cuando muramos los pocos iniciados, todo nuestro universo de conocimiento desaparecerá para siempre.
Las palabras del anciano me conmovieron profundamente. La sinrazón de cada religión termina enterrando a las anteriores. Ya sabía por mi propia experiencia lo difícil que era la convivencia.
—Usted puede dejar discípulos, que continúen su sabiduría.
—Así podría haber sido, pero no tengo a nadie. Persiguieron y detuvieron a los que me seguían. Los que todavía viven son esclavos, como Kolh. Vayamos ahora a ver a su amigo, la enfermedad no aconseja demora.