En aquel agosto de 1324, las aguas del Nilo bajaban tan crecidas que inundaron por completo el valle. El río cubría las mesetas rocosas y desérticas que lo delimitaban. Agua y desierto conformaban un contraste que despertó mi poesía. Las copas de las palmeras emergían enhiestas de la fuerte corriente, cimbreadas por aguas y vientos. Las casas de los agricultores se encaramaban sobre las alturas que las protegían de la inundación.
—En septiembre, las aguas comenzarán a descender, y por octubre los agricultores se apresurarán en labrar y sembrar sus tierras, regadas y abonadas por los limos de las crecidas.
—Loado sea Alá, que lo permite.
Egipto dependía del nivel de las inundaciones. Las tierras daban frutos fabulosos gracias a su riego y a los lodos que las abonaban. Durante las crecidas, la actividad agraria cesaba, a la espera de que el río bajara y dejara al descubierto las tierras de cultivo. El agua comenzaba a subir en junio, y alcanzaba sus máximas cotas en julio o agosto. Toda la población de El Cairo estaba pendiente del nivel de las aguas. Si no era suficiente, habría cosecha corta, carestía en los alimentos, hambre para los pobres, y ruina para el resto. En la memoria de la ciudad permanecía el espanto del recuerdo de los años en que el Nilo la castigó sin crecida. Por eso se aguardaba a los heraldos que, vestidos de amarillo, pregonaban cada día el nivel de las aguas medido en el Nilómetro.
—¿El Nilómetro? —pregunté—, ¿qué es?
Al-Kuwayk se extrañó de que no lo conociera.
—Desde tiempo de los faraones, medimos el nivel de las aguas mediante pozos con marcas. El Nilómetro se encuentra en la punta de la isla de Rodas, enfrente de Misr al-Fustat. Lo construyeron en época de Cleopatra, o antes, qué sé yo. Una columna erguida en el centro del pozo indica a los funcionarios la altura que van tomando las aguas. Los pregoneros vocean la medida cada mañana por las calles de la Medina. Así todo El Cairo conoce con precisión el nivel de las aguas.
Recordé aquella conversación la mañana en que me encontraba en el comercio de mi amigo Halil. Un tumulto nos llegó desde la puerta.
—¡Los heraldos, ya están aquí!
Salimos apresurados. Los comerciantes se agolpaban en los soportales de sus tiendas, deseosos de conocer el nivel del río. Los clientes se apoyaban en las paredes para dejar paso a la comitiva de amarillo.
—¡Treinta y dos cuartas! —les oímos gritar.
La alegría se desbordó. Halil me abrazó feliz.
—Treinta y dos cuartas es la altura exacta. El valle está por completo cubierto de agua y limo. La cosecha está asegurada.
Los comerciantes regalaron propinas a los pregoneros de la buena noticia. Al fin y al cabo, los mercaderes eran los primeros interesados en que los dinares se movieran. Sin cosecha no habría dinero para nadie. Alá los había bendecido una vez más, a pesar de sus muchos pecados.
Llevaba algo más de un mes en El Cairo cuando fui invitado a una comida en casa de al-Kuwayk. Allí conocí a Ahmad Al-Atir, un joven de la prestigiosa familia de los Banu Al-Atir. Me pareció culto e inteligente. Hablaba varios idiomas, y estaba cursado en ciencias.
—Quiero dedicarme a la medicina. Nada puede hacerme más feliz que ayudar a recuperar la salud y el ánimo al enfermo necesitado.
—Yo también aporto salud para el alma —le respondí en un instante de inspiración.
—¿Qué haces?
—Soy poeta. Curo la melancolía y el mal de amores.
Al-Atir rió con ganas.
—Contra tus pócimas, nada pueden las mías, Es Saheli. Danos de tu medicina.
Y recité poesía, por vez primera, en una selecta velada cairota. Los versos hicieron volar los ánimos de mis anfitriones. Les canté el amor, glosé la caravana de la vida. Aquellos cuatro o cinco poemas me abrieron las puertas de los palacios de El Cairo. La vida me sonrió durante las siguientes semanas. Volví a brillar como un rubí de la India. Muchos querían oír mi poesía. Fui cortejado y admirado. De nuevo gozaba de la fama con la que fui agasajado en mi juventud granadina. Y de nuevo me adentraba dulcemente en los peligros de la vida del relumbre bohemio.
—Ya te dije, Jawdar, que en El Cairo triunfaríamos.
Una noche de calor sofocante, de esas en la que el viento volcaba lo tórrido de los desiertos sobre la ciudad, Jawdar cayó enfermo. Habíamos ido juntos a una fiesta en la que yo debía recitar.
—Espérame en la puerta —le dije—. Saldré enseguida.
La velada se prolongó y, al salir, le noté los ojos vidriosos y la mirada triste. Le toqué la frente y ardía. Conseguí arrastrarlo hasta la casa en la que nos hospedábamos. Pasó una noche de delirio, más ciudadano del reino de los muertos que súbdito de la república de la vida. Le pasaba toallas húmedas por la frente, y le servía un electuario que me había recomendado el galeno vecino. Pero nada de ello sirvió. Al día siguiente lo dejé al cuidado de Kolh, nuestra esclava, y me dirigí a casa de al-Kuwayk. Quería que me recomendara el mejor médico de la ciudad. Jawdar debía sanar cuanto antes. Jamás la ciudad me pareció tan extensa, ni mis pasos tan lentos. Tuve suerte. El sirviente que me abrió la puerta me confirmó que su señor se encontraba allí, de regreso de uno de sus viajes.
—Quiero el mejor médico, al-Kuwayk.
—Déjame que piense.
—¿Y nuestro amigo Ahmad Al-Atir, el que conocí en tu casa? Ama la medicina, y tiene mente esclarecida.
Al-Kuwayk me miró sorprendido.
—Pero ¿no te has enterado?
—¿De qué?
—Al-Atir ha sido llamado a palacio. El sultán al-Nasir Qalawun lo ha nombrado jefe de su chancillería. No se habla de otra cosa en El Cairo. Jamás un hombre tan joven había alcanzado tal responsabilidad. Me temo que tendrá que olvidar su afición por la medicina durante un tiempo. Con los mamelucos, el que entra en política tiene que cuidar su propia cabeza. No le quedará tiempo para pensar en la salud de los demás. Conozco otros doctores que te podrán ayudar.
El médico que me recomendó fue sincero en su visita.
—Es una extraña enfermedad, que sólo aparece en muy contadas ocasiones. No tiene cura. Siento decirle que el paciente tiene pocas posibilidades de sobrevivir.
Hice llamar a otros eminentes sabios y todos coincidieron en su diagnóstico. El mal que consumía a Jawdar no tenía tratamiento posible. Ni la ciencia de Oriente, ni la de Occidente, podían salvar a aquel gigante simple y bonachón. Su enfermedad fue la mía. Perdí la alegría, dejé de comer, me ausenté de las veladas poéticas a las que era reclamado y que tanto prestigio volvían a conferirme. Yo agonizaba junto a Jawdar. Había sido mi salvación, mi soporte, el lazo con el pasado. Le debía la vida, y tenía que hacer todo lo posible por salvar la suya. Pero si los más reputados galenos se declaraban incapaces de hallar la cura, ¿qué otra cosa podía hacer yo sino llorar y orar al único Dios verdadero?
—Acuda a la sabiduría de los antiguos.
Las palabras de Kolh, mi esclava negra, sacudieron mi curiosidad. La miré a sus ojos de felino, y supe que atesoraba secretos de siglos. Ya había anochecido y teníamos abiertas las ventanas y las puertas con la vana esperanza de una brisa compasiva. Pero el aire virado del desierto nos castigaba con polvo y calor.
—¿Quiénes son los antiguos?
—Antes de los griegos, los romanos, los cristianos y los musulmanes, Egipto vivió una época de hombres sabios. Construyeron pirámides y templos que aún espantan a los hombres de hoy.
—Esos fueron tiempos oscuros, afortunadamente hoy iluminados por la luz de la fe. Fueron idólatras, y su ciencia queda ampliamente superada por nuestros conocimientos actuales —le respondí para tantearla.
—Puede ser. Pero la sabiduría de los antiguos aún es grande, y está guardada por algunos magos y sabios, que curan al pueblo y eluden a los poderosos.
—¿Quieres decir que aún se conservan las creencias bárbaras de los pueblos antiguos?
—Conozco a un mago. Vive en una de las tumbas de las pirámides de Giza.
—¿Qué quieres decirme? ¿Qué llevemos a Jawdar a un curandero, teniendo El Cairo los mejores doctores? ¡Eso no son más que supersticiones del populacho!
—Como mande, señor.
Bajó la cabeza y salió de la habitación. La visión del delirio de Jawdar, que sudaba y gemía en su lecho de agonía rebajó mi indignación. Magos, magia… ¿cómo podía la gente seguir creyendo en tales patrañas?
Logré descansar, medio tumbado sobre el diván. Pero los gemidos de Jawdar subieron de tono, parejos a los padecimientos que la enfermedad le infligía. Me sentí impotente, inútil a su lado.
—¡Kolh! —grité a la esclava—. ¡Ven!
La negra apenas tardo unos segundos en deslizarse silenciosa como una serpiente hasta la habitación. Encendí una lucerna de aceite que hicieron brillar sus ojos de pantera.
—He pensado que nada se pierde por probar. ¿Dónde podemos encontrar a esos magos?
—Ya se lo dije, en las antiguas tumbas de las pirámides.
—¿Puedes ir a avisarlos?
—Me temo que no, señor. Son muy puntillosos. Jamás salen de su recinto sagrado, ni admiten mensajeros. Ellos leen la mente de sus pacientes y de sus familiares. Si queremos ayudar a Jawdar tendremos que llevarlo hasta allí.
—Nadie puede enterarse de esta locura. Los alfaquíes nos condenarían por apostasía. Ningún creyente cuerdo recurriría a la magia sacrílega.
—Nadie se enterará, señor. Partamos ahora, que la noche nos protege. Llevaremos a Jawdar sobre nuestro carro. Yo engancharé el borrico.
—Sí, partamos cuanto antes. Debemos cruzar el Nilo antes de la amanecida, para no llamar la atención.