LX
al karim, el Benevolente

El canto del almuecín otorgó la licencia que los fieles aguardaban. Por fin podían romper el prolongado ayuno. Los cairotas celebraron con gritos y aspavientos la cena que compartirían con la familia. Aunque la mayoría cenaba en sus casas, algunos lo hacían en los establecimientos de comidas engalanados para la ocasión. En uno de ellos nos sentamos, mientras observábamos el bullicio que nos envolvía. Nos pusieron sobre la mesa una canastilla con panes redondos y planos. Me recordó en sus formas a las tortas de mi tierra. Pedimos sopa de verduras y carne.

—Jawdar —le dije entre sorbos al primer vaso de agua—, el profeta dijo que hay dos momentos en el que el creyente es feliz en el Ramadán. El primero cuando a través del sacrificio reconoce a Alá, y el segundo cuando, al atardecer, rompe el ayuno delante de una mesa bien provista.

—Es ver… verdad —se rió—. So… soy feliz ahora.

—Mañana nos presentaremos ante al-Kuwayk, el comerciante.

Apreté entre mis manos la carta de presentación de Ibn al-Yayyab, el único tesoro que conservábamos de nuestra Granada. Nos abriría las puertas de la gran ciudad que se soñaba como centro del mundo. O, al menos, eso esperábamos.

—Verás, Jawdar, cómo todo nos irá bien.

Descansamos profundamente aquella noche. Los cantos de los muecines nos arrancaron de nuestro sueño. Comenzaba un nuevo día. Para las oraciones de la mañana visitamos la mezquita de al-Fustat, la segunda en antigüedad de África, tras la tunecina de Kairuán. Después nos dirigimos hacia la casa del comerciante al-Kuwayk. No queríamos presentarnos demasiado temprano, por lo que decidimos perdernos por el júbilo de la ciudad.

—¿Queréis que os guíe?

El niño había adivinado por nuestros atuendos que éramos extranjeros.

—¿Cu… cuánto cobras?

Le ofrecimos la mitad de los que nos pedía y aceptó. Nos resultó imprescindible para sobrevivir en aquel laberinto de El Cairo. Sólo un genio demente habría podido diseñar aquella maraña de calles y callejas que se retorcían sobre sí.

—Vamos al mercado.

En el mercado de al-Jalifa se vendían animales tan exóticos, que sobrepasaban la imaginación más desatada. Se encontraba cercano a la salida hacia los acantilados de Muqattam, las antiguas canteras de los faraones. Todas las aves del cielo y animales de la tierra parecían haberse reunido en aquel mercado. Loros de Guinea y del Congo, halcones de Siria y Arabia, pájaros cantores, extraños animales que ni nombre tenían. En otro callejón se agolpaban los vendedores de peces de colores para estanques y albercas. En el bullicio, los niños aprovechaban los descuidos del mercader para pegar sus narices fascinadas al vidrio de los acuarios. Algunos, los más osados, intentan atrapar con sus manitas algunos de los pececillos. Los vendedores, furiosos, destilaban más veneno que el áspid de los desiertos.

—¡Saca las manos, niño! ¡Ojalá hubiera un cocodrilo dentro!

Jamás había visitado un mercado como aquel. Monos irreverentes, serpientes que silbaban, cobras que bailaban al son de la flauta. Todos en almoneda. Un comerciante pregonaba sus camaleones.

—¡Mirad cómo cambian el color de su piel! Ahora marrón, ahora verde, ahora amarillo.

Los terrarios, con sus serpientes enroscadas, sus ranas, sus lagartos y lagartijas atraían la mirada aterrada de padres e hijos. La frialdad de sus ojos reptiles hipnotizaban la inocencia de los niños. A mí me produjeron terror.

—Pero ¿quién puede querer comprar estos monstruos?

—No son monstruos —me replicó nuestro guía—. Son los animales más hermosos. Y eran sagrados en el Egipto antiguo.

Un alboroto nos sorprendió desde el otro lado de la plaza. Un joven corría perseguido por unos soldados a caballo, derribando puestos y cestas al suelo. La idea de las serpientes y demás sabandijas reptando en libertad me asustó más que el sobresalto generado por la huida de aquel delincuente. El fugitivo cayó al suelo, y dos soldados se arrojaron sobre él para maniatarlo.

—Malditos soldados —oí renegar al muchacho que nos guiaba.

—¿Qué ocurre? —le pregunté curioso.

—El sultán mameluco molesta y persigue a los cristianos —me respondió visiblemente afectado—. Los coptos hemos vivido en paz con nuestros hermanos musulmanes durante siglos, pero ahora no nos dejan tranquilos.

Como exiliado que era, me puse de inmediato del lado de los perseguidos. De nuevo volvía a encontrarme con el fanatismo de los unos contra los otros. Si nuestra religión nos predicaba el vivir en armonía con las gentes del libro, ¿por qué los hostigábamos?

—Los cairotas musulmanes son buenos —simplificó el chico—. Los turcos mamelucos, malos.

La historia de Egipto aún era más atormentada que la de Al Ándalus, aunque menos trágica. Cerca del antiguo Menfis de los faraones, y del Heliópolis griego, los califas fatimíes construyeron la ciudad de al-Qahira, la Victoriosa, que pronto se extendió sobre todas ellas. Al otro lado del río, el occidental, quedó Giza. El Cairo había tomado en el siglo XI el relevo de Bagdad y Córdoba como la más grande ciudad del mundo conocido. El Cairo, la victoriosa, madre alegre y desenfadada de todas las ciudades del bullicio. Saladino destronó a la dinastía fatimí, y comenzó a reclutar mercenarios turcos, conocidos como mamelucos, terribles en el combate, con los que derrotó a los cruzados. Los mamelucos adquirieron mayor poder hasta que expulsaron a los descendientes del gran Saladino. Desde entonces gobernaban con una crueldad sólo pareja a su genio militar.

El muchacho nos guió en silencio hasta la casa de al-Kuwayk.

—Mucha suerte —le sonreí mientras le pagaba unas monedas—. Los mamelucos no podrán con vosotros. Los buenos musulmanes os respetan.

Inshallah —me respondió el muchacho copto.

Un criado nos condujo hasta una de las divanías. Le entregué la carta de recomendación que portaba para que se la entregara a su señor. Al-Kuwayk no tardó en presentarse ante nosotros, sonriente y hospitalario.

—Bienvenidos a mi casa. Los amigos de Ibn al-Yayyab son amigos míos. ¿Cómo está el buen granadino? ¡Hace tantos años que no lo veo!

Todo era desmesurado en nuestro anfitrión. La tripa, la manera de gesticular, las risas, lo ostentoso de sus ropas. Acostumbrado a la sobriedad del camino, su opulencia me deslumbraba y escandalizaba.

—Alá ha querido que Ibn al-Yayyab goce de buena salud y una posición privilegiada en la corte de Granada —le respondí cortés.

—¡Granada! ¡Qué ciudad! Durante años fui cada primavera hasta Al Ándalus para comprar seda y vender especias. ¡En ningún otro lugar las aguas corren tan cristalinas, ni las flores alegran por igual! Conocí al padre de Ibn al-Yayyab, con el que hice buenos negocios. Entablé amistad con su hijo. Era listo, le brillaban los ojos con la astucia del zorro. ¡Sabía que llegaría lejos!

Fue el principio de una buena amistad. Al-Kuwayk nos cedió una pequeña casa del barrio del Sahil. Allí nos instalamos Jawdar y yo, atendidos por una esclava negra, de piel tersa y ágil como la pantera.

—Cuando quieras esposa digna —al-Kuwayk me guiñó el ojo—, no tienes más que decírmelo. Los andaluces gozáis de fama de refinados amantes, no faltarán candidatas para calentaros el lecho.

El Cairo era el centro del mundo. Mil razas y un millón de lenguas negociaban y rezaban entre sus murallas y calles. Pieles negras, blancas, morenas y sonrosadas, se amaban en las penumbras de las alcobas. Los santos más santos, y los pecadores más pecadores cohabitaban a las orillas del Nilo. No me costó gran esfuerzo encontrar trabajo como escribiente, primero, y pronto como procurador y ayudante de notario. Durante las dos primeras semanas en la ciudad, mi recuperación del cansancio del viaje fue palpable. Engordé hasta recuperar mi saludable figura granadina, y mi carácter se abrió a las bromas y tertulias cairotas. Volvía a sentirme como en casa porque El Cairo era la casa de todos.