Me gustó Alejandría, pero el camino nos aguardaba de nuevo. A la madrugada, me despedí de la silueta recortada de la mezquita de al-Mursi.
—Jawdar, seguimos. El Cairo nos espera.
Ajustamos nuestro pasaje en una faluca, que así llaman los egipcios a sus embarcaciones de vela. Navegaríamos hasta El Cairo, destino primero de mi viaje. El Nilo se bifurcaba en los múltiples brazos e islas que conformaban el delta de la desembocadura. Las palmeras y los verdes campos de cultivo contrastaban con el dorado de los desiertos que lo circundaban. Sin el gran río que nacía en lo más profundo del África, ninguna vida se hubiera podido desarrollar en aquel trópico árido y pedregoso. Con razón ya dijeron los antiguos que Egipto era un regalo del Nilo, al que todo debía.
Numerosas embarcaciones navegaban con las velas soportadas por largos mástiles, arbotantes y bumas. El barquero demostraba pericia y derrochaba locuacidad.
—Las ciudades de los vivos se encuentran al este del río. La de los muertos al oeste, en el lado en el que se pone el sol.
Los egipcios vivían todavía bajo el peso de las tradiciones de las épocas paganas, cuando los faraones construían pirámides y eran conducidos al más allá por Annubis y Osiris. Eran vivos que parecían entremezclarse con el reino de los muertos, siempre omnipresentes. La voz de Mahoma sólo parecía entenderse en mezquitas y escuelas. En el campo, hombres y mujeres seguían temiendo al más allá, y se preparaban para su viaje al oeste, al país de los muertos que se encontraba en el poniente, de donde vinieron los primeros faraones y sacerdotes. El barquero se empeñaba en contarnos la historia entera.
—Fueron los marinos atlantes que llegaron desde Al Ándalus, tu tierra, los que trajeron la ciencia al Nilo. Fue hace mucho, mucho tiempo, antes de los faraones.
Ya había oído esa leyenda. Al Ándalus, la tierra de los hijos de los atlantes. El propio Mahoma, al inicio de su predicación, ya auguró que los musulmanes llegarían hasta el país de los atlantes, allá donde se pone el sol y nace el gran océano. Hijo de los atlantes. Aunque lo hubiera escuchado antes, no fue hasta aquella velada egipcia cuando pude entrever la profundidad de la historia. Platón afirmó que los sacerdotes egipcios habían mantenido durante miles de años la tradición atlante en sus templos. ¿Qué habría de verdad en ello?
Los caprichos de la naturaleza y sus meteoros favorecen la navegación por el Nilo. Aguas abajo te arrastra la corriente. Y aguas arriba, te empuja el viento que sopla nueve de cada diez días desde el Mediterráneo hacia el sur, inflando las velas y refrescando las riveras. Por eso, el Nilo se encuentra transitado por un número inimaginable de falucas empujadas por el viento si se dirigen hacia el sur, o por la corriente, si su rumbo está orientado al norte.
—¡Mira, Jawdar! ¡El Cairo, la ciudad de los faraones!
El Cairo vivía momentos de esplendor. Los sultanes mamelucos la habían convertido en el centro del mundo. Entramos por la puerta del puente, la bab al-Qantara. La gran muralla protegía El Cairo Viejo, al que los lugareños también llaman al-Fustat. El bullicio de mercaderes, predicadores, buhoneros, porteadores y recitadores ensordecía los extensos saludos que los conocidos se intercambiaban entre sí. Los cairotas hacían buena su fama de alegres y habladores. Parecían enloquecidos por la algarabía de sus voces y risas. Nos despedimos de nuestros compañeros de travesía y nos dirigimos hacia la mezquita de ‘Amir para dar las gracias al todopoderoso, dejando atrás el Qars al-Cham, el castillo de Babilonia. Era Ramadán cuando llegamos a Egipto. Aunque las normas coránicas eximen al viajero de los rigores del ayuno, quisimos unirnos al sacrificio de la unma.
—Ya co… comeremos cuando se po… ponga el sol.
Jawdar era serio con las cosas santas. Aquel año, el mes sagrado caía en verano. Fue duro para los fieles cumplir el precepto. Las muchas horas de luz prolongaban el ayuno y el calor atizaba el rigor de la sed. Buscamos alojamiento y esperamos la caída del sol. El ayuno no se podía romper hasta que la luz hubiera remitido al punto de no poder distinguir entre un hilo blanco y otro negro.
Habíamos conseguido alcanzar El Cairo, la ciudad de las ciudades, primer destino de nuestro camino.