LVIII
al quddus, el Santo

Regreso al verano de 1324, cuando arribamos a Alejandría. Atrás quedaban casi dos años de viaje desde que nos exiliáramos de Granada. Nuestros pasos hollaron los caminos de Marruecos, Ifriquiyya y Libia. Viajamos por tierra y nos detuvimos en aquellos lugares en los que éramos bien recibidos. Hicimos muchas jornadas con peregrinos andaluces que se dirigían a La Meca, generosos a la hora de compartir su alimento y cobijo. A veces trabajábamos para ganar algún dinero. Yo como escribiente, y Jawdar en cualquier trabajo en el que fuera precisa la fuerza de un toro. Pasamos semanas en urbes prósperas y concurridas. Orán, la perla de la Berbería, Argel, con sus palacios de piratas, Túnez, ensoñación de Cartago, Kairouán, la santa, la Cirenaica líbica y romana. Llegábamos hasta ellas, orábamos en sus mezquitas, hablábamos con sus gentes, y dejábamos que el tiempo transcurriera plácido y fecundo. Pasados unos días, o unas semanas, o unos meses, cuando sentíamos de nuevo la llamada del camino, partíamos sin otro equipaje que el deseo de nuevos horizontes y con el sortilegio de la ruta.

—Jawdar, seguimos. El Cairo nos espera.

Me fui recuperando de mis delirios y desvíos. El tiempo se alió con la prudencia para alejarme de los excesos. Que las delicias del pecado siempre estuvieron más cercanas en el Al Ándalus feliz que en la África berberisca y severa. Apenas probé el vino durante tan largo periodo, y el anacardo no era más que un amargo recuerdo. Viví con lo escaso del asceta. Recé con la esperanza del peregrino.

Ya era un hombre nuevo cuando Egipto nos recibió por Alejandría, la gran ciudad creada por Alejandro Magno. Apenas nos detuvimos en ella. Su biblioteca, la mayor que los siglos vieran, había ardido bajo las llamas de las contiendas de los romanos y el fanatismo de los cristianos. Los sabios musulmanes aún lloraban su pérdida. ¡Cuánto saberes antiguos volaron como ceniza! El destino de los libros y de los poetas parecía maldito desde siempre. El fuego, la destrucción, el exilio. ¿Quién es, en verdad, el loco y quién el cuerdo? ¿El que consume madrugadas rimando versos que emocionan? ¿El que reza para condenar después, y sin compasión, los credos de los demás? ¿El que destruye lo que teme? La mayor de las bibliotecas de Al Ándalus, la del califa cordobés Al Hakem II, fue quemada por el general Almanzor en su deseo de ganarse a los alfaquíes más severos. Que el exceso de fe crea más locos que el anacardo y más incendios que el rayo. En mi camino me encontré a muchos de ellos. Se adivinaban iluminados por el brillo de sus ojos. Predicaban una yihad que no era la del Libro Santo. También, confundidos entre esos religiosos furiosos, encontré creyentes humildes, de buen corazón y esperanza sabia. Rehusé la compañía de los primeros, me arrimé a las cofradías de los mansos de corazón.

Supe que Egipto entero era un solemne templo que me abría la puerta más luminosa, Alejandría. Su faro ya no iluminaba, y la gran biblioteca sólo era memoria, pero su grandeza mediterránea me hizo saber que entraba en la tierra de los inmortales. Entre ellos, Abi al Abbas al-Mursi, el Murciano, exiliado desde Al Ándalus un siglo antes, cuando los castellanos tomaron su ciudad. Al-Mursi fue un místico fundamental. Asentado en Alejandría, donde vivió treinta y seis años, predicó sus leyes de amor y contemplación. Su ejemplo de santidad y sabiduría creó escuela, y desde lejos acudían gentes para escuchar sus enseñanzas. Vivió en la pobreza más extrema, desprendido de cualquier atadura material. Cuando nada tenía para comer, bajaba a la playa para buscar caracolas y moluscos que sorber. Fue requerido por los poderosos, pero jamás se reunió con ellos. No consintió que nada perturbara su camino de asceta. Al-Mursi, un santo del exilio andalusí. Es Saheli, un loco al que echaron de su hogar. Nuestros destinos confluían en Alejandría.

Cuando nuestro barco entró en la bahía, descubrí la silueta de la mezquita levantada en su honor. La tumba, maqam, era objeto de una creciente peregrinación.

—Al-Mursi es el santo de Alejandría —nos comentó el capitán del navío.

La santidad del murciano bendecía el antiguo puerto de los Ptolomeos. Acudí a su mezquita nada más desembarcar. Allí recé mi salat, inmerso en sus aires de santidad. Una corriente de bondad manaba desde su maqam. Desde mi sosiego, observaba lejanos los negros nimbos de la tormenta del rencor. Un caminante no puede avanzar bajo los rayos y los truenos de su ira. Debe perdonar, debe olvidar los rencores. Sólo el que perdona puede ser justo. Justo con los demás, justo consigo mismo. Supe que tenía que absolver incluso a los que tanto daño me habían hecho. Todo en la mezquita de al-Mursi me hablaba de compasión. Debía arrojar de mi zurrón de caminante el lastre del resentimiento. Sólo con el bastón del amor podría encontrar mi destino.

Salí aturdido de la mezquita. ¿Cómo podría perdonar? Deambulé reflexivo hasta el extremo occidental de la ciudad. Una montaña de escombros destacaba sobre una pequeña elevación del terreno.

—Son las ruinas del gran faro de Alejandría. Fue construido por los Ptolomeos. Lo llamaron la Casa de la Luz.

Le di unas monedas al mendigo que iluminaba el oscuro de mi desconocimiento. Para mi sorpresa, no las aceptó.

—Mejor luego. Primero, el faro de Alejandría.

Triste final el del coloso. La ruina parece ser el destino cierto de las obras de los hombres. Las palabras del mendigo ahuyentaron mis tristes cavilaciones.

—Superó en altura a la más alta de las pirámides. Tuvo tres cuerpos. El primero cuadrado, el segundo octogonal, y el tercero circular. Su lámpara se encontraba entre ocho columnas, y su luz guiaba a buen puerto a los navegantes.

Los sillares derruidos hablaban de desolación. Nada quedaba de la antigua grandeza.

—Varios terremotos vencieron su gallardía. El último, el año pasado. La ira de la tierra demolió con su temblor los muros que aún retaban a los tiempos. Alejandría perdió el último de sus vestigios. El destino nos condena a la desolación. Como antes ocurriera con nuestras bibliotecas, también la Casa de la Luz se apagó para siempre. Nos queda al-Mursi para alumbrar las almas de los creyentes.

—Sólo Alá es grande —le respondí—. El faro se apagó, porque fue cosa de los hombres. La luz de al-Mursi nos seguirá guiando, porque es esencia de santidad. Que un alma buena brilla más que la candela en la noche.

—Sí. Veo que entiendes. Sígueme.

No entendía, en verdad. Sólo me dejaba llevar. Sorteando los grandes bloques de piedra, llegamos hasta el mismo borde del mar. Las olas golpeaban los restos de un muro.

—Son las únicas piedras que aún se sostienen. Pronto serán batidas por el mar, o saqueadas por los alarifes y constructores. Mira allí. ¿Qué ves?

Seguí la dirección que marcaba su dedo. Las olas rompían sobre los sillares. Su diálogo de espuma humedecía el aire y saturaba de salobre nuestros ojos y labios. No logré advertir nada más.

—¿Qué debo ver?

—Una señal a tu inteligencia.

Volví a mirar con mayor atención el muro que aún se erguía, orgulloso. En las paredes, húmedas, se adhería algún molusco. Recordé las costumbres del asceta al-Mursi.

—Veo un muro. Nada más.

—Intenta ver más allá.

Al rato, observé algo extraño. Una varilla metálica, herrumbrosa y doblada, sobresalía de la pared, dando centro a un semicírculo grabado sobre los sillares. El tiempo había diluido sus perfiles, pero aún se podía advertir su testimonio.

—Eso —lo señalé—. Parece un reloj de sol. Es raro.

—Exacto. Es un reloj de sol. ¿Por qué te extraña? ¿Acaso no es idéntico a los muchos que se ven en los muros de los edificios antiguos?

Sí, lo era. ¿Por qué, entonces, lo veía extraño?

—Abre tus ojos. No consideres obvio lo que no es.

Aquel hombre, más que mendigo parecía sabio. ¿Qué me quería decir? Volví a mirar el reloj, bañado por las aguas que se escurrían. Su varilla apuntaba al azul del mar. Y, entonces, entendí.

—Ya lo sé. Se trata de un juego o de un error. Es un reloj de sol orientado al norte. Está condenado a la sombra permanente.

El mendigo se irguió. Emanaba un discreto señorío, adornado por una cálida sonrisa de sal.

—Exacto. Es un reloj absurdo, condenado de por vida a mirar al vacío del mar.

—Absurdo como un reloj de sol a la sombra. ¿Quién lo hizo?

—El más sabio de entre nosotros.

—¿El más sabio? Más bien diría el más necio. Ese reloj jamás servirá para nada. Quien lo hiciera perdió su tiempo y su reputación.

—¿Estás seguro de que no sirve para nada? Abre los ojos de tu alma y medita. Yo te esperaré a la salida.

—Dime antes, ¿quién lo hizo?

—Al Mursi, con sus propias manos. Dedicó mucho tiempo hasta quedar satisfecho con su obra.

Me quedé solo, con la mirada perdida en el mar indiferente. ¿Para qué podía servir un artilugio de sol en la sombra? Cerré los ojos y la pregunta afloró desde mis adentros. ¿Para qué servía un poeta granadino en el destierro? Las olas arrullaron mi ánimo, y los malos presentimientos me abandonaron. Dejé pasar el tiempo plácido, en meditación esclarecida. Cuando el sol ya bajaba hacia su morada de poniente, me incorporé para regresar. Antes de abandonar las ruinas del faro, volví a mirar hacia el reloj que nunca indicó la hora del día.

—Gracias, al-Mursi —me sinceré agachando mi cabeza.

El mendigo me aguardaba retumbado, ajeno a las prisas del siglo. Al verme llegar, se incorporó para preguntarme.

—¿Comprendiste?

—Comprendí —le respondí con orgullo.

Se incorporó para abrazarme. Su pecho irradiaba un sereno calor.

—¿Y cuál fue la lección?

—Que debemos orientar nuestra vida hacia el calor de la verdad. Nuestro cuerpo puede ser un mecanismo perfecto, como el del reloj de arena, pero si no recibe la luz del sol, de nada sirve, salvo de pasto para la melancolía y abrevadero para la desolación.

—Eso mismo quiso decir al-Mursi. Llegaban muchas almas descarriadas y él las traía aquí a meditar. Comprendían. Tenían la verdad dentro. Sólo tenían que orientarse hacia la luz para que cuerpo y mente reflejaran su gloria entera. Y, entonces y sólo entonces, él les hablaba de Alá, el sol que todo lo alumbra.

Aún conversamos por buen tiempo. Orienté mi mente abierta hacia su sabiduría. La luz de su verdad se reflejaba en cada poro de mi ser. Y supe de la primera lección del que inicia su camino. Cualquiera alberga belleza y sabiduría en su interior, pero no es suficiente. Puede que nunca la descubra. Debe saber orientarse adecuadamente para que emane y se refleje ante los ojos de los demás. Yo había dado la espalda al sol. Bastaba con girarme, sin modificar mi esencia, para entender y medir la órbita del astro. Donde habitaba el absurdo, reinaría entonces la armonía del sentido. Nunca un hombre puede cambiar su ser. Se trata de una transmutación imposible condenada al fracaso. No puedo cambiar mi yo, pero sí la dirección en la que miro, y la fuente en la que me reflejo. Atrás quedaron rencores y sombras. Giraría mi rostro hacia el sol de la verdad.

—¿Dónde se encuentra la verdad?

—En el amor —me respondió el mendigo—, en el amor.

La brisa del mar nos refrescaba. Miré a aquel menesteroso sabio que me hablaba de amor.

—¿Quién eres?

—Soy al-Siwa, imán principal de la gran mezquita de al-Mursi.

Y yo, que pensaba darle una limosna, me tumbé en el suelo para besarle los pies. Me lo impidió.

—No es sabio quien se deja adular. Yo, como al-Mursi, simplemente oriento los relojes hacia el sol. Soy yo quien te debo dar las gracias. La sabiduría se ha reflejado en tu rostro, aprendí de ti. Sólo el modesto comprenderá.

Y, entonces, sin que pudiera reaccionar ante la sorpresa, se postró para limpiarme las sandalias. Después se marchó. Durante toda aquella noche medité sus palabras, en gozosa excitación del alma. La verdad se encuentra en el amor, me dijo. Y me sentí mejor.