Los principales puertos nazaríes eran Almuñécar, Gibraltar, Algeciras, Almería y Málaga. Mantenían un vivo comercio con el norte de África, con Mallorca y Génova. Los puertos magrebíes de Yebha, Targa, Tetuán, Arcila y Larache eran hermanos de los nuestros. La flota trasegaba de unos a otros en incesante cabotaje. En nuestra travesía hacia Almería nos cruzamos con un sinfín de barcos mercantes y de pesca. El reino bullía de prosperidad, y yo lo abandonaba olvidado y pobre. Sólo guardaba un tesoro entre los pliegues de mi ropa. La carta de recomendación que Ibn al-Yayyab me había redactado para el comerciante amigo de El Cairo. Dicen que lo más importante para el buen caminante es saber adonde quiere llegar. Y que lo más difícil es el primer paso. Yo lo había dado. Mi meta era El Cairo, y surcaba los mares en su busca.
Arribamos a Almería. Anochecía. Los marineros bajaron a disfrutar de las delicias del puerto. Yo me quedé en la embarcación, alejado de la llamada de lo prohibido. Llevábamos casi dos días de navegación, y el maltés todavía no se había dirigido a nosotros. Era un hombre taciturno y extraño, que no tenía otra conversación que las órdenes de navegación y las voces del trato comercial. Navegaba y mercadeaba, mercadeaba y navegaba. Su vida transcurría en el laberinto de la embarcación. Jamás se alejaba de ella. La tripulación cantaba su misterio. No tenía familia ni domicilio. Ni dios, ni rey. Nunca dormía fuera del barco. No le gustaba la tierra, era hombre de mar.
—¿Y mujeres? ¿No es enamorado?
—Ese sólo ama a los tiburones. Le gustan más las olas encabritadas que los pechos turgentes de una hembra.
La noche estaba templada, mi ánimo más entonado. Me tumbé sobre la cubierta, ocupado en contar estrellas y barruntar amaneceres. Las horas pasaron plácidas y mis recuerdos comenzaron a endulzar la hiel de mi rencor. Apenas había salido de Granada y ya comenzaba a añorarla.
—¿Melancolía?
Me volví. Allí estaba el maltés. ¿Cómo había podido llegar sin que me percatara?
—No. Miedo a la fiera que llevo en mis entrañas. Si la suelto, reto al mismísimo diablo.
—Ese no es un buen negocio. Todos los que retan al diablo terminan perdiendo. Sé lo que te ocurrió tu última noche de Almuñécar.
—Me emborraché y me robaron el dinero que tenía para ti.
—Ya.
—Trabajé duro, y, al final de la jornada, un enamorado buscó consuelo en mis escritos. Me suplicó que le escribiera una carta de amor que no podía pagar. ¿Quién le niega consuelo a un desamor? Su historia enganchó con la mía y ambos quisimos ahogar las penas en vino. El resto ya lo sabes.
—Sí.
Apenas quedaban luces en el puerto, y los marineros regresaban a la embarcación. Algunos daban tumbos, otros cantaban. Al día siguiente, temprano, zarparíamos hacia Melilla.
—¿Eres poeta?
—Eso dicen —le respondí al maltés.
—Yo también escribí poesía. De joven. Antes de que me exiliaran.
—¿Te exiliaron? ¿De dónde, por qué?
—No es bueno remover los sedimentos del pasado. Soy un exiliado que encontró su hogar en el mar y la soledad. Jamás volveré a tener un hogar en tierra firme. Por eso te compadecí y te dejé embarcar. También serás un viajante de por vida. Lo llevas escrito en el rostro.
No se quejó, no lloró por esos años dorados que los tristes siempre añoran. Aquel gavilán de mar sólo oteaba el horizonte del mañana. Para seguir navegando, para seguir mercadeando. Para seguir huyendo.
—¿Sabes, poeta? Es hermoso el camino.
Y se levantó para empezar a dar órdenes a los hombres.
—¡Borrachos! ¡Antes de dormir, asegurad las amarras!
Las estrellas me confirmaron que el maltés llevaba la razón. El camino también podía resultar hermoso. Y, entonces, por vez primera en muchos días, me dormí en paz.
Trabajo no me faltó, viaje tampoco. Empleé los dos días de singladura en escribir los contratos que el maltés redactaba. Me sorprendió su dominio tanto de las leyes comerciales como de las marítimas. Intenté charlar con él, pero no conseguí arrancarle ni una palabra distinta a la de los contratos que me redactaba. Volvía a ser el duro hombre de mar que ambicionaba tesoros y horizontes. Pagué mi deuda con él. Escribí y redacté hasta ponerle al día toda su documentación. Jawdar limpiaba la cubierta con aljofifa.
—Muy bien, Jawdar. Un gran visir podría almorzar sobre ella.
África se alzaba frente a nosotros. Dejamos a nuestra derecha la fortaleza de Melilla y su blanco caserío encaramado sobre el cortado. El puerto de Gasasa nos recibió acogedor y en mar plana. Nos tocaba despedirnos.
—Muchas gracias, capitán. Le debo la vida.
—Pagaste con tu trabajo. No me debes nada.
—Se equivoca. Me enseñó que lo hermoso es el camino, no la meta.
—No hay meta, sólo camino.
—Por eso.
Se giró para ordenar que reforzaran algún nudo, dejándome con la conversación iniciada.
—¡Poeta! —me gritó cuando ya desembarcaba—. ¡Sigue con la poesía antes de que te conviertas en camino y huida!
No dijo más. De un salto volvió a subirse en el barco y desapareció entre los sacos de cubierta. Regresaba a su reino errante. Jamás lo abandonaría. Su vida era huir. Por eso me pedía que me agarrara a la poesía. Él la abandonó, rompió los lazos que lo ataban a los demás. Navegaría y navegaría hasta que una tormenta lo hiciera zozobrar, o unos piratas lo atravesaran con el sable. Pero le daba igual. Seguiría huyendo después de muerto. Su espíritu surcaría los mares y otearía el rojo de los amaneceres. Nunca descubriría qué desamor le robó su poesía.
Yo también era un exiliado. Pero seguiría con mis poemas. No quería huir de la vida. Recorrería la senda apoyado sobre el cayado de mis versos. Quería disfrutar del camino, no convertirme en él.
Tenía todo el tiempo del mundo y un destino lejano, El Cairo, la ciudad victoriosa de los antiguos fatimíes. Y portaba un único pasaporte. La carta de presentación que me escribiera Ibn al-Yayyab.
«¿Sabes, poeta?», me dijo el capitán, «El camino es hermoso». Tenía el África entera para comprobarlo. Todo para mí ya era camino. Sólo camino por recorrer. Atrás, la nada; por delante, el todo. Pájaro de futuro que, aventado por el infortunio, se disponía a sobrevolar los espacios infinitos del África redentora.