Ni los dedos fríos y húmedos del alba, ni el primer bullicio de estibadores y cargadores, lograron arrancarme del sopor del borracho. Tuvo que ser Jawdar quien me despertara con la zarpa de su mano sobre mi hombro.
—A… Abu Isaq. ¿Qué… qué te ha pasado?
No sabía dónde me encontraba. Derribado sobre aquel rollo de maroma gruesa, aplastado por el cansancio y la resaca, sólo quería seguir durmiendo.
—A… Abu Isaq, ¿te en… encuentras bien?
Tardé en incorporarme. Reconocí el puerto de Almuñécar y recordé los excesos de la noche anterior. Todo me daba vueltas. El dolor golpeaba mis sienes con tanta fuerza como la de los pregoneros sobre los tambores de piel tensada. Vomité. Mis ropas quedaron impregnadas de inmundicia y bilis. De nuevo me arrastraba por el lodazal de la ignominia.
—Te… te llevo tiempo bus… buscando.
El sol ya estaba fuera. Los hombres iban y venían por muelles y barcos. Las mercancías de los comerciantes se embarcaban para su trueque. Logré enderezarme y entonces supe de nuestra urgencia. ¡Esa mañana teníamos que embarcar! Era nuestra última oportunidad para abandonar el reino. Jawdar volvió a recordármelo.
—Te… tenemos que llegar al bar… barco del maltés.
Asentí. El dolor de cabeza se redobló. Como cuando el mortero es golpeado por la maja. Di los primeros pasos, con la esperanza de recuperar el dominio de mi cuerpo desmadejado sin saber bien hacia dónde dirigirme.
—Es pa… para el otro lado.
Jawdar me cogió por el brazo para ayudarme a caminar.
—El ca… capitán nos pedirá el di… dinero.
¡El dinero! Busqué la bolsa entre mis ropas. ¿Dónde demonios estaba? No la encontré. La bolsa había desaparecido.
—Volvamos adonde dormí. Quizá se me haya caído —logré decir con mi lengua pastosa y pesada.
Mientras regresábamos sobre nuestros pasos, intenté recordar qué podía haber pasado con mi bolsa. Episodios sueltos se entremezclaban en mi mente. La euforia del vino, los poemas que escribí para Chaafar el enamorado, la generosidad con la que pagué algunas rondas, aquellos marineros de Motril que se unieron a la fiesta. La bolsa que sacaba y volvía a guardar ante la alegría de algunos y la mirada ávida de otros. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? No quería desesperarme. Esperaba encontrarla dentro del rollo de cuerda que utilicé como lecho.
No estaba. Por más que removimos la maroma, la bolsa no apareció. La había perdido.
—Me la han robado —me excusé desconsolado ante Jawdar.
—Pues sin di… dinero no em… embarcamos —me respondió con su lógica inocente.
Así era. Sin dinero no podríamos subir en el barco que nos alejaría para siempre de aquella tierra maldita, que robaba a los borrachos y expulsaba a sus poetas. Y no embarcar significaría entrar en las mazmorras de la fortaleza para no salir jamás ya con vida. ¿Quién podría haber sido el ladrón? ¿Chaafar? ¿Los marineros de Motril? ¿Cualquier otro? Qué más daba. Mi estupidez era la única responsable. No recuperaría mi dinero, no podría embarcar. La guardia me apresaría por incumplir mi orden de exilio. No sabía qué hacer.
—Jawdar, tendremos que echarnos al monte. Como los bandidos, como las fieras.
No tenía otra elección. Miré hacia las cordilleras que encerraban la vega de Motril por el norte. A primeras horas de la mañana su silueta azulaba mi única esperanza de salvación. A ellas huiría. Viviría como un prófugo, oculto en las entrañas de sus cavernas y simas.
—También puedo entregarme a la justicia. Quizá me comprenda.
Sabía que eso era precisamente lo último que debería hacer. Si entraba en una mazmorra jamás volvería a salir de ella. Y yo aún quería vivir, a pesar de la negra desesperanza que me castigaba. Lo que no sabía era cómo conseguirlo.
—Va… vamos al barco. A lo me… mejor el capitán nos em… embarca.
Me dejé arrastrar por Jawdar. No perdíamos nada por intentarlo.
—¡Soy un desastre, Jawdar! ¿Cómo pude emborracharme anoche? Mi irresponsabilidad puede costamos la vida.
—Va… vamos.
El capitán maltés animaba a los últimos cargadores. Sus marineros tensaban con diligencia cabos y aparejos.
—Menos mal que llegáis —nos gritó al vernos—. Estábamos a punto de zarpar.
Agaché la cabeza al llegar junto a él.
—¿Y el dinero? —me agarró por el hombro cuando me disponía a dar el primer paso sobre la pasarela.
—No podemos ahora darte todo.
—¿Cómo?
—Me robaron la cartera esta noche.
—Y ahora tú quieres robarme a mí. No me dejaré. Sin dinero, no subes.
—Por favor, te pagaré lo que te debo. Déjanos subir. Trabajaremos para ti.
Mientras volvía a negarnos el embarque, descubrí a la guardia que se acercaba.
—Por favor —le insistí—. Es un asunto de vida o muerte.
—¿Qué sois? ¿Fugitivos? No quiero líos con la justicia.
El capitán de la guardia había llegado hasta nosotros.
—¿Qué pasa, capitán? ¿Le da problemas?
—Por favor —volví a suplicarle—. Deje que embarquemos. No somos fugitivos. Yo tengo una pena de exilio. Jawdar me acompaña.
—Es cierto —alzó su amenazante voz el oficial—. Es un exiliado de Granada. El límite para salir del reino finaliza esta misma mañana. Por lo que veo, el condenado sigue causando problemas. Quiere colarse en tu navío sin pagar el pasaje. También utilizaré ese cargo contra él. Estoy deseando encerrarlo en nuestra mazmorra más profunda.
—Por fa… favor —Jawdar rompió a llorar—. Déjenos su… subir. Trabajaré co… como un esclavo.
—Capitán —volvió a gritar el oficial—. ¿Qué hace? ¿Los deja embarcar, o me lo llevo preso de una vez para siempre?
El maltés guardó silencio. Nuestras miradas se cruzaron. En silencio le imploré clemencia. Mi vida dependía de su decisión.
—Capitán, decídase ya. O lo embarca ahora, o lo prendo antes de que huya a los montes.
—Por fa… favor. Por fa… favor.
La mañana aún estaba fresca y el muelle hervía de actividad. Dicen que los puertos son ventanas a la libertad. Mentira, estaba a punto de ser encarcelado de nuevo. Para siempre. Aquel marino, curtido por mil batallas y mares, parecía inmune a mi angustia.
—Me van a matar si no subo.
Ya no tenía otro horizonte que su respuesta.
—Subid. Ya veremos cómo me pagáis. Tengo que cobrar lo que es mío.
Jawdar me abrazó de alegría. Lo aparté, a pesar del deseo parejo de gritar y saltar de alegría. Ni siquiera pude agradecer al maltés su extraña decisión. No era hombre de sensiblerías. Se giró para dar órdenes a sus marineros. El oficial de la guardia se quedó frustrado. La presa se le escapaba de entre sus mismas fauces. Quien lo había jaleado desde la Granada de las envidias no obtendría la alegría de mi cabeza. Estuve tentado de despedirme de aquel energúmeno con unos versos satíricos, pero, por primera vez en mucho tiempo, la cordura me cerró la boca cuando ya escupía el primer pareado. Sin mirarlo siquiera, subí al barco. Sólo respiré tranquilo cuando el marinero levantó la pasarela que nos unía a tierra.
—¡Zarpamos!
Con viento suave de poniente, las velas desplegadas y los augurios de buena travesía, abandonamos el puerto de Almuñécar con destino a Almería. Fondearíamos allí por una sola noche. Con los brazos apoyados sobre las barandillas de la cubierta, observaba las costas de la Andalucía cruel. Cruel y hermosa, como las amantes despechadas. El blanco de Almuñécar se desdibujó entre las brumas de la distancia. La inmensa mole de la sierra se tornó gris y desvaída. Adiós, Granada. Hola, vientos del mar. Al girarme me lo encontré de bruces. El capitán maltés se había colocado un puñal en la cintura.
—Has tenido suerte. Odio a la justicia. Más, incluso, que a una bolsa vacía.
—Muchas gracias, capitán. Le pagaré, no se preocupe.
Ni siquiera me respondió. Se giró para amenazar a un marinero de popa. Sus gritos severos ocultaban sus entrañas compasivas. Un gran corazón latía bajo el atuendo de corsario.