Con mi nuevo oficio de escribiente callejero en el puerto de Almuñécar, comenzaron a entrar en mi bolsa los primeros dinares. Ningún marinero pudo sospechar que aquel hombre que les redactaba desde simples cartas de amor a contratos de embarque, había sido notario principal de Granada y secretario de la chancillería de la Alhambra. Tampoco nadie que viera al bueno de Jawdar cargar buques con la fuerza de un toro se creería que era el hijo secreto del muttawiq de la Alcaicería. Pero no protestábamos, así lo quiso el destino. Nos limitábamos a trabajar con ahínco para reunir el dinero que precisaríamos para el exilio. El caudal resultaba necesario hasta para que se nos abrieran las puertas del destierro. Tanto esfuerzo para cumplir una condena. Pero ese era el camino que Alá había dispuesto para nosotros.
—Te quedan menos de cuatro días de plazo, Es Saheli.
El guardia se me dirigió malencarado. Le gustaba maltratarme delante de mi paupérrima clientela de marinos enamorados y comerciantes ansiosos.
—Si no embarcas, te prenderemos. Sé de más de uno de la corte que está deseando verte en prisión. El día que el verdugo corte tu cabeza estarán en primera fila con la esperanza de que tu sangre sucia y espesa salpique sus túnicas de seda.
No le contestaba. Agachaba la vista sobre el papel, y me esmeraba en la escritura. Mi fama de prófugo pronto se extendió por el puerto y fui aún más requerido por aquellos marinos con alma de piratas.
A pesar del deterioro físico y mental, todavía conservaba la excelente caligrafía que tanta fama me concediera. Mantenía el estilo preciso y transparente que suavizaba los rigores de las formalidades jurídicas. Los clientes aumentaron con rapidez a medida que mi prestigio se extendía por el reducido universo de los antros portuarios. Es de los nuestros, se repetían. Estuvo en la cárcel del sultán. Cada noche sumaba los dinares obtenidos. En cada recuento me encontraba más cerca de los pasajes del embarque hacia la África redentora.
—El barco llegará mañana, Es Saheli —de nuevo la visita de la guardia sobresaltó la rutina de mi puesto de escribiente—. Debes embarcar en él. No intentes jugar con nosotros.
En efecto, el barco arribó el día previsto. Fondeó con las velas latinas arriadas, y buen lino en las bodegas. Cargaría seda fina y libros para completar la mercancía que vendería en los puertos de la berbería.
El capitán era un maltés de piel oscura y mirada de tiburón.
—No tengo sitio para pasaje, lo siento.
—Por favor, es cuestión de vida o muerte —le supliqué—. Precisamos embarcar.
—Nuestro barco es pequeño, y debo dedicar todo su cabotaje al género que mercadeamos. De eso vivimos. Llevar más personas significa cargar menos bultos de mercancía, y, por tanto, menos beneficio. Ni la tripulación ni el armador estarán contentos conmigo si me dedico a hacer caridad con su dinero.
—¿Puedo hablar con el armador?
—El armador soy yo.
—Puedo pagarle bien.
—No creo que resulte suficiente. La seda nazarí se cotiza a precios de oro. Debo aprovechar toda mi capacidad.
—¿Cuánto me costaría?
—Cien dinares por persona.
No juntábamos ni la mitad. Precisaría al menos otros diez días de trabajo para reunir esa cantidad. Le ofrecí todo el capital que acumulaba.
—No llegamos. Le puedo pagar ochenta dinares por los dos.
—¿Bromeas? Por esa cifra no te embarcaría ni como remero. Lo siento, tendrás que viajar en un buque como esclavo, si pretendes que alguien te acepte por esa cuantía.
—Por favor…
—Tengo mucho trabajo, no tengo tiempo para perder. Te haré una última oferta. Ochenta dinares por persona. Dos, ciento sesenta. O lo tomas o lo dejas.
Se giró sin esperar mi respuesta para dar órdenes a sus marineros. Quedé abatido en el muelle, sin saber qué responder.
—Capitán…
—No me molestes, ya te dije mi última oferta.
—Le ofrezco más de lo que puedo. Los dos por ciento veinte. Acéptelo, por favor.
—Ciento cuarenta. Y ni un dirham menos.
—Acepto.
—Pago al contado.
—Le doy ahora cincuenta. El resto, una vez que estemos embarcados.
—Lo que me debes, antes de subir al barco. Sin dinero, no hay pasaje.
Me quedaban por pagar noventa dinares. Tenía todavía unos cuarenta, más los que pudiéramos conseguir en ese día de trabajo. Sólo Alá sabría cómo podríamos reunir lo que precisábamos.
—Es Saheli, ese barco es tu última oportunidad —el guardia me intimidó con su mirada agresiva—. El tiempo se acabó.
Trabajé durante todo el día, acelerando los trazos de caligrafía, y resumiendo los textos de mi gramática. Ni siquiera levanté la mirada del papel. Apenas hablé con los clientes. Cuando le entregaba su documento, cogía las monedas que me entregaban y las metía en la bolsa. Notaba que cada vez pesaba más, pero no sabía con exactitud su cuantía. Era ya de noche, y todavía continuaba escribiendo a la luz de mi lucerna de piquera.
—Aquí tiene su requerimiento —le dije al último cliente mientras le extendía la mano.
Cobré los honorarios estipulados, y solo ya en mi puesto, me dispuse a levantarme. Lo descubrí entonces, algo retirado, con la cabeza baja y las manos cruzadas.
—Señor… —me dijo casi en un susurro.
—¿Qué deseas? Acércate, que pueda oírte.
Se trataba de un hombre de mi edad. Las ropas desgastadas y raídas pregonaban su miseria. No podría sacarle ni un dinar.
—Tengo que escribir una carta…
—Lo puedo hacer —le respondí sin esperanzas—. A eso me dedico.
—No…, no tengo dinero.
—Lo siento. Yo tampoco lo poseo y me es ahora más necesario que nunca.
El hombre agachó la cabeza, con una triste resignación. Decidí darle una oportunidad. No podía tratarle como el maltés se había comportado ante mi desesperación.
—¿No tienes nada? Te lo puedo hacer muy barato.
No tengo ni una sola moneda. Todo lo perdí. Bueno, sólo me que da un poco de buen vino de la Alpujarra.
¿Vino de la Alpujarra? ¿Quién lo querría en aquellas circunstancias? Yo no quería vino, necesitaba dinero.
El agua oscura del puerto reflejaba en plata la luna del cielo. Los barcos se mecían con la ligera brisa que nos refrescaba. Se estaba bien allí, en aquellos momentos. Encendí de nuevo la lucerna, entinté mi cálamo, y extendí el blanco del papel sobre la tabla.
—De acuerdo. ¿Qué deseas que te escriba?
El hombre bajó de nuevo la mirada y entrelazó sus manos.
—Una carta a una mujer —respondió avergonzado.
Sonreí. Así que todavía era posible el amor.
—Dame una copa de tu vino. Tenemos que esmerarnos para conquistar el corazón de esa mujer. ¿Qué quieres que le digamos?
—Que la amo.
Apuré con placer el primer vaso que me sirvió. Aquel caldo condensaba muchas madrugadas del rocío alpujarreño y encerraba la esencia de los soles altos de la sierra de las nieves.
—Ponme otro, para inspirarme. Y cuéntame algo de ella, me hace falta para dar asiento a la escritura.
—Es… es la mujer más hermosa de todo el reino. Se llama Malisa.
—Bueno, ya tenemos algo. Malisa, la hermosa…
—Me dejó. Y yo me derrumbé.
Otro hombre hundido que se aferraba al vino para flotar sobre las tempestades del desamor. Sentí compasión por él. Ya éramos dos en la cofradía de sufrientes del puerto de Almuñécar.
—¿Cuándo te abandonó?
—Hace dos días, al amanecer, después de una noche de amor. Me dejó, sin más. Desde entonces vago sin rumbo. Creo que está con otro. Los mataré a los dos, si no regresa conmigo.
—No los mates. No merece la pena. Que la daga de la poesía hiende más el corazón. Vamos a ello.
El alba asomó la pintada palma de su mano
y señaló a la aurora cuando estallaba.
—Qué bonito. Así fue. La aurora estalló y vi su rostro iluminado. Después se marchó. Escribiente, ¿cómo te llamas?
—Me dicen Es Saheli. También mi amada me expulsó de su lecho.
—¿Cómo se llama tu amor ingrato?
—Granada.
Bebimos en silencio. A gusto. Bien.
Era una refrescante y suave brisa que,
al curar la languidez y avivar el ardor,
adornaba la mañana con el relato de los alcores.
—¿Granada? ¿Tu enamorada se llamaba como la ciudad?
—Mi enamorada era la ciudad.
—Cuéntamelo, Es Saheli.
Cuéntamelo también a mí, sí, sírvemelo
como vino que en rueda va escanciando.
—Es breve —sonreí—. La amaba, ella me amaba, pero terminó expulsándome de su lecho. Ahora la frecuentan otros muchos, a los que sonríe impúdica.
—¿Granada?
—Granada.
—El lecho de Malisa también era muy frecuentado. Quise retirarla del amor público para hacerla mi mujer…
—Enamorado… ¿cómo te llamas?
—Me dicen Chaafar.
No te mortificarías de ver a tu rival
en su lecho, si hubieras reiterado las visitas.
—Así es. Pero no podía soportarlo. No podía seguir recibiendo hombres.
—Dame otra copa. Tenemos mucho que olvidar.
Concluí su poema de amor al mismo tiempo que apurábamos el jugo de la vida. La garrafa estaba tan vacía como el cántaro de mi esperanza. Teníamos el alma inflada de gozo y la cabeza velada por el mucho vino. Chaafar me pidió que volviera a leerle el poema en voz alta. Aquella noche hice de confidente, de cómplice, de rapsoda de la desesperación y el desengaño.
—Estrellas del ciclo, bestias del mar, escuchad los versos tremendos y desgarrados que Chaafar dedica a la ingrata Malisa.
Mi lengua, torpe, galopaba lenta y perezosa. De alazán del céfiro que fue, parecía mula de Baza entrabada. Pero para mi amigo, aquellos fueron los versos más hermosos. Cuando concluí, se abrazó a mí con los ojos llorosos.
—Muchas gracias, Es Saheli.
Comencé a recoger mis aparejos de escribiente.
—Sé de una taberna que aún está abierta —me dijo—. ¿Nos tomamos la última?
Sabía que no debía hacerlo. Mañana tenía que embarcar y precisaba de todo el dinero que había conseguido. Pero ¿quién dice que no a un enamorado cuando convalece de sus heridas de amor? Así que los dos, enfermo y médico, nos dirigimos con los brazos sobre los hombros hacia el antro de perdición. Cosas de poetas, cosas de locos.