Sin la ayuda de Jawdar, jamás habría alcanzado la costa mediterránea. Mi exilio habría acabado como un anónimo cadáver más, desmoronado en la cuneta del camino, o como pasto de carroña para las alimañas del monte. Buena parte del camino la hice apoyado sobre sus hombros, renqueante y extraviado. Mi salud se había resentido con los excesos del placer, y debilitado por los rigores del calabozo. El descanso no había sido suficiente. ¿Estaría enloqueciendo? Mi cabeza giraba y subía y bajaba sin que yo pudiera domar el potro desbocado de su desvarío. En algunos de los escasos momentos de lucidez que el camino me regaló, temí muy seriamente no volver a recuperar la cordura. Y no me importaba. En aquellos momentos era más fácil dejarse arrastrar hacia la dulce senda de la demencia que intentar luchar contra los monstruos de los cuerdos.
—Va… vamos, Abu Isaq, que ya queda me… menos —me animaba cada vez que me veía decaer—. Pro… pronto llegaremos a la co… costa, y po… podremos descansar.
Y, lenta, dolorosamente, avanzábamos hacia el mar.
—Es… espera aquí, que voy a bus… car algo de comida.
Y Jawdar se internaba en el monte, o en las huertas, y no tardaba en regresar con algún fruto que al punto devorábamos con fruición.
Al atardecer del segundo día de camino, dimos con un grupo de fieles que oraban postrados en dirección a La Meca. Nos acercamos a ellos mientras las quimeras volvían a reinar sobre mi mente. Por desgracia, pude escuchar lo que recitaban. Me encendí. Mi ira loca se desbocó. Sus plegarias me parecieron una bárbara herejía. No podía consentirlo.
—¡Impostor! —le grité al que llevaba la oración—. ¡Cómo te atreves a pronunciar el nombre de Alá y de su mensajero!
—A… Abu Isaq… cállate —y Jawdar me sujetaba de la ropa rogándome que siguiéramos nuestro camino.
—¡Cretino, miserable, perro sarnoso! ¡Detén tus sacrílegas palabras, que ofenden al buen Dios y a los hombres justos!
Los hombres, extrañados, interrumpieron sus rezos y se incorporaron. ¿Quién era aquel que venía a insultarlos?
Logré desembarazarme de los brazos de Jawdar y corrí hacia ellos con un palo en la mano.
—¡Apóstatas, miserables, mal nacidos, hijos de perra!
Los hombres se armaron con piedras y troncos, y un brillo metálico delató el puñal que alguna mano cobijaba. Se prestaban a defender su vida y su honor, aún sorprendidos de que fuera un solo hombre el que atacara a un grupo tan numeroso. Miraban de un lado a otro, esperando que los forajidos de las sierras aparecieran tras él.
—¡Nazarenos encubiertos, destiláis en vuestras palabras más veneno que los colmillos de la víbora!
Llegué hasta ellos en carrera desenfrenada, dispuesto a agredirlos para establecer la justicia y la verdad, cuando tropecé y caí al suelo rodando. Quedé boca arriba, con los brazos y las piernas abiertos, sin tener energía ni resuello para incorporarme. En un instante me vi rodeado de aquellos hombres dispuestos a lincharme.
—¡No… no le hagáis nada! —escuché vagamente los gritos de Jawdar que se acercaba corriendo.
Alguno de ellos me propinó una fuerte patada en el costado. Creí que mis días terminaban ahí, y me dispuse para el martirio. Pero el castigo que recibí fue aún más duro que el de los golpes, que sólo rompen huesos y músculos. Su desprecio me partió el alma.
—¡Dejadlo! —dijo con voz autoritaria quien lideraba el grupo—. Lo conozco. Es el loco de Es Saheli. Estará borracho como de costumbre. ¡Vámonos!
Y allí me dejaron tendido, a solas con mi locura y mi querido Jawdar, mirando las estrellas que tintineaban caprichosas, disueltas entre mis lágrimas. Loco. Me conocían por «el loco». Era ya loco para los demás. Es Saheli, el loco. Jawdar me puso la mano sobre el hombro, y así pasamos los dos la noche entera, sin movernos.