L
as sabur, el Más Paciente

Una sombra escasa me protege mientras escribo estas líneas. Agoto mi última tinta. Quizá tarde semanas en volver a empuñar el cálamo. O quizá no vuelva a hacerlo nunca, y mis huesos calcinados sean las últimas palabras que escriba sobre el suelo. Sólo quedamos cuatro hombres, más Layla que aguanta al límite de sus fuerzas. El resto ha muerto de debilidad o de esa extraña locura que los impulsa a adentrarse a solas en el desierto. Agotados, se echan a morir. No se quejan. Se tumban, y dejan que la vida se les vaya sin protestar.

Hoy hemos sacrificado el último camello. Portaba las joyas más preciadas. Muntika las había ido escogiendo a medida que matábamos cada animal. El resto las enterraba bajo grandes montones de piedras.

—Así podremos regresar a por ellas. Seremos ricos cuando logremos recuperarlas.

Estaba enloqueciendo. Sus ojos brillaron de codicia asesina cuando le dije que tendríamos que beber la sangre del último camello.

—No. No podemos hacerlo. Lleva nuestro oro.

—Es la única posibilidad de sobrevivir.

—No lo permitiré.

Desenvainó su espada. Con gran esfuerzo, logramos reducirlo. Lo tuvimos que amarrar, mientras aplicábamos el cuchillo al cuello del animal. Hemos bebido de su sangre. Tenemos para dos o tres días más de vida. Después caeremos deshidratados sin remisión.

Observo a Muntika, mientras escribo. Parece ahora más tranquilo. Ha vuelto a enterrar el oro con apenas unas piedras por encima. No tiene energía para más. Llena sus bolsillos de monedas, y se coloca algunas joyas encima.

La tinta se me acaba. Layla está junto a mí, como siempre. Su visión me anima. Debemos seguir luchando. El sol nos aplasta, el calor nos mata. No siento la lengua, inflamada y seca desde días. Pronto enloqueceremos nosotros también.

Pero llevamos días avanzando hacia el sur. No debe quedarnos mucho para llegar al país de los negros. ¿Por qué no nos auxilias, buen Alá?