XLVII
al muqsit, el Justo

El delito de apostasía era grave. Suplantar al Profeta, aún peor. Tiempo tuve, en el calabozo, de arrepentirme de mis excesos de vino y anacardo. ¿Arrepentirme? Quizá no fuera esa la palabra más adecuada. Dejé pasar el tiempo sin que nada me importara. Evito rememorar la angustia de los días que duró mi cautiverio. El escándalo fue mayúsculo. La gravedad de mi sacrilegio llegó hasta palacio. Fui inmediatamente despedido de mis responsabilidades y honores, incluso antes de que el cadí juzgase y sentenciase. Ibn al-Jatib criticó en público mis excesos y condenó mis desvaríos. Ibn al-Yayyab guardó silencio. De eso me enteraría días después.

Aturdido, apenas resistía la realidad de mi nueva situación. Era como un apestado en la ciudad. Solo, aborrecido por amigos y enemigos, no encontraba abogado defensor. Yo mismo me había arrojado a un pozo que sabía oscuro y sin fondo. Nadie me podría sacar ya de allí.

Tan sólo recibí la visita de mi padre y de mi madre.

—Ya te decía yo, hijo mío, que no trasnocharas tanto, que nada bueno se esconde en la madrugada del bebedor.

Mi padre, más práctico, planeaba una estrategia de defensa para el proceso que se me instruía.

—Aduciremos locura. No pueden condenar a un loco.

—No estoy loco, padre.

—Lo estás, hijo. Cuerdo, jamás habrías profanado el nombre del Profeta.

Mis días de calabozo fueron una travesía de la nada. No llegaban noticias de fuera. Tampoco me interesaban. Mi propia vida había dejado de importarme. Me tumbaba, miraba al techo, y dejaba pasar el tiempo.

Mi fiel Jawdar fue el único que me removió los atisbos de vida que aún respiraban en mi interior.

—Pro… pronto saldrás de a… aquí.

—Sí, Jawdar. Pronto volveremos a estar juntos.

Fui citado ante el cadí. Para mi sorpresa, Yusuf era uno de sus ayudantes. No negué ninguno de los cargos que pesaban contra mí. Me limitaba a bajar la cabeza y callar. Sus acusaciones eran un rumor indiferente.

—¿De verdad te consideras un elegido, un Mahdi?

No contestaba, ¿de qué me serviría?

—¿Es cierto que corregiste la azora de la caverna para proclamarte profeta?

Mis ojos se dirigían hacia mis pies, y mi mente hacia un lugar lejano y transparente. No me importaban aquellos jueces severos con sus barbas y sus leyes.

—¿Por qué has atacado en público la dignidad de nuestra casa real?

El silencio por única respuesta. ¿A quién le importaba el sultán y sus pompas?

—¿Por qué decidiste finalizar con el suplicio de Abdalá?

Levanté la cabeza. No. Eso no lo podía consentir.

—Porque era mejor que todos vosotros, hipócritas.

—¡Guardias, al calabozo!

Tras varias sesiones, incomunicado de visitas, dieron por concluido el proceso. Sólo la eximente de la locura podría salvarme de la ejecución.

La sentencia tardó varios días en ser dictada. Sonó terrible a mis oídos.

—Destierro del reino por diez años. Tienes diez días para abandonarlo. Si no lo haces, serás ejecutado.

Diez días para abandonar una vida, diez días para iniciar un exilio hacia lo desconocido.

—Y has tenido suerte —me confió el oficial que me liberó—. Sin tus influencias, cualquier otro habría sido condenado a muerte.

Abandoné el calabozo con la mente en blanco. Insensibilizado al dolor y al ridículo. Sin rumbo, sentido ni meta. Pasaría primero a ver a mis padres, después prepararía algunas cosas y… ¿qué haría después, buen Alá? Nadie me preparó jamás para afrontar un destierro.

—Hay alguien esperándote. Quiere verte antes de que abandones el calabozo.

El destino me tenía reservada una sorpresa. Ibn al-Yayyab me aguardaba.

—He venido a despedirme, Es Saheli. Hemos luchado para salvar tu vida. Algunos ulemas reclamaban para ti la pena más severa. El destierro es una bendición, dadas las circunstancias.

—Te agradezco tu esfuerzo. Quizá deberías haber dejado que me mataran. Me lo merecía.

—No. Tú no eres malo, han sido los excesos los que te arrastraron. Podrás empezar una nueva vida lejos de aquí.

—¿Existe vida fuera de aquí?

—La encontrarás.

Me entregaron ropa limpia. Me aseé la cara y los brazos con un balde de agua. Ibn al-Yayyab seguía junto a mí.

—Yusuf fue el peor. Te odia. Deseaba tu condena a muerte.

—Él está todavía más loco que yo.

—Lo sé. Es un fanático. Destrozará nuestras buenas costumbres.

—¿Qué he hecho? ¿Por qué he tenido que acabar así?

—No debes quejarte. Así es el destino. Inicias un nuevo camino.

Me hicieron firmar un documento que ni siquiera leí.

—¿Sabes quién luchó también por ti?

—No. ¿Quién?

—El general Hakim. Tiene una gran influencia en la corte, y por lo visto tanto él como su mujer te están muy agradecidos por tu gestión en su herencia.

No reaccioné. No supe hacerlo. Hakim fue uno de mis valedores. ¿Le habría animado Layla? No había podido asistir a la última cita. Jamás volvería a abrazarla.

—Refrena tu natural, Es Saheli. Eres inteligente, brillante, podrás rehacer tu vida en cualquier otro lugar. Pero aléjate del vino y de la poesía. Tan sólo te traerán problemas.

—Gracias.

—¿Adónde piensas ir?

—No lo sé.

—Te recomiendo que vayas a El Cairo. Es la ciudad de las ciudades y te será fácil encontrar un oficio. Toma —y me extendió un papel—. Es una recomendación para un rico mercader llamado al-Kuwayk. Te atenderá bien, es buen amigo de mi familia.

—Adiós.

Me abrazó. Al sentir sus brazos cálidos comprendí que todo se acababa.

—Lo siento —le respondí—. No supe estar en las alturas. El sol me cegó y caí al abismo.

—Saldrás, Es Saheli, conseguirás salir de esta.