Escribo por no caer en la desesperación. Alá nos ha abandonado. Estamos perdidos, sedientos, derrotados. Nada somos en medio de un desierto inmenso e indiferente. Desde que partimos de Siyilmassa, todo parece salimos mal. Primero fue la enfermedad y muerte de nuestro guía. Después el extravío que nos condujo a las tierras de Gazel. Ignoro si lograremos sobrevivir a la catástrofe en la que se ha transformado esta caravana que tan feliz se nos prometía. Abandoné mi sueño de regresar a Granada para correr a auxiliar al amigo que siempre me fue fiel. Hoy me arrepiento. El desertor de sus sueños merece el castigo del extravío. Quería ayudar a Jawdar. ¿Quién nos ayudará a nosotros, ahora que podemos morir?
Dos días después de haber partido del campamento de Gazel, fuimos emboscados. Los bandidos hassaniyas nos hostigaron durante todo el día, atacando nuestra retaguardia y causando algunas bajas. ¡Qué poco vale la palabra de un escorpión! Recuerdo los grandilocuentes parabienes de Gazel y escupo en su nombre y sobre la honra de su estirpe. Nos traicionó. Aunque no eran sus hombres los que nos atacaban, a buen seguro que serían los de alguna tribu aliada. Habrán convenido la partición del botín. De alguna forma, adivinaron las riquezas que portábamos.
Al tercer día de hostigarnos, lograron dividir la caravana. Los que íbamos en cabeza conseguimos ponernos a resguardo en un alto farallón de rocas. Afortunadamente, Layla está conmigo. También los camellos con las riquezas. Perdimos el contacto con los que iban atrás. No hemos vuelto a saber de ellos. Probablemente, han sido asesinados. Sus cuerpos serán pasto para las hienas y los buitres que limpian de carroña estas soledades. No tengo lágrimas para llorar su ausencia. La sed aprieta y el calor abrasa. Todos mis jugos se evaporan. Diezmados, hemos logrado atravesar estos cerros pelados. Los bandidos no nos han perseguido. Quizás hemos penetrado en los territorios de otra tribu o quizá se hayan desencantado por el escaso botín de los camellos apresados. Nosotros llevábamos los tesoros, los de detrás los víveres, el agua y los pertrechos de acampada. Parece que han decidido dejarnos morir en la madre de todos los desiertos.
—Aún conservamos nuestros tesoros —intenta consolarme uno de mis lugartenientes.
—Las joyas de nada nos servirán —replico.
Tengo a Layla en mi regazo. Sus ojos jóvenes se van acostumbrando a la barbarie.
—No nos pasará nada, ¿verdad, Es Saheli?
—No te preocupes, chiquilla. Pronto estaremos a salvo.
No sé cómo podremos hacerlo. Paradojas de la vida. Ahora entregaríamos todos nuestros tesoros por un simple odre de agua fresca. ¿Qué es el valor, cuál el precio de las cosas? Pero no podemos quejarnos. Si el oro hubiera caído en manos de los bandidos, hubieran pensado que aún llevábamos más. Nos habrían perseguido hasta las puertas mismas de los infiernos para robárnoslo.
Llevamos dos días de caminar desconcertado a través de unas llanuras atroces. Ni siquiera el viento sopla para aliviarnos de los rigores del clima. Mañana se agotarán nuestras últimas reservas de agua. No tenemos guía ni intérprete. Sólo sabemos que el país de los negros queda al sur. Lejos, muy lejos. Que Alá se apiade de nosotros.