Denuncié a Sayyid. Lo acusé de haber montado una campaña de desprestigio contra Osmán con pruebas adulteradas y falsos juramentos. Mi querella se unió a la demanda de Yusuf por sodomía. Muy mal pintaba el futuro para aquel bastardo traidor. Pero el destino quiso que Abdalá lo acompañara en su desgracia. Ambos serían lapidados si la justicia se aplicaba con rigor. El asunto se supo en toda la corte. Se volvieron a oír muchas voces que afirmaban haber creído desde siempre en la inocencia de Osmán. ¿Por qué callaron, cobardes, hasta entonces? El cadí aceptó mi querella y aplazó la ejecución de Osmán hasta valorar las nuevas circunstancias.
—Padre, se demostrará su inocencia, y recuperará la libertad.
Hice grandes esfuerzos por animar a mi progenitor, cuando en verdad era yo el que caía en el pozo profundo del desconsuelo. Abdalá se había inmolado por mi causa. Sobre él también pesaba la acusación de sodomía probada y confesa. Lo lapidarían. Nadie podría salvarlo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué estaba a punto de sacrificar su vida? La respuesta sólo podía ser una. Por amor. Por el amor de una vida. Por un amor que sólo le causó daño y desprecio. Me dijo que me lo demostraría cuando nos despedimos. ¿Cómo adivinar entonces la trampa mortal que planeaba?
—Alá es grande —se sinceró Ibn al-Yayyab—. Osmán, al que todos daban por muerto, resucita. Enhorabuena, Es Saheli.
—Gracias.
Ibn al-Yayyab no se marchó de mi lado. Esperaba que le contara algo más. No lo haría.
—Quiero ver por última vez a Abdalá —le pedí—. Con tus influencias puedes conseguirme ese favor.
—Ahora que se alejan de ti los nubarrones de la sospecha, ¿por qué te empeñas en alimentar los rumores?
—Ha sido mi amigo. Quiero despedirme de él.
Ibn al-Yayyab tenía razón, como siempre. Apenas superaba el recelo que mi cercanía a Osmán había suscitado en la corte, cuando me cubría con el manto del oprobio de mi relación con invertidos. Sabía que corría un riesgo. Pero estaba dispuesto a afrontarlo. Quería saber el por qué. Y, sobre todo, quería agradecérselo. ¿Cómo no visitar al que todo lo había entregado por mí?
Los negocios procesales caminaron con rapidez. Sayyid confesó bajo tortura sus sucios manejos contra su anterior jefe, descubriendo, además, una red de conspiradores. Los alguaciles y verdugos iban a tener trabajo durante los próximos meses, sin duda. Nada irritaba más al sanguinario Ismail I que los traidores encubiertos. Demostraría su generosidad al liberar a Osmán, y redoblaría su autoridad al condenar a las ratas que carcomían el reino.
Fueron días de vértigo. Las noticias volaban. La libertad de Osmán estaba cada vez más próxima, y la condena de Sayyid era inminente. Siempre tuve a Abdalá presente. Suspiraba por abrazarlo, pero el permiso de visita se retrasaba. Volví a la chancillería. Todos me trataban con respeto y afecto, una vez recuperado el prestigio de mi familia. Traté, inútilmente, de recuperar mi ritmo de trabajo. No lo conseguí. La imagen de Abdalá aherrojado en las mazmorras me atormentaba.
La angustia liberó al genio de la bohemia. Me dejé arrastrar por los impulsos del vicio. Añoraba los brazos de Layla, pero no me atrevía a reclamarlos. Volví a las noches de vino y poesía. Y, para mi desgracia, también del anacardo. Sólo bajo sus efluvios lograba olvidar a mi amigo sacrificado.
La bebida me transformaba en engreído y retador. Mis versos, que antes acariciaban, se tornaron en sátiras afiladas que herían y dañaban.
—Debes tener cuidado —me advertían mis amigos—. Puedes meterte en problemas.
No les hice caso. De alguna forma, comenzaba a despreciarlos.
Aquella noche en la que regresaba borracho a mi casa, tropecé y caí al suelo. Por fortuna, nadie me vio. Tuve que agarrarme al naranjo para incorporarme. Azahar. Olía a azahar. ¿Cómo era posible que, a pesar de todo, la primavera se empeñara en alegrar aquellos reinos de desolación? Con manos torpes recolecté cinco flores del naranjo. Una por Abdalá. Otra por mi padre. La tercera por mi madre. La cuarta por la libertad de Osmán. La quinta… ¿y la quinta? ¿A quién se la dedicaría? Pasaron por mi mente las mujeres hermosas que había amado. Mariam, Layla… No. La quinta flor de azahar no se la dedicaría a ellas. No, al menos, en aquella noche de contricción.
—Afiya, toma. Son para ti.
La acababa de despertar. Su cabello alborotado le cubrió el rostro al incorporarse.
—Azahar, qué bien huele.
—Las cogí de un naranjo. Ya está aquí la primavera.
Mi mujer aspiraba una y otra vez el aroma blanco de sus manos.
—Es Saheli.
—¿Sí?
—Nunca me habías traído flores.
—¿Estás segura?
—Completamente segura.
—Regresaba y las olí. Me acordé de ti.
Puso un beso en mis labios. Me supo a entrega y amor. Me gustó. La abracé con ternura.
—Espera.
Depositó con cuidado las flores de azahar en la taka de la entrada. Se giró y dejó caer la fina camisa que la cubría. La encontré hermosa. La alcoba olía a Afiya y azahar. Me perdí en el calor de su cuerpo.
—Te amo.
Me sorprendí. Fueron mis labios los que había pronunciado el conjuro del amor. No hizo falta que mi mujer me lo recordara. No se lo había dicho desde las fechas de nuestra boda.
—Sabía que algún día regresarías a mí, querido. Bienvenido a tu hogar.
El reino prosperaba. El comercio, ajeno a las intrigas de palacio, enriquecía a los mercaderes y las arcas del sultán. Las ventas en los zocos y alhóndigas tributaban el diezmo y el tartil, impuestos controlados por los alamines. Los otros tributos sobre el comercio, las alcabalas y el almojarifazgo, saciaban la necesidad de recursos del Tesoro real. Fueron prósperos aquellos tiempos para el reino. La alegría permeaba palacios, domicilios y cuarteles, y regalaba buen humor y optimismo. La noche se hizo más pródiga, más frecuentada. Aliviados, los noctámbulos buceábamos en las madrugadas de los excesos.
Los cariños de Afiya me hicieron olvidar pasajeramente a Layla, pero sus brazos no fueron antídoto suficiente contra mis adicciones. Abusé del anacardo. Me sentía excelso, iluminado por los fulgores de su lucidez. Bajo su influjo veía hermoso y transparente lo que en verdad era opaco y gris. Me creía más inteligente, más culto, más sensible. Mi posición social avalaba mi éxito, mi familia ganaba en reputación y fama. Había recuperado el amor de mi mujer. Vivía mi mejor momento. La felicidad era posible. Sólo faltaba liberar a Abdalá, y bajo los efectos del anacardo pensaba que lo conseguiría.
Me subí sobre la mesa de la taberna y ordené silencio. Quería que mis versos sentenciaran las glorias de mi ser.
—¡Callad! ¡Tenéis la oportunidad de escuchar al mejor de los poetas!
Estaban casi tan borrachos como yo. Pero no pudieron sustraerse al influjo de mis versos rotundos.
La clarividencia me protege de la vulgaridad,
y del error me libra la benevolencia;
el don de la generosidad del hambre me preserva,
y a falta de joyas me engalana el aderezo de la superioridad.
—¡Venga ya, Es Saheli!
Ignoré sus palabras, zafias. Era la hora de los genios.
Mi gloria es hoy igual que la de ayer,
y no cambiaría si se modificara el destino;
ante él son parejos el tierno infante y el hombre maduro,
como el sol es el mismo en la aurora que en el crepúsculo.
—¡Bravo, bravo!
Me ensalzaron como si de verdad hubiera comprendido su significado. ¡Pobres lerdos! ¿Qué se habían creído? ¡Yo era águila cumbreña, y ellos jilgueros de río!
Pedí más vino, aquella noche de excesos jubilosos. Yo brillaba, alejado de la vulgaridad que me circundaba.
—¡Es Saheli!
Un viejo borracho, despreciado por todos, se atrevió a dirigirme la palabra, a mí, el ángel blanco de los poetas granadinos. Lo ignoré, ¿quién era él para acercarse a lo excelso?
—¡Es Saheli, atiéndeme! —insistió.
Lo ignore y me alejé. Me esperaba una jarra de buen vino blanco. Rellenaba mi copa cuando oí su arenga encendida. Me giré, y lo encontré, tambaleándose, sobre la mesa en la que yo acababa de ensalzar mi propia clarividencia.
—¡Es Saheli! ¡Pobre hombre! ¡Te crees superior, pero no eres más que basura! ¡Te consideras sólido como una roca, y eres, en verdad, más fútil que la hojarasca del otoño! La menor brisa te arrastrará a su antojo. ¡Te crees en lo alto, y ya has empezado a despeñarte!
—¡Calla, viejo borracho!
Una santa indignación me empujó hacia él. Lo bajaría de la mesa, le haría tragar a puñetazos las blasfemias proferidas. ¿Cómo osaba profanar el nombre del elegido?
Temerosos de mi furia, algunos brazos me sujetaron.
—¡Dejadme! ¡Quiero matar al viejo!
—¿No eres capaz de luchar con las palabras, poeta? ¿Precisas de los puños contra un anciano indefenso?
No podía soportar las mofas de aquel demente. Arremetí contra él, pero mi ímpetu quedó atrapado en la red de cuerpos que lo protegían. ¿Quién era aquel djinn absurdo que amargaba mis momentos de gloria?
—¡Es Saheli, no eres más que un bufón! ¡Engreído, poseso!
—¡Hacedle callar! ¡Ofende al mejor entre vosotros!
—¡Estás solo, Es Saheli! ¡Por engreído! ¡Nunca olvides las palabras del profeta! ¡No camines con soberbia, tú, que no eres capaz de hender la tierra, ni de alzarte a la altura de sus montañas!
—¡Yo soy grande! —repliqué encendido—. ¡Vuelo sobre las montañas y hiendo profundo la tierra con mis versos!
Cometí el único error no permitido ni en la noche más abusada.
—¡Te estás condenando, Es Saheli! ¡No puedes compararte con Nuestro Profeta!
Se acalló la algarabía. El viejo bajó de la mesa, y se marchó en silencio de la taberna. Yo quedé aturdido, derrotado por un desconocido de la providencia. Ni los brillos del anacardo ni las nieblas del alcohol me permitieron entender bien lo que allí había acontecido. Intenté sosegarme.
—¿Quién era? —pregunté.
—Fue amigo de Jawdar, tu maestro de la notaría. Al menos así nos lo contó.
—¿Por qué me odia? ¿Envidia?
No. Es un pobre hombre arruinado y abandonado de todos. Afirma que no lo ayudaste. Por eso te ataca.
—No lo conozco de nada. No es más que un desgraciado borracho. ¡Dadme más vino, que la noche es larga!
No lo fue. Al rato, abandonamos la taberna. La discusión había agriado nuestro ánimo. Salimos. Yo iba algo adelantado de los demás. Y, entre bromas soterradas, pude escuchar por vez primera entre sus murmullos mi sentencia condenatoria.
—Pobre Es Saheli. Está enloqueciendo.
—Sí, el pobre, ahora que todo parecía marcharle bien.