El aviso de la llegada del mensajero de Tombuctú hasta el palacio de Fez donde me reúno con mis hombres interrumpe mis palabras. Todos se inquietan ante la noticia. ¿Qué habrá pasado? Pido disculpas a los lugartenientes, y me dirijo hacia la divanía en la que me aguarda el recién llegado. Mis fieles compañeros de embajada murmuran entre sí, tan asombrados como yo por aquella inesperada aparición. Me giro para mirarlos, plantados en el centro del patio. No se figuran todavía que nuestras vidas se separarán.
De pie, con una túnica de blanco inmaculado que contrasta con su piel negra, me espera un joven mandinga. Lo conozco. Es hijo de una familia noble, los Kimkó, bien relacionada en el palacio del emperador.
—Bienvenido hasta Fez. ¿Qué ocurre?
—Hace seis semanas, Kanku Mussa me ordenó venir hasta Fez. Mi deber era llegar hasta ti, recibir fidedigna información sobre la marcha de tus negocios con el sultán de los meriníes. Estaba muy inquieto ante la eventualidad de un fracaso.
—Alá ha querido que el éxito sea nuestro destino. Hemos ayudado al sultán a derrotar a los zayyadíes, hemos obtenido un cuantioso botín, y la amistad y el compromiso de Abu l-Hasán.
—Lo sé. Todo Fez habla con admiración de las grandezas de la embajada del rey de los negros. Enhorabuena.
—Gracias. Nuestra caravana ya se dispone a iniciar el regreso. Podrás acompañarla.
Kimkó agradece mi ofrecimiento con una amplia sonrisa. Baja entonces la mirada, inquieto. Algo me oculta.
—¿Tienes algo más que decirme?
—Sí. Antes de salir, Jawdar me mandó llamar.
¿Jawdar? ¿Le pasaría algo?
—Estaba enfermo. Fiebres. Se sentía muy mal. Me rogó que te pidiera que regresaras pronto. Te necesita a su lado, no quiere morir sin ti.
—¿Es grave? ¿Estás seguro?
—El hechicero lo confirmó. Los espíritus de sus antepasados ya lo reclaman.
No. No podía ser. De nuevo la desgracia se abate sobre mí. Jawdar, enfermo de gravedad. Como ya le ocurriera en Egipto, cuando a punto estuvo de morir. Y me pedía que regresara pronto hasta Tombuctú. Me necesita, pero yo no puedo volver a su lado. Mi plan es viajar hasta Granada, mi sueño, mi última meta. Cierro los ojos y lo veo tendido en un camastro, sudando y delirando. Sus labios pronuncian mi nombre. Y experimento el dolor del padre ante el padecimiento del hijo. Lloro con impotencia, no puedo ayudarle. Juré ante su progenitor que lo cuidaría hasta el último de mis días. Nunca tuve que haberlo dejado en Tombuctú. Debía haber venido conmigo. Pero estaba tan feliz con su nueva esposa. ¿Cómo separarlo de sus brazos?
Kimkó observa con respeto mi turbación.
—Vamos —le digo mientras me dirijo de nuevo hacia el patio—. No tenemos tiempo que perder.
Vuelvo hasta mis hombres, que nos miran con curiosidad. Todos conocen a Kimkó. Sin duda se preguntan qué mensaje será el que me ha traído desde tan lejos. Nunca se podrán hacer idea de la importancia que sus palabras tuvieron en el devenir de mi camino.
—Señores, Kimkó nos trae el saludo del emperador. Desea que regresemos cuanto antes a Tombuctú. Adelantaremos nuestra salida. Partiremos pasado mañana, al amanecer.
—¿Qué es lo que nos querías decir antes?
Un segundo es una eternidad que cambia la dirección de tu camino.
—Pues eso, que partimos para Tombuctú.
Me retiro hasta una esquina del patio. Mis oficiales se abalanzan sobre Kimkó, para saludarlo y pedirle información sobre los suyos. Yo miro a la fuente y medito sobre lo inesperado del destino. Deseaba con todas mis fuerzas regresar a Granada, pero torno mis pasos hacia el corazón del África. Así lo ha querido el Que Guía nuestro camino. Sé que ya no volveré a salir de la ciudad del Níger, y que mis ojos no apreciarán de nuevo la Alhambra y sus grandezas. Pero sólo Alá es grande. No alcanzaré mi sueño, pero cumpliré mi promesa con Jawdar. Me reconforta mi decisión, estoy deseando abrazarlo de nuevo. Sabré sanarlo, y dejaré que nuestras tardes languidezcan plácidas sobre las arenas de las dunas cercanas. ¡Granada bella, qué lejos te siento ya!