XXXVII
al hakam, el Juez

Yusuf calló. Yo ardía por conocer los sucesos que lo atormentaban, pero decidí no apremiarlo. Paseamos en silencio. Atravesamos el barrio de Abul-Así. Llegamos hasta la alhóndiga de los Extranjeros, en la que genoveses y aragoneses pregonaban sus mercancías. Ante sus puertas, el imán habló por fin.

—Tengo que condenar a dos hombres a la peor de las muertes.

Alargué el cuello con espanto. Olvidé los gritos de los forasteros para intentar comprender el sentido de su frase.

—Es muy duro. Sé que es mi deber. Actúo según la sharía, pero quiero estar completamente seguro antes de tomar una decisión.

¿Tendría relación con la condena de Osmán? ¿Por qué, si no, había llegado hasta mí? Tenía que salir de dudas.

—¿Qué ha ocurrido, Yusuf?

—Verás, es difícil de explicar. Hace dos días, vino a verme un joven que alguna vez había aparecido por mi mezquita. Después de muchos circunloquios me dijo que tenía que contarme algo muy grave.

Tomó aire. Dejé que acumulara fuerzas para rememorar lo trágico. Un aragonés quiso atraer nuestra atención a su género de lana. No le hicimos caso alguno.

—Salgamos del mercado, preciso tranquilidad.

—Yusuf, ¿qué te contó aquel joven en la mezquita?

—Que dos hombres cometían el pecado nefando. Los había visto. Su conciencia no se quedaba tranquila si no lo denunciaba a una autoridad religiosa.

No supe bien por qué, pero algo en el inicio de aquella historia me alarmó. En Granada se cometían muchos actos nefandos, como gustaba decir el imán, pero jamás llegaban a oídos de los religiosos.

—Le dije que era una denuncia muy grave —continuó Yusuf—. La sharía impone pena de muerte a los sodomitas. Me respondió que ya lo sabía, pero que, como buen musulmán, había entendido que su deber era ponerlo en mi conocimiento. Ya te puedes figurar el dilema al que me arrojó. Detesto a los invertidos, pero jamás en esta ciudad los hemos lapidado. Si poníamos en marcha el procedimiento previsto en la sharía, el resultado podía resultar fatal. Pero si me abstenía, el joven criticaría mi moral laxa, y perdería ante él toda autoridad espiritual.

—Me pongo en tu lugar, no tuvo que ser fácil.

—No lo fue. Empujado por las circunstancias, le advertí que para poder formular el cargo de sodomía, serían precisos varios testigos del acto aberrante. La simple denuncia de un particular no tendría valor alguno en los tribunales religiosos. Esperaba que con esa precaución, el joven se olvidara de sus prejuicios. Pero no. Estaba bien preparado. «Ya lo sé —me respondió—. Conozco bien el Corán y la sharía. ¿Olvidas que asisto a recibir tu magisterio?». «¿Tienes testigos?» —le pregunté con miedo. «No, pero sé donde han quedado esta noche para pecar. Podemos ir cuatro hombres a comprobar lo que ocurre. Nos esconderemos y descubriremos a los sodomitas». No me dejó elección. Al atardecer, nos encaminamos cuatro hombres, un guardia, el joven, un amigo suyo y yo mismo, hacia una casa cercana a la alhóndiga de Zaida, en los alrededores de la madraza. El bullicio del cercano barrio del Zacatín ya había remitido. Marchaba con la cabeza baja, inquieto. Deseaba que nadie pudiera reconocerme. Los olores del queso, el aceite y la miel que se vendían durante el día impregnaban las calles silenciosas. Los tenderetes de los comerciantes ya estaban retirados, y el fundaqair ofrecía a los mercaderes esteras y mantas para que pudieran dormir en los portales o en algún habitáculo de los que tendría habilitados. Las pobres viudas que se encargaban de la limpieza y de la comida trabajaban con ahínco para que pronto todo estuviera preparado. Entramos en un callejón. Una vez que comprobamos que nadie nos seguía, nos adentramos en una casa de puerta discreta. Nos ocultamos en una especie de alacena grande, tapados tras unas grandes alfombras colgadas. Por entre sus ranuras podíamos observar la habitación sin ser vistos. Me sentí ridículo. ¿Qué hacía allí? La respuesta no tardó en llegar. El ruido de la portezuela de entrada delató a los que subían. Reían gozosos en la escalinata. Eran voces de hombre, una grave y otra atiplada. Por la demora y los sonidos que nos llegaban, supusimos que se hacían carantoñas y arrumacos.

Yusuf calló de nuevo. Narrar lo sucedido le resultaba humillante. Tampoco a mí me gustaba oírlo. Probablemente, alguien estaría metido en esos momentos en un grave problema. La sodomía comprobada significaba pena de muerte. Y aunque en Granada jamás se había aplicado, si un ulema emitía con justicia una condena, nadie podría impedirla.

—Continúa, por favor.

—También tú quedarás turbado cuando conozcas el desenlace de la historia. Procuraré no omitir ningún detalle fundamental. Aquellos dos hombres entraron a oscuras en la habitación. Los oíamos reír y abrazarse. «Pillastre —decía la voz grave—, qué mal me lo has hecho pasar. Sabía que terminarías volviendo a mí. No me vuelvas a abandonar nunca jamás, mi corazón no lo soportaría». «Ni tu corazón ni lo otro —le oímos reír al de la voz afeminada—. Que eres como un semental, siempre buscando a quien montar». «A nadie más que a ti, te lo juro». Figúrate nuestra sorpresa, escondidos tan cerca de ellos que hasta su respiración podíamos apreciar. Como la oscuridad en la habitación era total, nada podíamos ver. Pero los oíamos. Aquellos dos invertidos se besaban y acariciaban sin mesura alguna. Una santa indignación ardió en mi interior, al tiempo que una extraña excitación se apoderaba de todos nosotros. Jamás habíamos estado en una situación como aquella. «Vamos a encender una lucerna. No, mejor dos —decía insinuante la voz atiplada—. Deseo contemplar tus poderes enhiestos». El hombre maduro corrió a cumplir el deseo del efebo. Y, entonces, quedaron visibles ante nosotros aquellos dos pecadores.

—¿Quiénes eran? —le interrumpí atemorizado. Temía oír sus nombres.

—Espera. Antes debes saber qué ocurrió en aquella habitación del pecado. La trémula luz de los candiles los iluminó. Se tumbaron sobre el diván que teníamos justo enfrente. Se besaban con pasión, abrazados como amantes. Se desnudaron sin prisas, entre juegos. Se detenían en cada prenda, besaban la piel recién descubierta. Una vez en cueros, lamieron sus pechos. No podía creérmelo. Los hubiera ajusticiado allí mismo. Pero nuestro deber santo era continuar hasta el final. Para la condena era preciso que consumaran el acto amoroso. Siguieron por un buen rato con su jolgorio de requiebros, unos cariñosos y otros lascivos. Podría repetírtelos uno a uno, que a fuego quedaron herrados en mi mente espantada. Mi pudor me exigía finalizar aquel escándalo, pero no cedí a la tentación. La voz de la responsabilidad fue más fuerte que mi natural, y resistí, sin apenas respirar, en aquella alacena. Te omitiré, por escabrosos, algunos detalles. Jamás pude figurarme que los dedos y las lenguas de los hombres pudieran encontrar tantos resquicios por los que aventurarse. El joven se puso a cuatro patas, y el maduro lo cabalgó, entre jadeos y estertores. Antes del calambre del placer, se invirtió la posición, y el jinete pasó a mula. El joven vibró sobre sus espaldas. Los dos se vaciaron al unísono. El uno en las entrañas del otro, y este sobre las telas del diván. Te lo digo porque hube de comprobarlo a la hora de armar la denuncia. Quedaron los dos exhaustos, abrazados. Ya habíamos visto bastante. El horrible pecado de la sodomía mutua se había consumado ante la vista horrorizada de cuatro testigos. Al grito de «¡Sólo Alá es grande y vosotros sois malditos!», apartamos las alfombras y nos arrojamos sobre ellos. El hombre maduro quedó aterrado ante nuestra presencia. Sabía que acababa de perder por siempre su reputación y tal vez la misma vida. Me extrañó la reacción del efebo. No se espantó. Nos recibió pacífico y entregado, como si supiera que tarde o temprano apareceríamos para detenerlo.

—¿Quiénes eran? —volví a preguntarle con viva inquietud.

—Enseguida te lo digo. El guardia los maniató con firmeza, y ante mi sugerencia de cubrirlos, me respondió que, si tanto les gustaba desnudarse, desnudos debían marchar hasta la mazmorra. «No debemos tener compasión con los maricones. ¡Qué asco!». Así habló. Quería que todos supiéramos que reprobaba vivamente aquellas infames perversiones. Sospeché que podía haberse excitado ante el espectáculo y que redimía sus flaquezas, pero nada dije. Y así estamos. Tengo a los dos en el calabozo, y debo instruir la denuncia por sodomía. Los testigos ya han firmado los cargos, que he redactado con todo detalle. Es algo horroroso.

—¿Quiénes son? ¿Por qué has venido a contármelo?

—Porque son amigos y conocidos tuyos.

—¡No!

—Sí. Supongo que ya sospechas de quiénes se trata.

Bajé la cabeza. Comenzaba a comprender lo sucedido. El peor de los horrores.

—Los sodomitas probados son Sayyid, que fue secretario del visir Osmán, y pariente de tu mujer, y un joven llamado Abdalá. Al parecer es un viejo amigo tuyo.

Las palabras de Yusuf confirmaron mis peores temores. Comprendí entonces las palabras de Abdalá. Prometió que me ayudaría. Y, entregando su propia vida, había cumplido. Engañó a Sayyid para que cayera en manos de la justicia. Así quedaría desacreditado y sus denuncias contra Osmán serían puestas en duda. Un plan perfecto con un único inconveniente. Su sacrificio propio. Abdalá había ofrecido la cabeza de Sayyid sobre la suya como bandeja. Los dos estaban ahora en la mazmorra, los dos serían condenados sin remisión. Quise negarme a lo obvio.

—No, no, no puede ser.

Las palabras de Yusuf me rescataron de mi consternación.

—Tú no sabrías nada de esto, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Aún estoy aturdido por la noticia. ¿Cómo se te ocurre hacerme esa pregunta?

—Porque tu nombre ha salido de forma recurrente en los primeros interrogatorios. Sayyid te acusa de ser el instigador de la trampa. Afirma que tú eres el verdadero amante de Abdalá.

No daba crédito a lo que oía. Aquella acusación podía ser muy grave para mí. Tenía que rebatirla con toda contundencia.

—No tenía ni la menor idea de lo que se traían entre esos dos. Es cierto que Abdalá es mi amigo desde la infancia, pero jamás he sido su amante. No me gustan los hombres. Amo a las mujeres, que son un regalo del buen Alá.

—Eso mismo respondió Abdalá cuando le interrogamos. Que te conocía desde la infancia y que siempre fue conocida tu afición por las mujeres.

Respiré hondo. Abdalá lo había dado todo por mí. A lo peor, hasta su propia vida.

—Estás fuera de sospecha. Pero Abdalá dijo algo más. Que Sayyid, en secreto de alcoba, le había confesado que utilizó pruebas falsas para inculpar a Osmán.

—¡Lo sabía! ¡Osmán es inocente!

—Para demostrarlo tendrás que denunciar por falso testimonio a Sayyid. Y debes darte prisa con la querella, los hechos se precipitan. Cualquier alborada puede ser la última para el visir preso.