Abandoné la casa de Jawdar irritado con Abdalá. ¿Cómo afirmaba que podía ayudar a Osmán? Fue una frivolidad, por su parte. Yo estaba demasiado angustiado para soportar tonterías y sandeces. No le concedí ninguna posibilidad. Sólo Alá podía impedir que muriera decapitado. Quedaban pocos días. Fui en mi busca de mi padre, no podía retrasar más mi visita. Lo encontré hundido, enterado de la terrible condena.
—Es una pesadilla. Mi suegro en la cárcel, pendiente de su ejecución, y nosotros sin poder hacer nada por ayudarle.
Compartía el tormento de su impotencia. Debía animarlo. Le puse la mano sobre su hombro. Estaba decaído, encorvado.
—Padre, todavía queda una posibilidad. El sultán puede indultarlo, o conmutar la pena de muerte por una de destierro.
—Alá lo quiera, pero sus enemigos le tendieron una trampa honda, imposible de salvar. Es como la sima sin fondo del Gastor. Osmán cayó inocentemente en ella, y aún sigue despeñándose al negro vacío.
Intenté consolarlo, sabedor de la inutilidad de mi esfuerzo. Mi padre era demasiado inteligente como para que cuatro palabras de alivio le hicieran albergar esperanzas que sabíamos imposibles.
Azahara, su mujer, se acercó hasta nosotros. Sentí una honda compasión por ella. Había adelgazado hasta convertirse en la sombra de un espíritu. Su altivez se había trocado en dolor. Apenas hablaba, incapaz de asimilar todavía cómo la vida de una familia puede cambiar de la noche a la mañana. Lo que era gloria y riqueza, en desgracia se transforma. En la naturaleza, las metamorfosis tienden a lo hermoso. Del feo gusano aparece la mariposa de color. Pero en la tribu humana las mutaciones parecen ocurrir al revés. La mariposa de un luminoso futuro puede ser aplastada hasta convertirse en una larva despreciable. Azahara era incapaz de asumir la tragedia que se había cebado sobre su familia. No salía a la calle ni siquiera para visitar a las amigas y parientas más allegadas. Se protegía bajo la colcha de la soledad. Su orgullo no soportaba la compasión, y su raza se rebelaba contra el desprecio.
—Parece que se alegran —la oí decir—. Incluso aquellos a los que tanto ayudó ahora reniegan de él.
Aunque no lo decía por mí, no pude evitar sentirme aludido. ¿Era yo de los renegados? No. Mi único pecado ante sus ojos podía ser el mantener mi puesto en la chancillería del rey enemigo. Pero no debía abandonar mi posición. Mi propio padre me había advertido del interés en tener un miembro de la familia bien situado. Las cosas todavía podían empeorar y debíamos mantener asideros a los que agarrarnos.
Azahara apoyó la cabeza sobre los hombres de mi padre. No lloraba. Sus muchos llantos debían haber agotado el manantial de sus lágrimas.
—Salgo al jardín. Necesito pasear.
Me quedé a solas con mi padre. Miraba al vacío, como si nada le importara.
—Abu Isaq… —musitó sin levantar la cabeza.
—¿Qué, padre?
Se incorporó.
—¡No pueden matar a Osmán!
Agitaba con furia sus brazos, implorando a las Alturas.
—¡No! ¡No pueden hacerlo!
—Tranquilízate.
—¡Es como si me mataran a mí también!
No lograría consolarlo con palabras. Lo abracé con fuerza.
—No pueden hacerlo…
Por vez primera, lo vi llorar. Sus lágrimas mojaron mi hombro, su dolor traspasó mi corazón.
—Ánimo, padre, ánimo…
Entró Azahara. Traía un ramo de claveles. Al descubrirnos, hizo un gran esfuerzo para no acompañar las lágrimas de su marido.
—A mi padre le gustaba cultivar estos claveles rojos.
Miré las flores. Rojas, como la sangre inocente que se derramaría. Entonces, ocurrió lo peor. Alí, el sirviente, entró alborotado.
—¡Señor, señor! ¡Hay guardias en la puerta! ¡Gritan que si no abrimos la puerta la tiran al suelo!
—Pero… ¿qué…?
Azahara, incapaz de contener por más tiempo sus emociones, cayó al suelo entre gritos y aspavientos de histeria. El ramo de claveles rojos se deshizo sobre ella. Mi padre se abalanzó hacia la salida, para abrir la puerta a la autoridad. Debían evitar un escándalo aún mayor.
Los alguaciles entraron con sus espadas desenvainadas. Todo ocurrió como en la pesadilla más terrible. En unos instantes, estuvimos ante ellos. Mi padre abrazaba a Azahara, absurda con el ramillete de flores desbaratado en sus manos. El oficial sacó un pliego y leyó la orden de embargo, frío como el mármol de las fuentes.
—Queda requisada esta vivienda. La sentencia es firme, deben abandonar la casa de inmediato. Ahora. Sus muebles y bienes serán subastados. Sólo se les autoriza a llevar una muda de ropa y las monedas que les quepan en los bolsillos.
Azahara chilló su desesperación.
—¡No, no pueden echarnos de nuestra casa!
—Señora —el guardia no se inmutó—, tiene que salir ya. Si no, tendremos que arrastrarla.
Mi padre sacó fuerza de flaqueza para consolarla.
—Vamos, Azahara. Reunamos algún dinero. Cuando todo se arregle, volveremos a casa.
Yo seguía paralizado en una esquina. ¿Cómo podía ayudar? Sabía que no sería prudente hacer prevalecer mi posición en palacio. Pero no tenía alternativa. Tenía que jugarme el todo por el todo por mi padre.
—Soy Abu Isaq Es Saheli, secretario de la chancillería. ¿Quién firma la orden?
—Sabemos quién eres y te respetamos. Pero la sentencia viene dictada por el cadí mayor del reino y visada por el mismo sultán. Nada puedes hacer por evitarla.
Comprendí que así era. Si el mismo sultán había firmado ese feroz castigo, nadie podría ya evitar la inmediata ejecución.
Mi padre y Azahara fueron expulsados como perros de su propia casa. Mi padre, al salir del carmen, volvió la vista atrás. Quién sabe si en aquel instante rememoró toda la felicidad que allí había vivido. Con lágrimas en los ojos se despidió para siempre de aquella hermosa casa a la que jamás regresaría. Sus días de miel y rosas finalizaron con ignominia. Acababa de perder la partida de ajedrez que quiso jugar contra los maestros de la política. Nada le quedaba salvo la amargura del exilio y la pobreza.
Los vecinos murmuraban a nuestro paso. Lo más doloroso de la condena es la vergüenza pública, el desprestigio, la marginación. Adivinábamos las miradas de las mujeres a través de las celosías. En poco tiempo, toda Granada sabría de la desgracia de mi padre. Las murmuraciones y susurros harían aún más pesada la carga de su castigo. Por la avaricia del suegro lo ha perdido todo, dirían los unos. Ya decía yo que el sueldo como alamín no daba para un carmen tan grande, asegurarían los otros. Azahara y mi padre, humillados, arrastraban los pies. Con su cabeza baja parecían rastrear los mismísimos infiernos.
Un clavel cayó al suelo, Azahara apenas sostenía el ramo deshecho. Nadie lo recogió. ¿A quién podía interesarle?
Escuché martillazos. Los guardias clausuraban con clavos la entrada del carmen. Volví la mirada. Sobre el empedrado de la callejuela, tendido y solo, advertí el rojo del clavel. Un perro callejero, sarnoso y flaco como la muerte misma, llegó para husmearlo. No pude soportarlo. Giré la cabeza y alcancé a mi padre. Parecía llevar prisa en el camino que iniciaba hacia ninguna parte.