La bonanza de la economía permitió a Ismail I impulsar las obras y las fundaciones en todo el reino. Y eso significaba mucho más trabajo en palacio. Llevar al día la documentación me obligaba hasta el límite mismo de mis fuerzas, disminuidas por preocupaciones y excesos. Los asuntos pendientes se nos acumulaban, a pesar del aumento de la plantilla del cuerpo de escribientes y ayudantes. Mi ánimo decaía. Estaba desmotivado, mi ilusión por el cargo de secretario se había esfumado como la neblina de las mañanas frías. El sol ardiente del rencor escocía hasta en el último resquicio del alma. ¿Por qué trabajaba para un rey injusto? Había encarcelado a un hombre inocente, ¿cómo podía servirle? Rumiaba mi pesadumbre mientras firmaba —apenas sin leerlos— aquellos manuscritos carmesíes que después serían rubricados por el propio sultán.
—Llevas días sin dormir —se preocupaba Afiya—. ¿Qué te pasa?
—Van a condenar a Osmán.
—Duerme tranquilo —me besó—. Seguro que todo se arregla.
Nada se arreglaba. Y, por si fuese poco, nada sabía de Layla. Su ausencia acentuaba mi dolor. La extrañaba, la deseaba como desea el sediento el agua fresca. Si ella no venía pronto a mí, yo iría en su busca. No soportaría por mucho tiempo el tormento de su vacío.
Cesé de firmar. Debía reponer el tintero. En ese instante, Ibn al-Yayyab entró con cara denudada en mi escribanía.
—Osmán ha sido condenado a muerte.
Una espada al rojo vivo no habría provocado tanto dolor en mis entrañas. Incapaz de reaccionar, intenté articular alguna respuesta. Mi amigo se anticipó.
—Será ejecutado en una semana, al amanecer. La espada del verdugo separará su cabeza de su cuerpo mortal. La sentencia será pública a partir de hoy, para escarmiento de corruptos.
—¡Tenemos que evitarlo!
—Nada podemos hacer. Ten cuidado con tus actos, podrían comprometerte.
—Se trata de un crimen. No podemos dejar que se consume.
—Eres joven e impetuoso, y tus enemigos aguardan tu error.
—¿Debo acaso permanecer con los brazos cruzados?
—Debes actuar con astucia. Siento de veras la noticia.
Me levanté una vez que Ibn al-Yayyab hubo abandonado el despacho. Quise correr hasta la casa de mi padre, pero contuve mis impulsos. Mi amigo sabio tenía razón. El disimulo y la astucia deberían guiar mis actos. Despaché como pude algunos asuntos urgentes que apremiaban y después, con una excusa, bajé hasta Granada, sumido en una insoportable angustia. No debía ir de inmediato a casa de Azahara. No en aquellos momentos. Anduve sin rumbo, sin responder siquiera a los saludos que recibía de conocidos y familiares. Incapaz de recluirme en mi hogar, fui hasta la casa de Jawdar. Hacía días que no lo veía. Mi protegido no estaba, debía encontrarse en la notaría, en la que seguía trabajando como ayudante. Abdalá me recibió alborotado.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué vienes a estas horas?
—Osmán va a ser ejecutado.
—Maldito Sayyid. Siento, de veras, haberte metido en esto. Estoy seguro de que lo hace como venganza. En sus delirios de celos, piensa que tú y yo somos amantes y…
—No. Ya lo he pensado, pero no es razón suficiente. Me habría atacado a mí, no al suegro de mi padre. Mi posición en palacio sigue fuerte.
—¿Qué hará conmigo si me descubre?
—Tranquilo. Tiene ahora asuntos más urgentes de los que ocuparse. La pasión del poder es más fuerte que la de los celos. Temo que participa en una intriga palaciega. Sólo cuando consiga lo que se propone, irá contra nosotros.
—Nunca olvidaré la tarde en la que intentó asesinarme, ni sus ojos incendiados. No, no creo que me haya olvidado. Los amoríos entre hombres son persistentes y arrebatadores.
Abdalá no me serviría de apoyo. Pensaba que toda la historia giraba sobre los celos del invertido. Llevaba casi dos meses recluido en aquella casa, y estaba convencido de que Sayyid pensaba en él a cada instante del día. Se veía como protagonista de una historia de amor. No se había enterado de que el problema era más profundo.
—Nunca debí permitir a Sayyid las primeras confianzas. ¿Cómo pude dejarme seducir por una bestia criminal?
Debía irme. Nada pintaba ya allí.
—Abdalá, me marcho. Dale recuerdos a Jawdar.
Le di la mano. Ya no sentía nada por él. Era un amigo en apuros al que ayudaba. Muy lejos quedaba ya el efebo que me tentó.
—No me desprecies. Sólo yo puedo ayudar a Osmán.
—Jamás te he despreciado, Abdalá.
—Me miras con lástima. Piensas que no te puedo servir en nada.
—Es difícil que puedas hacerlo.
—Lo salvaré.
Me enterneció su insistencia. Lo encontré desvalido e inútil.
—Por favor, déjate de fantasías. Los jueces ya lo han condenado.
—Puedo conseguirlo.
—No seas iluso, por favor. ¿Cómo podrías hacerlo?
—Regresa en dos días. Quizá te lleves una sorpresa.