La calma ha regresado a nuestras filas, pasada la tempestad del saqueo de Tremecén. Nuestro sultán Abu l-Hasán ha ofrecido a sus fieles una gran recepción en el salón del palacio real de los zayyadíes. Su victoria ha sido total, y un nuevo reino le pertenece. Nadie recordaba ya la pesadilla de los saqueos que infligimos. La locura salvaje tan sólo afloró por unas horas. Una vez desfogada la fiera de la guerra, los soldados regresaron a su disciplina castrense. A nadie se castigó. El botín se repartió en función de lo estipulado. Un quinto fue para limosna e impuesto religioso. De la cuantía restante, dos tercios habían sido reservados para el Tesoro meriní, y el tercio libre fue repartido entre soldados y generales. El botín fue tan importante que permitió pagar las deudas de guerra y retribuir con generosidad a la tropa. Los soldados alborotaban felices con risas ostentosas y grandes aspavientos. A buen seguro, a corto plazo dilapidarían sus retribuciones, pero en aquellos momentos se sentían ricos y eran pródigos con sus tesoros. Aquellos que habían violado, sodomizado, descuartizado, robado, se mostraban de nuevo como fieles guerreros y amorosos padres de familia, deseosos de regresar a casa, para abrazar a sus mujeres y a sus hijos. Asusta conocer la capacidad de transmutación humana. El bestialismo entrevisto en las horas del saqueo fue como una gigantesca ola que surge del mar y que destroza todo a su paso, para volver después dulcemente al sino de sus plácidas mareas. Nadie que los observara en bajamar podría sospechar, jamás, la fiereza latente bajo sus aguas. Fue como una furia irracional, efímera y pasajera. Por lo visto, siempre se repite. Incluso se fomenta por los que mandan. Los generales aligeran la disciplina durante un tiempo breve para que los instintos salvajes de sus soldados, excitados por la tensión del combate, puedan desfogarse. Después, regresa la serenidad y el orden, y cualquier falta castrense es castigada con duras penas.
La gloria del guerrero concede mayor plenitud que la riqueza del botín. Nos sentimos poderosos, sin límite. Nuestro monarca ha incorporado un nuevo reino a sus dominios, y algunos generales desean seguir hacia al este, presionando sin cuartel al enemigo en desbandada hasta alcanzar Túnez, la capital de Ifriquiya. Seguramente lo harán. El buen estratega militar sabe aprovechar las energías del impulso. Gestionar la victoria es tan difícil como administrar la derrota. Avanzarán, pero yo ya no los acompañaré. Esa ya no será mi guerra. Mi mandato como embajador ha finalizado. He redoblado la amistad de los meriníes y he garantizado el control sobre las rutas caravaneras. Los zayyadíes no volverán a saquear nuestras caravanas, el camino está expedito para el comercio y la riqueza. Mi emperador, Kanku Mussa, se sentirá muy satisfecho con el resultado. Me lo figuro espléndido en el momento de recibir a su embajada exitosa. Yo no estaré allí cuando cubra de honores a mis compañeros. No regresaré a Tombuctú. He llegado muy alto en las cosas de los hombres. Me toca ahora cumplir mi sueño de volver a Granada. Si Dios quiere, abandonaré Tremecén y regresaré a Fez. Una vez allí, organizaré la caravana de regreso a Tombuctú. Pero esta vez partirá sin mí. Me costará explicárselo a mis hombres. Algo se me ocurrirá. Yo regresaré a mi ciudad para vivir los años que me quedan en las dulces orillas del Genil.
¡Qué solemnidad de fastos! Abu l-Hasán, sentado majestuoso en su trono, rodeado de sus generales y visires, ha recibido el compromiso de fidelidad de los jefes de las tribus vecinas, antiguas clientes de los zayyadíes. Tengo la suficiente experiencia en las cosas de la política y de la vida como para saber que esos juramentos eternos duran lo que tarda en evaporarse el rocío de la mañana. Pero así es la vida. Después, el rey ha felicitado uno a uno a sus generales, otorgándoles condecoraciones y reconocimientos. Jamás podré olvidar lo acontecido, pues nunca brillé como lo hice hoy.
—Embajador y poeta Es Saheli —el monarca pronunció mi nombre en voz alta para que toda la sala pudiera escuchar sus palabras—. La corona te está muy agradecida. Quiero recompensarte de forma muy especial por tu valentía y clarividencia. Mis oficiales ya han puesto tu nombre a una montaña de oro, que te será entregada sin dilación. También quiero hacer un rico presente a tu emperador, al que considero aliado y amigo. Nuestras caravanas podrán enriquecer nuestros reinos sin temor a la rapiña de las alimañas zayyadíes, aplastadas ya para siempre.
Continuó por un largo rato desgranando parabienes y alabanzas, que halagaron sobremanera a mi humana vanidad. Debía corresponderle de alguna manera. ¿Qué otra mejor que mis versos? Me crecí. Cuando hubo concluido, pedí su venia. Deseaba responderle con una sorpresa, una genialidad improvisada. Me concedió la palabra, una gracia muy poco habitual en las recepciones mayores.
—Señor, le he servido como un súbdito más. He sido testigo de sus proezas y hazañas. Es grande entre los grandes. Quisiera agradecerle su generosidad como un poeta puede hacerlo. No con discursos, al alcance de cualquier buen orador. No. Lo haré con versos que salen del corazón.
La sala entera guardó un expectante silencio. Todos esperaban la paloma blanca de mi poesía.
¡Tremecén!
¡Qué taberna! Tú le rasgaste el cortinaje
que la celaba del peligro de las miradas.
Cuando allá llegaste con tu cabello negro como el carbón,
la iluminaste con la palidez de tu rostro de claro de luna.
Y corriste el velo del semblante de una vieja matrona
que estaba oculta en las entrañas de los tiempos.
La épica de mis versos sobrevolaba los espacios fértiles de las emociones. Era como sembrar en terreno muelle y estercolado. La simiente siempre agarra. Y la flor del sentimiento se engalanaba en los ánimos y semblantes. Eran soldados, acababan de ganar una guerra y precisaban del poeta para trascender la gesta en la memoria de los hombres.
Declamé con furia mis versos finales, dirigiéndome solemne hacia el monarca feliz.
¡Oh, hijo de la excelencia y de las grandes virtudes,
de las espadas, de la samhari, del venablo y del yelmo!
Frecuentarás el agua del Tigris y el Éufrates,
con los que rivalizarás en dulzura por tu abundante gracia.
Y devolverás al mundo el esplendor de su pasado reino
y el brillo de su poder cambiante.
Un silencio hondo cerró mi último verso. ¡El Tigris, el Éufrates, toda la Babilonia, al alcance de sus espadas invencibles! Nadie se movió. Saboreaban el placer de la inmortalidad. Sus caballos cabalgarían hasta la gloria y la brisa de mis poemas anticiparía su furia y valor. El monarca se acercó hasta mí y me abrazó largamente. El silencio se rompió entonces, y todos exteriorizaron su admiración. Había conquistado para siempre sus corazones. Si ellos habían clavado su estandarte en la torre más alta de Tremecén, yo los había hecho sucumbir ante el magisterio de mis versos. Me convertí en el centro de la recepción. Brillé por instantes, más que el propio sultán. No le importó, era la hora de la poesía. Parecía que no hubiera nadie más, todo giraba sobre mí. Los hombres se acercaban para abrazarme y felicitarme. Me pedían que les pasara los versos por escrito, querían repetirlos al amor de los fuegos de campamento, para que pasaran de padres a hijos. Me dejé adular. Sé que no volverán a verme, pero el aliento de mis palabras flotará por siempre en sus recuerdos.
—Señor —le dije al monarca antes de finalizar la recepción—, mi embajada ha finalizado. Debo ahora regresar.
Me miró con cariño y sorpresa. Quizás había albergado la ilusión de que siguiera cantando toda su gloriosa campaña militar, hasta el final, como uno más de sus mejores generales.
—Piénsalo, Es Saheli. ¿No continúas con nosotros?
—Nada me gustaría más, señor, que cantar las gestas que se avecinan. Pero me debo a mi señor Kanku Mussa, que espera ansioso el resultado de la embajada.
El sultán me observó. Parecía desairado. Guardé un respetuoso silencio. Se mostraba indeciso. ¿Pondría objeciones a mi partida? No podía irme sin la dispensa real.
—Lo siento, lo siento mucho. Me hubiera gustado que tus versos narraran mi total victoria.
Aún no me había otorgado la autorización. Sabía de lo voluble del poder, y temí que me obligara a acompañarlo. El sultán agitó su cabeza. Carraspeó, antes de sentenciar.
—Comprendo que te debes a tu señor. Tu embajada ha finalizado con éxito. Tienes razón, debes regresar. Es tu deber. Puedes partir cuando quieras. Mi agradecimiento te acompañará de por vida. Que Alá ilumine tu camino.
Respiré con alivio. Abu l-Hasán es, en verdad, un gran rey. Me abrazó, considerándome un igual.
—No olvidare tus versos, poeta.
Tampoco yo podría olvidarlo nunca. Pero el camino siempre llama a la despedida.
Me he retirado temprano a los aposentos que me han cedido en palacio. Quiero descansar esta noche. Mañana abandonaré Tremecén para regresar a Fez. Que Abu l-Hasán siga con su guerra, si así lo tiene a bien. Ya he ordenado a mis hombres que deben prepararse para la partida. Me angustio. Pronto tendré que comunicarles que los abandono. Serán ellos los que porten la buena nueva al emperador. ¿Sentirán que los traiciono? Probablemente. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer para alcanzar Granada, la meta de mi camino? Que piensen lo que quieran. Incluso Abu l-Hasán, al que tanto admiro. Cuando se entere de mi deserción estará lejos, en el este, empeñado en sus luchas y guerras. Quizá me comprenda. Yo los apoyé a todos, llega la hora de pensar en mí.
Me llevaré conmigo a Layla, la muchacha que salvé de la violación.
—Te seguiré adonde vayas, Es Saheli. De por siempre.
Así me respondió cuando le pregunté si deseaba acompañarme. Aún no la he poseído, pero su alma me pertenece. He procurado, desde el fatídico día del saqueo y la violación, que nada le faltara a su familia. Su madre cuida al hijo, que ya se recupera. Sanará de las heridas del cuerpo, pero jamás de las del alma. Siento lástima por su inocencia perdida para siempre. Les he dejado oro, y la garantía de su vivienda. Nada les faltará. Con mi generosidad redimo el bestialismo de mis sirvientes negros, ahora sumisos como corderos.
Son ya tres las personas que apadriné en mi vida. A Jawdar, que dejé feliz en Tombuctú, y ahora a Layla. La historia de Nasir, el copto, ya la narraré en otro momento. Haré feliz a Layla en Granada. Y no sólo en compensación por el mal que le hicimos a su familia. No. La deseo, y quiero amarla. Ya tengo mujer para mi retorno a Granada. Suspiro. De nuevo, el nombre de Layla me acompañará bajo el cielo granadino.