Un silencio denso y espeso reinaba en los patios y salones de la Alhambra. Los castellanos habían profanado la vega de Granada. Jamás habíamos sentido tan cerca a los comedores de puerco. El sultán Ismail I había reunido a todas sus fuerzas, y se aprestaba a la batalla. Apenas salí de palacio durante aquellas largas y tensas semanas en las que los dos bandos preparábamos la lucha final. Despachaba cartas y requerimientos, asignaba levas y recursos. Las guerras mueven más papeles que soldados, pensaba, sepultado entre documentos pendientes de firmar. Logré esquivar la tentación. No hubo ni vino ni poesía aquellos días. La ciudad, enervada, sólo suspiraba por derrotar al enemigo. Nuestra libertad dependía de las espadas de los soldados de Hakim.
El gran día llegó. Nuestro ejército se enfrentaría con gran furia contra los invasores castellanos. El día amaneció nublado. Entendimos que ese manto protector era una señal que Alá nos enviaba. Estaría con nosotros.
El ejército nazarí salió de sus cuarteles en busca del enemigo. Íbamos a presentar batalla frontal, estrategia inusual y peligrosa. Habitualmente, los enfrentamientos se limitaban a simples escaramuzas fronterizas, protagonizadas por grupos de jinetes adentrados en territorio enemigo. En esta ocasión, se trataba de una campaña militar en toda regla. Los castellanos, procedentes de Córdoba, acamparon a pocas leguas de la capital. Estábamos en 1319, y la historia de los nazaríes de Granada parecía estar llamada a su fin. Sonaron las trompetas, y todo el ejército se marchó al combate, guardias incluidos. La ciudad quedó prácticamente desguarnecida. A los hombres nos repartieron armas con las que defendernos en caso de un ataque por sorpresa. Las mezquitas se llenaron de mujeres y ancianos que recitaban con fe desesperada para conmover al Todopoderoso. Mientras en las mezquitas se rezaba, las cabalgaduras avanzaban por caminos y veredas. Todo quedó paralizado, como si la ciudad hubiese contenido el aliento. La sensación de interinidad nos ahogaba y no hacíamos otra cosa sino mirar al cielo y pedir clemencia, mientras aguardábamos ansiosos las noticias del frente. Los pesimistas daban por perdida la contienda, pero la mayoría confiaba en nuestra victoria y en los designios de Alá. Ismail I, nuestro monarca duro y despiadado, sabría darle su merecido castigo a los castellanos entrometidos.
Y, en aquel silencio congelado, apareció ella, como una ráfaga milagrosa de luz cálida. Layla llegó hasta mi escribanía acompañada por una sirvienta, que se quedó discreta en la puerta.
—Quiero agradecerte tu ayuda. Ya dispongo de mi herencia.
Verla y olvidar los riesgos de la campaña fue una misma cosa. Dejaron de existir los documentos que tenía en la mano. Sólo ella reinaba en el mundo que pisaba. Incluso la guerra en la que nos jugábamos nuestro futuro palideció ante su presencia.
El conjuro del amor ya nos poseía. Su inexplicable embrujo me arrojó a sus brazos, y nuestros labios sellaron el beso que ansiábamos desde el mismo instante en el que nos viéramos por vez primera. Nos besamos de forma impulsiva, sin el sosiego que los enamorados requieren. En cualquier momento alguien podría entrar y descubrirnos. Sería una situación realmente embarazosa para mí, y peligrosa para Layla. Su vida no valdría nada a partir de la segura delación.
—Ven a mi casa al atardecer. Estaré sola. Entra por la puerta de atrás, que da al campo. Nadie te verá.
Aunque a los buenos musulmanes nos está prohibido el juramento, juro que así aconteció. Mi marido no está, me dijo. ¿Cómo iba a estar, si marchaba, espada en mano, a proteger la ciudad? Mi deseo no dio oportunidad a los remordimientos.
—Allí estaré.
El resto del día apenas si pude pensar en negocio alguno distinto a la cita. Salí con tiempo de mi despacho para dirigirme hacia su casa. Nervioso, como un niño en plena travesura, llegué hasta el descampado trasero. No vi a nadie. Me extrañó que casa tan principal no estuviese custodiada por soldados. ¿Estarían ocultos, vigilándome? No me atreví a cruzar aquel solar mientras el traicionero reflejo del crepúsculo pudiera delatarme. Esperé a que fuera noche cerrada para dar mis primeros pasos hacia aquel adulterio insensato.
Aguzaba el oído mientras avanzaba. No oía nada extraño. Algún mochuelo ululaba en los árboles. Eso era buena señal, nadie estaría oculto bajo su copa. Llegaba hasta la puerta cuando lo oí. Alguien se movía junto a ella. Mi primer instinto fue huir, pero mi carrera podría descubrirme. Espantado, agucé la mirada. Y, entonces lo vi. Un gato enorme andaba con sigilo. Suspiré aliviado, y entré en el paraíso prohibido.
Mereció la pena el riesgo. Allí me aguardaba ella, ansiosa por el deseo y la tensión. Abrazados, besándonos, sin pronunciar todavía palabra, subimos a su alcoba. No llevaba nada bajo su camisón de seda. La poseí lenta, sabiamente, mientras musitaba dulces palabras de amor en sus oídos ansiosos. El tiempo perdió su dimensión y medida. Pensaba que me encontraba en el paraíso cuando escuché sus palabras de despedida.
—Debes marcharte ahora. Pronto regresará el servicio.
Abrí lentamente el portón de salida. Allí estaba el gato, ocupado en su infinita cacería. La oscuridad protegió mi salida. Atravesé la huerta que circundaba la casa de Hakim y me incorporé a la calle de la medina. Todavía flotaba en una nube, mecido por los dulces brazos de mi amada. Poco a poco volví a la realidad. Recordaba, una y otra vez, los pormenores de nuestro encuentro. La química del amor precipitaba mi felicidad. ¡Era tan hermosa, su piel tan suave! Caí en la cuenta de que apenas habíamos cruzado palabra alguna. Pero ¿qué mejor lenguaje que el de la pasión?
Doblé una esquina. Regresaba al bullicio cómplice. Un grupo de ancianos se acercaron alborozados. Reían y gritaban como si de locos se tratase. ¿Qué les pasaba? ¿Estarían borrachos? Y, entonces, conocí la buena nueva. Nuestras tropas habían vencido a los politeístas, y los ejércitos castellanos se retiraban, diezmados y humillados. Me abrazaron, los abracé, brincaron de alegría, les correspondí también con saltos de júbilo. Granada estaba salvada. No pudo existir mejor tarde, aquella en la que Hakim consiguió honores por su valor y arrojo en el frente de batalla, mientras que yo triunfaba en su lecho conyugal. Amé aún más a Layla, que tanto había arriesgado por mí.
¡Habíamos ganado la guerra! ¡Habíamos vencido en la batalla de la Vega, que así pasaría a la historia! La buena nueva pasó de boca en boca como uno de esos vendavales del este que, impetuosos, agitan hasta el último rincón. Un terremoto no hubiera causado tanta conmoción, ni hubiera arrojado a tantos granadinos a la calle. Todo fue júbilo. Las mujeres salieron a gritar su alegría, las plegarias de los almuecines cantaron agradecidas a las grandezas de Alá. Los hombres se abrazaban los unos a los otros. La alegría fue espontánea y sincera. Habíamos ganado la batalla, y los castellanos, derrotados, tuvieron que replegarse a sus fronteras, después de perder muchos hombres y armas. La batalla de la Vega encumbró a Ismail I como héroe del pueblo, y a Hakim como su mejor general. Pero la alegría no fue universal. Aquellos que conspiraban contra el sultán, los que habían pactado en secreto con los castellanos el cambio de dinastía, se sumían en el fracaso y la angustia. Si su traición se descubría, serían ejecutados en plaza pública. Nada tenían que hacer los conspiradores. Ismail se había asentado en el trono, nadie podría derrocarlo tras la victoria que lo convirtió en el héroe de los granadinos. Sus enemigos internos se confundieron en la alegría general, y se conjuraron para aguardar tiempos mejores. La paciencia siempre fue la mejor aliada de la inteligencia taimada. Los ejércitos no regresaron de inmediato. Nuestro monarca supo aprovechar su posición de ventaja y atacó a los castellanos en varios de sus puntos débiles. Logramos, incluso, ampliar el territorio nazarita. Alá estaba con Ismail. Asentó su poder para desazón de sus enemigos, mi padre entre ellos.
Afiya me esperaba en casa, como siempre. La besé con cariño sincero. Ni yo mismo comprendía mis sentimientos contradictorios. En estos instantes, cuando me enfrento por vez primera ante la verdad en mi Rihla, no experimento remordimientos. Amé a Layla y respeté a mi mujer. ¿Qué mal infligí a ninguna de ellas?