XXVI
al muzill, el Que Deshonra

Esta noche me encuentro con fuerzas suficientes como para relatar el infame saqueo de Tremecén. Hace ya cuatro días que conseguimos la total desbandada y derrota de los zayyadíes. Matamos a cientos, miles de ellos, en una carnicería sin fin. La zarpa de la guerra también diezmó nuestro bando. Por más de dos días permanecieron nuestros sanitarios rescatando heridos de las mismas puertas de la muerte, arrebatándolos de sus brazos fríos y eternos. Abu l-Hasán no escatimó ni un solo dinar de las arcas reales para sanar y recomponer a los soldados dañados por las armas enemigas. Los cadáveres de los derrotados, inflados, destrozados y absurdos, sirvieron de alimento a alimañas y pajarracos. El sultán ordenó levantar el campamento y avanzar. Mientras los sanitarios cumplían con su deber, las columnas de reconocimiento abrieron el camino hacia Tremecén, aniquilando los pequeños focos de resistencia. Marchamos hacia la capital enemiga, castigando ejemplarmente a las poblaciones que les servían de anillo. Ajusticiamos a hombres, viejos y niños, para evitar que atacaran nuestra retaguardia. Capturamos a sus mujeres, que fueron vendidas como esclavas a nuestros comerciantes acreedores. Así comenzamos a saldar la deuda que el Tesoro había contraído con ellos. Algunos protestaron al principio, pero el visir del Tesoro acordó un precio bastante inferior al que obtendrían en los grandes mercados de Fez y Marraquech. Cuando aquellos avaros calcularon la pingüe ganancia que obtendrían con la venta de las esclavas jóvenes, aceptaron el trato compensador. Contra toda costumbre, algunos yacieron con las que les fueron asignadas antes de enviarlas a su venta. Para catar la calidad del producto, se justificaban con cínica desvergüenza. A las vírgenes las respetaron; desfloradas valían menos.

Las ejecuciones se realizaban con disciplina militar. Se mataba y se destruía sin pasión ni heroísmo, con indiferencia inhumana. Para nuestros generales se trataba de simples operaciones tácticas para garantizar el retroceso en caso de contraataque enemigo. A los que había considerado como bravos leones, comencé a percibirlos como hienas. Hemos carecido de grandeza alguna con los derrotados. Según me dicen, así es la lógica de la guerra. El sultán, algo alejado de nosotros, miraba al cielo sin querer ver las cosas terribles que sus hombres cometían en tierra. Era como un ser divino que quisiera mantenerse puro a pesar del dolor que causaban los suyos.

Para los estrategas del ejército, la batalla continuaba. Tan sólo cuando hubimos ocupado las guarniciones de Tremecén, y nuestros soldados se hubieron posicionado a varias leguas al este de la capital, consideramos ganada la campaña militar. Fue entonces cuando explotó el júbilo. Primero lo celebramos con un gran desfile a través de sus principales calles y plazas. Después procedimos a las ejecuciones sumarias de cuantos altos funcionarios pudimos apresar. De tanto segar cabezas y vidas, nuestros verdugos pidieron ser relevados. Al flaquearles las fuerzas, precisaban de dos o tres tajos para decapitar a los ajusticiados. Y hasta para los más veteranos, era cosa de mucha pena ver tan sangrientos trabajos.

Cuando el monarca tuvo la certeza de que la ciudad estaba completamente tomada, autorizó el saqueo. Así pagaría la soldada adeudada. El alma de nuestra tropa se transmutó entonces. Asistí, atónito, a uno de los prodigios de la alquimia de la guerra. La orden de saco los transformó en fieras sanguinarias. Un monstruo terrible emergió de sus entrañas. Gritaron y destrozaron. Robaron cuantos objetos de valor encontraron. Las mujeres eran, tras el oro, el botín más deseado. Hubo quien violó a más de media docena, sin respetar ni a viejas ni a niñas. Vislumbré la violencia primitiva que explota tras la victoria militar y la muerte del enemigo. Aunque el Corán expresamente prohíbe maltratar a los prisioneros, nadie respetó su mandato. Las leyes divinas se desvanecieron frente a la brutalidad ciega. Algunas mujeres, paralizadas por el terror, se dejaban hacer, resignadas a su suerte. Otras se resistían, chillaban y gritaban. Eran las que más placer proporcionaban a nuestros hombres. Mientras uno la sostenía, el otro la forzaba a empellones enfurecidos, desgarrando carnes y honores, en medio de los gritos inútiles de las desgraciadas. Al fin y al cabo, era la ley de la guerra. Sus maridos, padres y hermanos no supieron defenderlas. Nosotros fuimos más fieros y los derrotamos, los matamos, los descuartizamos. Nos tocaba usar lo que suyo había sido. Así reforzábamos nuestra sensación de poder.

Les oía hablar entre ellos mientras arrastraban a las mujeres para forzarlas.

—Me gusta todavía más cuando las violamos delante de sus maridos. Hemos castrado a un marica zayyadí. Le metimos sus partes en la boca mientras gozábamos a su mujer —soltó una carcajada—. ¡Cómo lloraba!

—No existe sensación de poder parecida.

—No, es lo mejor.

Ahora las mujeres de los dominados eran nuestras. Debían someterse al deseo del macho ganador. Ni los chacales ni los buitres de los desiertos devoran con tanta saña los despojos de la carroña.

—Te gusta, ¿verdad, zorra? ¿A que tu marido no te lo hacía así?

Todo era brutal en aquella orgía descontrolada de rapiña y violación. Los soldados tenían prohibido el saqueo en mezquitas y edificios oficiales, que serían intervenidos por el propio monarca. No pude sustraerme a la loca euforia del saqueo. Aunque mis sirvientes ya amontonaban las riquezas que me corresponderían, quise pasear por las calles de Tremecén. Hombres que entraban y salían de las viviendas acarreando tesoros, desgraciadas que chillaban inútilmente su desesperanza. Los soldados formaban montones con el botín que obtenían. Se organizaban en grupos. Mientras uno de ellos custodiaba sus riquezas, el resto se dedicaba a expoliar todo aquello que considerara de cierto valor.

La ciega locura de los saqueadores convertía en enemigos a cualquiera que se acercara a uno de aquellos botines.

—¡Alto! —me gritó un energúmeno sacando su espada—. ¿Adónde vas? ¡Todo esto es nuestro!

Como quiera que no me di por aludido y continué andando por esa calle, el hombre se acercó amenazante.

—Si das un paso más, te mato. No consentiré que nadie nos robe lo que es nuestro.

Retrocedí. Aquel demente me ensartaría con su espada. Los instintos más sórdidos se habían desatado, libres de reglas y leyes. No eran personas, eran alimañas hambrientas embriagadas de sangre y concupiscencia.

Comencé a marearme. Quería salir de aquel aquelarre brutal. Los ojos de mis soldados mandingas brillaban de ambición y lascivia, contenidos todavía por la disciplina de mis órdenes. Me senté en el brocal de una fuente a descansar. El agua fresca sobre mi rostro me reanimó. Cerré los ojos y me recosté sobre un zócalo de azulejos. Quería estar lejos de allí. El sol tibio acariciaba mi rostro, y olvidé que me encontraba en el centro mismo del infierno. Al abrirlos, comprobé que mis servidores no estaban. Alarmado me temí lo peor. A buen seguro, habían salido de caza.

—¡Mom! ¡Bunti! ¿Dónde estáis?

Mis llamadas no tuvieron respuesta. No quise moverme. Extraviarme sin protección podría resultar fatal. Un alarido, procedente de una casa vecina, cortó el aire. Corrí hacia ella, temeroso de que mis hombres fuesen los causantes de aquel pavoroso grito infantil.

La realidad supera a veces a las peores pesadillas. Una madre, desnuda y violada, abrazaba a su hija. No tenía más de quince años, y su rostro era el espejo mismo del espanto. Pero eso no fue lo peor. Mom, un gigante de ébano, fuerte como un búfalo, y leal como un perro, sostenía a un niño que chillaba con estridencia desesperada. Tenía los calzones bajados, reliados en sus tobillos. Mom movía su cintura de atrás hacia delante, acompasadamente, mientras sus ojos de cordero brillaban de salvaje placer.

—¡No! —le grité aterrorizado al descubrir lo que estaba pasando—. ¡No hagas eso!

Fue tarde. Mom ya se había vaciado en las entrañas de aquella pobre criatura. La sangre del brutal desgarro corría por sus nalgas. Consumada la violación, Mom arrojó al niño al suelo. Cayó inconsciente, en medio de un charco rojo y marrón. Nunca pude figurarme algo tan terrible. El mismísimo Satán se espantaría ante aquel crimen nefando.

Enloquecidos, Mom y Bunti se dirigieron hacia la niña. Les grité, pero no me escucharon. Eran fieras enceladas que rugían ante la carne joven. Golpearon a la madre hasta tirarla al suelo, y levantaron a la niña. Tenía que evitarlo. Y no se me ocurrió cosa mejor que coger un palo y comenzar a golpear las espaldas de mis criados. Poco a poco les hice volver en sí. Cuando se percataron de que era su amo el que les requería, se volvieron dóciles de repente. Se cubrieron sus vergüenzas y bajaron la cabeza. Mis órdenes recluyeron a la bestia. Volvieron a ocultarse en sus madrigueras atávicas.

—¡Rápido! —les ordené—. Tenemos que llevar al niño ante un médico. Quizá podamos, todavía, salvar su vida.

La madre y la hija lloraban abrazadas. Comprendí que si las dejaba allí, no tardarían en ser violadas de nuevo.

Me acerqué a ellas, tranquilizándolas con mi voz.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté a la muchacha una vez que mis criados habían salido de la habitación.

—Layla —me respondió sumisa y aterrorizada.

Al oír ese nombre, rompí a llorar. Por la tensión acumulada de la batalla, por la barbarie de los saqueos, por mí mismo. Porque Layla fue el nombre de una mujer que amé. En los ojos de la muchacha volví a reencontrar aquella mirada de jazmín que me enloqueció hasta la demencia.

—Rápido —le dije a ambas—. Seguidme, os protegeré. Tenemos que salvar al niño.