No supe, o no quise, hacer feliz a Afiya, mi primera mujer. Era dulce y cariñosa, lo reconozco. La adornaban los atributos de la buena esposa. Se encargaba de que la vida doméstica resultara agradable y se deshacía en atenciones. Me hacía sentir el rey de la casa. Pronto experimenté hacia ella un cálido cariño. Pero jamás logró encender mi pasión. Correspondí como pude a su bondad. La trataba bien, procuraba que de nada le faltara, pero no la amaba. Supuse que ese afecto era el lazo que mantenía unidos a tantos matrimonios de por vida. Aunque el Corán permitía un rápido divorcio por simple repudio, muy pocos hombres abandonaban a su mujer. En Granada la mayoría de los matrimonios eran de por vida, de apariencia feliz, además. No me hacía a la idea de que toda mi existencia tendría que compartirla con aquella mujer buena y abnegada, que me reclamaba cariño y atención. Nadie podría arrebatarme el tesoro de mi tiempo y mi libertad. No me importaba compartir mi hacienda, pero no soportaba la idea de que los mejores años de mi vida se dispersaran como el humo de las candelas al alba. Afiya me quería por entero. No comprendía que así me robaba el alma. Y el alma es lo único que no se le puede sustraer al poeta. Por eso escribí poesía, pero jamás le dediqué poema alguno. Participé en mil fiestas, pero nunca me acompañó. Fue sombra silente, yo astro luminoso.
Afiya callaba, sin pedir nada, pero sus ojos tristes eran las ventanas entornadas de un corazón insatisfecho. Yo, que lo sabía, no hice nada por alegrarlo.
—Ojalá, pronto, tengamos nuestro primer hijo.
—Sí —le respondía—, ojalá sea pronto.
Mi respuesta era sincera. Deseaba un hijo para mantenerla ocupada. El niño me relegaría como centro de sus atenciones y desvelos. Yo ganaría libertad, y mi mujer no sería tan dependiente de mis caprichos y achaques. Un hijo concedería el contenido para su vida que mis ausencias le hurtaban.
Pero el hijo no llegaba y las ansias de Afiya se agudizaban. Reclamaba mis atenciones, mis caricias, mi semilla de vida en sus días fértiles. Yo sembraba y, después, huía. Necesitaba de la noche, de sus duendes, de su poesía y de la locura de las almas extraviadas. En la fiesta, creía ser feliz, aislado del mundo y alejado de sus pompas. Pero me equivocaba. Ningún reino está libre de las mareas de la vida y de la resaca del destino. La política pronto llamaría a mi puerta. Aunque en aquellas prolongadas veladas de música y poesía jamás hablamos de los asuntos de la corte, inevitablemente nos veríamos arrastrados por las aguas de palacio que bajaban tan revueltas como las de los torrentes de la sierra grande.
Los turbios presentimientos del pueblo pronto se hicieron realidad. Una mañana lluviosa de 1314, una noticia inquietó a Granada entera. El sultán Nasr acababa de ser derrocado por su primo Ismail. La ciudad murmuraba al socaire de rumores tan volubles como los vientos de abril. Se propagaron extrañas habladurías y maledicencias. No hice caso a ninguna. La experiencia aconsejaba aguardar con prudencia los acontecimientos. Sólo los insensatos se dejan arrastrar por las quimeras evanescentes de dimes y diretes. Cuando nada se sabe, mejor permanecer callados. Ni siquiera fui en busca de mi padre, que, a buen seguro, conocería los entresijos de la intriga. Supuse que su suegro Osmán estaría implicado y no quise comprometerlo. Pronto todo se supo. Se decía que el motivo del derrocamiento era la debilidad de Nasr. Ismail I, que como tal se coronó, procedía de otra línea dinástica nazarí asentada en Málaga. Se hacía con el poder, noventa años después de que Ibn al-Ahmar iniciara la sublevación en Arjona. El nuevo monarca había obtenido el apoyo de los meriníes y se disponía a reforzar el ejército. La ceremonia de coronación fue fría. Faltó del calor y la alegría popular que adornaron la del último monarca legítimo, el desgraciado Muhammad III. La traición volvía a abrir las puertas del poder y todos sabíamos que las coronas ilegítimas rodaban con mayor facilidad que las heredadas. La inestabilidad dinástica continuaba y los alfanjes afilados estaban prestos para el crimen y la traición en los hermosos salones de la Alhambra.
El nuevo monarca era aficionado a las armas y a la caza desde su infancia. Exilió a Nasr a Guadix, y ordenó asesinar al depuesto rey ciego Muhammad III, temeroso de que reclamara su legitimidad. Los sicarios lo arrojaron a una alberca en Almuñécar, en la que murió ahogado. Un escalofrío de terror recorrió todo el reino al conocer aquella terrible crueldad. El pueblo aprendió a temer a Ismail, pero jamás lo amaría.
Algunos conspiradores, mi padre entre ellos, pronto se sintieron defraudados. Ni Osmán, su suegro, ni él mismo obtuvieron los favores de Ismail I. Se creyeron traicionados, decepcionados por no haber recibido la recompensa que creían merecer. Mi padre era ambicioso y no había logrado ascender de su puesto de alamín a pesar de sus muchos esfuerzos y riesgos políticos. El rencor y la frustración hicieron mella en su carácter. Envidiaba a los que medraban en el laberinto del poder.
—Hijo —me decía apesadumbrado—, esto no tiene remedio. Si Nasr era débil, este es déspota. ¿Qué pecado habremos cometido para que Alá nos castigue de este forma?
Yo, fiel al juramento que le había hecho a Jawdar, seguía trabajando duramente. Atendía a su hijo y daba en limosna parte de lo que obtenía. No me atraía la política, ni me seducían sus cantos ni sus brillos. Quizá por eso, a pesar de mi doble vida disoluta, las cosas me fueran bien. Mi fama como jurista se extendió por toda la ciudad, y muchos comerciantes venían desde arrabales lejanos para que les resolviera sus pleitos y rubricara sus escrituras. Notario de día y poeta de noche, dos ingredientes contradictorios para el aliño de un guiso.
—Es Saheli pronto nos abandonará —me provocaban con frecuencia mis amigos—. Para él, la familia está antes que la poesía y su mujer lo requiere.
Jamás les respondía. Mi matrimonio ocupaba un lugar secundario entre mis prioridades, pero no era tan cruel como para dejar en evidencia a mi esposa. Me limitaba a sonreír condescendiente cuando me atacaban y los fustigaba con mi desprecio altivo. Me convertí por aquel entonces en un habitual consumidor del electuario de anacardo. El consumo de la droga me otorgaba una extrema lucidez, pero también una ácida prepotencia.
—¿Logran las cadenas retener al viento, o las altas torres a las estrellas del firmamento? Los colosos somos libres, y por siempre viviremos sin ataduras. Tengo la mejor mujer; no frena mi libertad. Galopo sobre la fortuna de un arte propio, gobierno en la república de la poesía, soy embajador de la belleza. Sólo tengo un dolor. Mis súbditos, vosotros, en vuestra insignificancia, no comprendéis la grandeza de vuestro señor. Seguís empeñados en continuar siendo habitantes de las oscuras zonas medias, sin liberar el pájaro de luz que lleváis dentro.
Mi doble vida seguía cosechando éxitos. Una nueva estrella comenzaba a brillar en el vasto universo de las artes andaluzas. Los versos de Es Saheli pasaban de boca en boca: serian conocidos por generaciones. Fueron tiempos dichosos. Incluso conseguí alcanzar el equilibrio conyugal con Afiya, paciente con mis bohemias y francachelas. Dale cuerda al potro, hasta que desfogue, solían aconsejar las mujeres viejas a las recién casadas. Después recógelo poco a poco, que los más salvajes se amansan y los más díscolos se doman. Al final vienen a comer a la mano. Esa era la sabiduría femenina que Afiya aplicaba en nuestra relación. No recriminaba mis ausencias ni me exigía explicaciones por regresar a horas prohibidas de la madrugada. Me recibía con una sonrisa, un beso de cariño y la mesa puesta.
Una mañana, un mensajero me sacó de la rutina del trabajo jurídico. Los asistentes de la notaría dedujeron por sus vestimentas que procedía de palacio. Lo condujeron hasta mi presencia inmediatamente.
—Mi señor Ibn al-Jatib, secretario de la chancillería, quiere veros. Os concede una audiencia antes de la hora del almuerzo.
Despaché el asunto que tenía entre manos, me excusé ante los clientes que aguardaban su turno, y corrí en busca de mi padre. Quería que me informara sobre Ibn al-Jatib. Me sonaba su nombre, pero no lograba recordar su historia.
—Ibn al-Jatib es inteligente y ambicioso. Tuvo algún trabajo oficial, pero Nasr lo recluyó en su Loja natal. Ismail lo ha reclamado para favorecerlo con la secretaría de la chancillería, uno de los puestos más importantes de la corte. La chancillería palatina, Diwan al-insa, tiene una importancia fundamental en la vida política y administrativa. Redactan y custodian los documentos y acuerdos oficiales. Son las famosas Cartas Bermejas, redactadas sobre papel rojizo.
—¿Para qué me habrá hecho llamar?
—Para algo bueno, seguro.
Apenas pudimos hablar más. Cabalgué hasta la Alhambra. Como era habitual con las audiencias concertadas, un secretario me esperaba en la puerta. Ordenó a un caballerizo que atendiese a mi caballo y me acompañó por los interiores de una alcazaba que crecía en dimensiones y belleza. Ibn al-Jatib no se hizo esperar.
El poderoso secretario de la chancillería me recibió con afecto.
—He oído hablar maravillas de tus conocimientos jurídicos, de tu refinado estilo literario, y de lo certero de tus escrituras.
—Gracias, señor. Sólo soy un mediocre alumno de Jawdar.
—Jawdar. Mejor aún, tal maestro es garantía de conocimiento.
La cortesía granadina exigía los circunloquios previos antes de abordar al asunto que motivaba la recepción.
—Esta chancillería soporta mucho trabajo. Debemos redactar y archivar todos los documentos oficiales de palacio. Es una gran responsabilidad. Necesitamos a los juristas más preclaros y finos escribientes. Estoy seleccionando a los mejores del reino. Tú eres uno de ellos, por eso te he llamado, para ofrecerte una de las dos secretarías en las que me auxilio. El sueldo será mucho más alto del que puedas obtener en la notaría, además de ganar en posición y rango.
Durante un buen rato me explicó el contenido del trabajo y los privilegios que disfrutaría. Desde un principio, la propuesta resultó tentadora. Las nuevas perspectivas me cegaron. El cargo que me ofrecían halagaba mi vanidad. Olvidé la máxima de mi padre. Cuando huelas bien, desconfía. El olor del poder me hizo ignorar los riesgos de una corte habitada por traidores y rufianes.
—Acepto el trabajo.
Ibn al-Jatib se alegró de mi decisión. Llamó a uno de sus ayudantes para iniciar los trámites de nombramiento. Departimos un buen rato mientras se redactaban los contratos. Me pareció un hombre inteligente y abierto.
—¿Quién será el otro secretario principal?
—Mi buen amigo Ibn al-Yayyab, un hombre sabio y recto que complementará con su experiencia tus conocimientos de leyes. Ven, te lo presentaré, debe estar trabajando en su despacho.
Ibn al-Yayyab se encontraba sepultado bajo una montaña de papeles carmesíes. Tendría la edad de mi padre, y exhalaba una agradable bonhomía. Se levantó con una sonrisa franca al vernos entrar. Tras las presentaciones, me sorprendió su conocimiento de mi familia.
—Tú debes ser descendiente de Abu Es Saheli, el sabio sufí que llegó desde Málaga para asentar su magisterio en la ciudad.
—Era mi abuelo materno.
—Un santo. Durante un tiempo fui su alumno en la senda de iniciación sufí. Pero, pecador de mí, en vez de seguir el camino del amor, me dejé seducir por el vértigo de las cosas de este mundo. Aquí me ves, náufrago en un océano encabritado de papeles sin resolver.
La empatía que generaba Ibn al-Yayyab a su alrededor me conquistó desde los primeros instantes.
—El padre de tu abuelo, tu bisabuelo materno, escribió una obra sobre sufismo, titulada Asraf al-masalik. Me la leí con devoción, como supongo que tú también habrás hecho.
—Sí, para nuestra familia es un honor ese libro. Incluso recitamos de memoria muchas de sus partes.
—Hacéis bien, era un sabio. ¿Sabes cómo le llamaban en Málaga?
—No.
—Le pusieron como apodo el Enturbantado, por llevar siempre un turbante puesto. En Al Ándalus es tan rara esa prenda, que siempre llama la atención. Decía que lo hacía en honor de sus maestros orientales.
Salí feliz de la Alhambra. Sentía que tocaba cielo, como la rapaz reina. El aire que entraba en mis pulmones me pareció fresco y puro. La vida me sonreía, entraba en el olimpo de los elegidos. Brillaba como poeta, destacaba como jurista, era reclamado a palacio para importantes responsabilidades. ¿Qué más le podía pedir a la vida?
—Padre —le comenté en cuanto sus sirvientes me llevaron hasta las habitaciones donde se encontraba en el carmen de Azahara—. Estás ante el nuevo secretario de Ibn al-Jatib.
—¿Qué? —respondió asombrado porque hubiera llegado a tan alta responsabilidad.
Le expliqué el contenido exacto de la reunión que mantuve con el responsable de la chancillería.
—Cuidado con ese Ibn al-Yayyab. Es un zorro taimado. Bajo su amabilidad esconde una astucia que lo ha puesto a salvo de mil intrigas palaciegas. Es un superviviente nato. Hundirá a cualquiera para seguir flotando.
«Como cualquier otro —pensé sin decírselo—. ¿O es que Osmán no haría lo mismo?»
—Haremos una fiesta para celebrar tu nombramiento —dijo sin mucha ilusión.
Prolongué la visita un rato más y salí desconcertado. Mi padre no había reaccionado ante la noticia con la felicidad que yo había supuesto. Su hijo ascendía a uno de los puestos más codiciados y no se alegraba al conocer la noticia. ¿Por qué? Quizá por su suegro Osmán. Mi nombramiento, junto a otros muchos, cerraba el acceso a cualquier aspirante de su bandería. No, no podía ser por eso. Mi entrada en palacio le facilitaría las cosas. Al fin y al cabo, mi deber de fidelidad por sangre era absoluto. Su perplejidad no se debía a Osmán. Yo dejaba de ser el hijo del alamín de los perfumeros, para convertirse él en el padre del segundo secretario de la chancillería. La estrella de un hombre declina cuando su hijo se destaca en el firmamento de las vanidades. Mi ascenso resaltaba su fracaso. Mi brillo apagaba su refulgir. Sentí pena por mi progenitor. Terminaría aceptando su nueva situación, pero supe que aquella mañana se había mirado en el espejo de sus propias limitaciones. Jamás podría ascender. Se habría sentido como la mujer que descubre su primera cana. La nieve del cabello le muestra que su declive inexorable ha comenzado. Otras más jóvenes le arrebatarán a los hombres que desea. La flor es todavía hermosa por un tiempo mientras se marchita, pero el terso de los pétalos lo poseen las rosas recién cortadas. Así es el fluir de la vida, pensé. Nadie, jamás, la detendría. Yo debía vivir mi momento, hasta que un día tuviera que ceder el relevo.
Aquella noche no salí con los amigos. Me quedé en casa con Afiya, feliz y orgullosa por el éxito de su esposo.
—No me dejes por otra, ahora que eres poderoso.
—Jamás te dejaré —le respondí sincero—. Jamás te dejaré.
Después de hacer el amor con ella, subí a la azotea a escudriñar el firmamento. Mi lucero destacaba entre los astros de brillo trémulo. Tengo lo que merezco, me dije. Pobre de mí. No supe ver, en mi ceguera, que los astros también tienen órbita de descenso. Olvidé que algunas estallan para convertirse en polvo gris y triste. Que el fulgor del hoy anticipa las desgracias del mañana.