Escribo mi Rihla con el pulso aún alterado. En el día de ayer se celebró el terrible combate que cambió el curso de la historia. Aún oigo el entrechocar de los aceros y los gritos de los moribundos. Muy temprano, antes de que el alba enrojeciera el horizonte, el sultán dio la orden de salida. La primera columna partió hacia el frente con los orgullosos estandartes desplegados al viento. La infantería avanzó para tomar posiciones en puntos elevados. Así obtendría dominio sobre el terreno. La caballería no entraría en acción hasta el final, en un ataque que esperábamos que fuese rápido y mortal para las ilusiones de victoria de los zayyadíes. «Nuestros jinetes serán como la cola del escorpión. Su aguijonazo enviará a los zayyadíes a los mismísimos infiernos», sentenció el general que ordenó la estrategia de ataque.
Horas antes, en plena oscuridad, dos columnas habían salido en dirección norte. Cruzarían el estuario del río Moulouya antes de que la luz del amanecer los delatara. Su misión era simple, pero vital para nuestras posiciones. Debían tomar la ciudad de Saidía. Desde allí atacarían la retaguardia del ejército de Oujda. A los zayyadíes no les daría tiempo a reaccionar. La sorpresa siempre fue la mejor aliada del soldado astuto.
Cuando el sol ya estaba en lo alto, la comitiva real partió hacia el frente. El monarca, ataviado con sus indumentarias guerreras, resplandecía bajo el sol. «Si Alá así lo quiere, galoparemos hasta expulsar a esos malditos de Tremecén», gritó antes de que nuestros caballos comenzaran a levantar el polvo del camino. El estruendo de las trompetas y el redoblar de los tambores reforzaban el valor de los infantes. Paso a paso, confiados en Alá, se acercaban a su destino. A media mañana, en lo alto de una colina, aparecieron los gallardetes del enemigo, formando una ancha hilera que se perdía en el horizonte. Eran muchos más de los que esperábamos. El miedo, por vez primera, apareció en el rostro de nuestros hombres. La batalla sería más dura de lo que habíamos previsto. Los zayyadíes concentraron su caballería en los extremos, con ánimos evidentes de envolvernos para generar confusión y desbandada. Pero nuestro monarca no se amilanó, y, a una señal suya, nuestra caballería rompió a galopar espoleada por la gran algarada de gritos y juramentos de sus jinetes. Golpearían en el mismo centro de la alineación enemiga, con la confianza de partirla y poder penetrar en su retaguardia. Los extremos de nuestra infantería avanzaron hasta unas posiciones elevadas, desde donde esperó el envite de la caballería enemiga. Todo ocurrió tan rápido que hasta el miedo perdimos. Ya sólo nos quedaba luchar contra aquel gran ejército que avanzaba hacia nosotros.
Nada es comparable al fulgor de una batalla. En ninguna otra circunstancia la naturaleza del hombre me pareció más fuerte y hermosa, ni las pasiones más sinceras y primitivas. La infantería chocó con fuerza contra las filas enemigas. Mientras tanto, nuestros arqueros diezmaban la caballería que golpeaba los flancos. Aprovechamos el instante de desconcierto que los paralizó. A una orden, los tambores y las trompetas emitieron la señal para que nuestra caballería avanzara. Los jinetes entraron en combate segando cabezas y vidas. Las carreras de hombres y caballos levantaron una gran nube de polvo que dificultaba la visión del campo de batalla. Oíamos los gritos y el chocar de los aceros, pero no lográbamos divisar con nitidez a los que luchaban. Los generales, incapaces de seguir los acontecimientos, daban órdenes contradictorias. El caos fue absoluto. No sabíamos si avanzábamos o retrocedíamos. El resonar de las espadas y los alaridos de dolor de los heridos espantaban el ánimo de los más templados. Durante todo el día se sucedieron los choques entre jinetes e infantería, sin que la batalla pareciera decidirse por uno u otro bando. A veces tomábamos nosotros la iniciativa para perderla a continuación, como si los caprichos de una gigantesca marea jugase al amor de sus reflujos. Los frentes se confundían los unos con los otros, y la lucha sin cuartel se libraba cuerpo a cuerpo, sin espacio para estrategias ni artificios. El olor recordaba al de una carnicería en el día de matanza.
Nuestro sultán galopaba de un lugar a otro, dando órdenes y ánimos. Era la cabeza de un gran organismo que luchaba por sobrevivir. Mientras Abu l-Hasán siguiera vivo y con ánimo, tendríamos abiertas las puertas del éxito. Si moría, el coraje decaería y seríamos derrotados. Nuestras cabezas rodarían sobre la tierra ensangrentada. Por eso, una gran escolta lo protegía. «¡Que ningún enemigo se acerque al sultán!», había ordenado el general en jefe. Y en eso nos esforzábamos, aunque cada vez nos resultara más difícil aislarlo de la lucha. Con la espada desenvainada, su propio vigor lo empujaba a buscar al enemigo. No podíamos permitir que nos asestaran el jaque mate. Sería nuestra perdición.
Cuando la tarde comenzó a declinar, las bajas sufridas por ambos ejércitos eran incontables. Nadie auxiliaba a los heridos que sangraban ni a los moribundos con ojos abiertos y espantados. La lucha continuaba con saña, a pesar del cansancio de hombres y caballos. Entre luces, con preocupación, pudimos observar cómo, paso a paso, su infantería iba cercándonos. Estábamos siendo encerrados por un abrazo mortal como el de las serpientes de los grandes ríos.
—¡Resistid por los costados! —se desgañitaba el rey con voz ronca.
Pero los gritos de ánimo del monarca eran aplastados por el estruendo del combate. Nadie los oía, a nadie estimulaban. Comenzamos a retroceder, conscientes de que nuestras bajas eran superiores a las de los enemigos. Por vez primera supimos que estábamos perdiendo la batalla. Redoblamos la lucha, no podíamos entregarnos. Ya no matábamos para ganar la gloria, luchábamos por salvar la vida. Cuando el sol se perdía en el horizonte, un general se acercó hasta el rey.
—¿Ordenamos retirada, señor?
El rey se irguió en su cabalgadura, levantó su frente hacia el enemigo y espoleó su caballo. Rompiendo las filas de su propia escolta, atacó a los zayyadíes que nos sitiaban mientras gritaba con valor desesperado:
—¡Aquí no se rinde nadie! ¡Victoria o muerte!
El arrojo del sultán espoleó nuestro ánimo. Su ejemplo nos hizo retomar el esfuerzo de la lucha. Yo, que jamás había empuñado una espada en combate, rematé algunos heridos que se acercaban tambaleantes. Nos cubría una pátina de sudor, sangre y polvo que nos hacía irreconocibles. Más que guerreros parecíamos espectros furiosos y desesperados. Durante unos minutos conseguimos llevar la iniciativa, pero nuestro empuje se fue desinflando a medida que los enemigos se recomponían de nuestro ataque inesperado. Eran más y más fuertes. Nada podríamos contra ellos. Supimos que íbamos a morir, pero decidimos seguir luchando, como hacen los héroes. Y, entonces, se produjo el milagro. Primero percibimos un inesperado desconcierto entre las filas enemigas, después vimos que avanzábamos frente a un enemigo enfermo de una extraña confusión. Pronto comprendimos lo que acontecía. Las columnas que salieron de madrugada para Saidía habían conseguido culminar con éxito su misión y les atacaban por la retaguardia. Tras tomar la pequeña ciudad, habían continuado hasta dominar la espalda del ejército enemigo. Desconcertados y sorprendidos, los zayyadíes supieron de su segura derrota. Comenzaron a retroceder en desbandaba, sin más afán que sobrevivir. La matanza que hicimos entre ellos fue terrible. Y aún pudo ser mayor si la oscuridad no hubiese protegido su huida. Los más dignos murieron de pie, luchando hasta el final, pero la mayoría de su desmadejado ejército se esfumó para siempre en el negro de la noche.
—¡Capturad a su rey! —gritó el sultán.
Nuestros jinetes galoparon para rastrear al monarca que huía, pero no lograron alcanzarlo. Se habían refugiado en los fragosos montes Beni-Snassen, en los que no sería prudente adentrarnos.
Los gritos de victoria enardecieron nuestros ánimos. Habíamos derrotado al enemigo en una lucha descomunal y cruel, pero seguíamos sedientos de sangre. Rematábamos a los heridos que gemían para descargar nuestra ira. Aún no queríamos regresar a la paz del campamento. Una poderosa sensación de plenitud nos invadió por completo. Éramos los más fuertes, nos creímos invencibles, pero nuestro monarca, inteligente, intervino para atemperar los ánimos y devolvernos a la realidad.
—Que los zapadores improvisen un campamento para auxiliar a nuestros heridos. Podemos salvar aún muchas vidas.
Regresamos a la cordura. Se dispusieron centinelas alrededor del campamento sanitario. Durante el resto de la noche, los médicos trabajaron para curar a nuestros valientes soldados, mientras que los zayyadíes malheridos agonizaban entre atroces dolores. No nos importó. Ya eran carroña para el olvido.
Tras la rotunda victoria, el camino hasta Tremecén queda expedito. Mañana lo cabalgaremos con aires de gloria. Que Alá bendiga a nuestro buen sultán.