XX
al adl, el Justo

La avaricia de los hombres es consustancial con su propia naturaleza, tanto en el sosiego de la paz como en el vértigo de la guerra. Abu l-Hasán, el sabio sultán de los meriníes, dictaminó que debíamos adquirir los alimentos a un precio justo para el agricultor. Nos pareció una medida sabia en principio, pero no sospechamos las consecuencias inmediatas que originaría. Las cotizaciones han subido con rapidez a medida que nos hemos alejado de los valles más fértiles para adentrarnos en las zonas áridas del este del reino. La especulación se ha disparado, y hasta nosotros acuden ávidos comerciantes para vendernos a precio de oro unos alimentos que ellos adquirieron a un costo infinitamente más bajo. Dicen que están obteniendo enormes ganancias, mientras que las arcas reales se quedan vacías. No existe mayor desamparo para el poder que el de la ruina de sus dineros. Tenemos que hacer algo más que endeudarnos con estos ventajistas. Si seguimos así, no tendremos dinero para devolver la deuda, por grande que sea el botín que obtengamos tras la conquista de Tremecén, pues tal es la sangría que nos producen estas sanguijuelas. Nuestra demanda es tan perentoria y urgente que nos fuerza a adquirirles todo lo que son capaces de ofertarnos aunque sus precios sean desorbitados.

Estamos ante el dilema de fijar un precio justo. Esta noche, el rey ha abordado en su consejo el trascendente asunto de la intendencia y logística.

—Los insensatos piensan que las guerras se ganan con espadas y valor —fueron las primeras palabras de Abu l-Hasán—. Se equivocan. Las guerras las ganan los que son capaces de organizar el abastecimiento de alimentos y pertrechos. Es más difícil conseguir alimentos y agua para miles de hombres, que convencer a estos de que entreguen su vida en combate.

Todos asentimos. Realmente, la tarea de abastecimiento estaba resultando mucho más compleja de lo que supusimos al salir de Fez.

—Visir. Cuéntanos qué problema estamos sufriendo, que tan angustiados tiene a mis mejores hombres.

—Señor, estamos transcurriendo por una tierra pobre, esquilmada por la sequía, en la que las cosechas son escasas y por tanto caras. Siguiendo sus sabios consejos, decidimos no expropiar los alimentos que atesoran los campesinos. Los condenaríamos a la pobreza y nos garantizaríamos su odio de por vida. Decidimos pagar el precio justo de mercado. Enviábamos a un par de avisadores a los mercados cercanos, y camuflados comprobaban el precio de las transacciones. Así cumplíamos su mandato, y nos ateníamos al principio coránico del justiprecio. Pero los precios comenzaron a subir a medida que los alimentos escaseaban y nuestras necesidades aumentaban. El pueblo comenzó a protestar por la carestía de los alimentos. Con sus jornales no podían adquirirlos. Aparecieron entonces los comerciantes. Nos ofrecían mercancías muy caras, que siguen subiendo cada día. Si continuamos comprometiéndonos con sus cotizaciones, no habrá botín para saldar la deuda que estamos contrayendo.

Se discutieron por largo rato las distintas alternativas. Algunos generales son partidarios de encarcelar a los comerciantes que abusan, pero sabíamos que si se castigan, no regresarán. Y, sin ellos, no habrá comida. Así lo hizo saber uno de los generales:

—Necesitaríamos entretener a destacamentos enteros para que requisaran los alimentos, lo que sería aún más costoso que un razonable sobreprecio. No podemos dedicar a nuestros soldados a buscar comida. Precisamos de todos los hombres para el combate. La única alternativa es la de conseguir que nos den mejores precios. Pero los comerciantes parecen no entender otro lenguaje que el de su avaricia desmedida.

Decidí entonces intervenir. Como en raras ocasiones lo hago, todos volvieron sus ojos hacia mí, esperando que mis versos incendiarios iluminaran los dilemas que debíamos superar.

—Necesitamos de la codicia de los comerciantes. Si piensan que no obtendrán altos beneficios, no realizarán el enorme esfuerzo que les supone reunir alimentos para traerlos hasta aquí. Juguemos con su avaricia, que sea nuestra mejor aliada.

—Nuestros comerciantes terminarán en el más atroz de los infiernos —ironizó uno de los generales.

—Espera. No los condenes —le respondí—. Sí os fijáis, una caravana es como una larga frase escrita sobre las arenas del desierto. Cada camello, con sus albardas y aparejos, es una letra distinta. Cada grupo de ellos, una palabra. Existen sabios que saben leer esas frases. Dicen que en ellas está escrito el destino. Os contaré una historia: «En el Hiyaz, allá en los desiertos de la Arabia, vivió un viejo sabio. Se subía a un cerro y esperaba que la caravana desfilara extendida sobre el llano. La leía a media mañana, cuando hombres y bestias llevaban caminando desde las luces del alba. Al rato, se volvía hacia sus acompañantes y les decía: “La caravana llegará a su destino, podrá vender sus mercancías, y regresará con riqueza y dicha”. Entonces, los comerciantes bajaban a la ciudad e intentaban comprar la participación a los que habían invertido en ella. En otras ocasiones sentenciaba el triste final de la caravana: “Será asaltada por los bandidos del desierto”, “se extraviarán y perecerán de sed”. Como el anciano no se equivocaba en su lectura, los comerciantes que estaban en el secreto se apresuraban a vender sus participaciones, salvando el capital invertido. A medida que el viejo incrementaba su sabiduría, el selecto grupo de comerciantes iniciados también aumentaba su riqueza y poder. El sabio no aceptaba ni limosnas ni regalos. Sin embargo, aquellos comerciantes sin escrúpulos lo consideraban un simple instrumento. No dejaban que nadie se acercara hasta él cuando realizaba la lectura del vaticinio.

»Aquel año se organizó desde Medina la más grande caravana que vieran los tiempos. La componían miles de camellos que cargaban preciadas mercancías. Sedas del Oriente, especias del Yemen, marfil del país de los negros. Los comerciantes ricos se habían asociado, y esperaban multiplicar su riqueza. Los iniciados en los secretos del viejo corrieron a acompañarlo hasta lo más alto del cerro. A media mañana, vieron pasar la caravana, soberbia, esplendorosa. Nadie, nunca jamás, había contemplado nada igual. El viejo, sentado sobre una piedra, recitaba el salmo de la lectura de sus renglones. Durante horas no levantó la vista del discurrir de los camellos, sin beber ni una sola gota de agua. El sol apretaba y los vientos calientes del desierto resecaban pieles y paciencia. Las horas pasaban lentamente. No fue hasta el atardecer, tras perderse el último camello en el horizonte, cuando se dirigió a ellos y les trasladó el resultado de su lectura. “Os arruinaréis”. Dicho esto, bebió un sorbo de agua y se alejó en silencio. El negro augurio desesperó a aquellos comerciantes que se lo habían jugado todo en aquella caravana maldita. Corrieron a la ciudad, con la esperanza de encontrar algún incauto que les comprara sus participaciones. Así podrían recuperar, al menos, parte de lo invertido. Pero como sus artimañas comenzaban a ser conocidas en la ciudad, nadie quiso comprarles lo que vendían. “Si venden es porque saben que van a terminar mal”, repetían los advertidos. A medida que los días pasaban sin que nadie se mostrase interesado por sus participaciones, los comerciantes desesperaban y la cotización bajaba y bajaba.

»Un día, apareció un joven forastero en la ciudad. Por sus ropas y talantes se advertía que era de familia adinerada. “Soy hijo de un comerciante de la Siria. Me advirtieron de que saldría de aquí una gran caravana, y vine con la esperanza de participar en ella. Tengo un pequeño capital, y quisiera invertirlo. Lástima que he llegado tarde”. Los comerciantes más experimentados se acercaron solícitos hasta él, desplegando la astucia de los leopardos de las montañas. “En efecto, la gran caravana ya partió. Pero la fortuna te puede sonreír. Algunos te venderían sus participaciones a buen precio”. “Qué suerte —se alegró el joven imprudente—. Alá está conmigo, al permitirme participar en tan buen negocio. ¿Cuántos dinares me costaría?”. La codicia de los comerciantes les empujó a pedir un precio alto. “No, eso es demasiado dinero para mí”. Con mil argumentos, los desesperados comerciantes fueron bajando sus ofertas, a las que siempre el joven respondía de idéntica manera: “No, eso es demasiado caro para mí”. Los días se sucedían lentos y la operación no se cerraba. El comerciante más maduro se dirigió al forastero para decirle: “No tientes tanto a la suerte, joven. Te hemos ofrecido precios muy bajos, pero siempre nos respondes diciendo que es demasiado dinero. Dinos, ¿cuánto estarías dispuesto a pagar?”. Tras hacer mentalmente sus cuentas, el joven ofreció una cuantía que les pareció ridícula. “¿Cómo te atreves a ofendernos con una oferta tan baja? Nosotros costeamos la caravana con una cantidad cien veces superior a la que tú nos ofreces”. Todos los ojos se volvieron hacia el ofertante, que, bajando la cabeza, se limitó a decir. “Es todo lo que tengo. Si no os interesa, partiré hacia otra ciudad a buscar negocio. Mañana saldré al rayar el alba”. Y dicho esto, se alejó del grupo, para dirigirse hasta su albergue. “Está disimulando —opinó uno de los comerciantes—. Pronto volverá y aceptará nuestra mejor oferta. Quiere jugar con nosotros para conseguir que nos precipitemos. Debemos jurar que ninguno de nosotros bajará del último precio que le hemos ofrecido. Vender por menos sería nuestra ruina”. Aquella noche, juraron por Alá que no venderían al precio que les había ofertado.

»Al alba, todos ellos se encontraron esperando la salida del joven. Sabedores de que se habían traicionado al faltar a su juramento, guardaron silencio, avergonzados. El joven firmó los documentos de compra. Así, el forastero adquirió la gran caravana a un precio ridículo. Cuando se marchó feliz, de regreso hacia Damasco, los comerciantes del lugar le maldijeron entre dientes: “Te crees que has hecho un gran negocio, pero acabas de comprar la nada. Ese es el destino que el viejo leyó”.

»Pasaron las semanas y los meses, y un buen día llegó hasta ellos la noticia de que la caravana había alcanzado felizmente su destino. Las mercancías se vendieron a un precio exorbitado. Los comerciantes se rasgaron las vestiduras, desconsolados por el excelente negocio que habían perdido. El joven sería riquísimo, mientras que ellos habían quedado en la ruina. “Y todo por el error del viejo”. Subieron a la montaña con ánimo de castigarlo, pero no lo encontraron. Un beduino les dijo que se había marchado al poco de partir la gran caravana y que no había vuelto desde entonces. Los comerciantes lo maldijeron, y regresaron a sus domicilios a rumiar su odio y su ruina.

»Muy lejos de allí, en la Damasco feliz, el joven mercader paseaba por los jardines del hermoso palacio que acababa de adquirir con las ganancias de la caravana. Tan elevadas habían sido, que podría comprarse cien de igual importancia y belleza. El aroma de los jazmines y la madreselva, y el arrullo de la fuente fresca le recordaba al paraíso mismo prometido por el Profeta. En un morabito construido en lo más apartado de sus jardines, se encontraba el viejo sabio que leía la escritura de las caravanas. Recitaba el Corán y daba gracias a Alá por haber entendido el mensaje que escribió en los renglones de la gran caravana. Nunca mintió. Se limitó a decir la verdad, “Os arruinaréis”, como así realmente ocurrió. Tras leer el mensaje de la gran caravana, abandonó el cerro, y envió un mensaje a un joven sobrino, hijo de una hermana que había emigrado a Siria con su marido. Sencillamente se limitó a decirle: “Vete a Medina y compra a este precio. No te preocupes si al principio los irritas. Aguanta unos días y terminarán vendiendo”. Todo ocurrió como estaba escrito, y las ganancias fueron de una opulencia nunca conocida. Dicen que el joven fue ejemplo de fe y misericordia, y que a muchos ayudó con la prodigalidad de su capital. En cuanto al viejo, vivió muchos años, en pobreza y ayuno, ayudando a todos con su sabiduría».

Una vez que concluí la historia, todos guardaron un prolongado silencio. Las llamas de las candelas bailaban antes sus ojos meditabundos. La historia les había asombrado, y trataban de extraer consecuencias.

—Has vuelto a sorprendernos con tu sabiduría, Es Saheli —fue el propio Abu l-Hasán quien rompió el silencio—. Todos debemos aprender la lección. Dejaremos que los propios avaros engorden su codicia. Les firmaremos pagarés por el importe que nos soliciten, pero les pagaremos después según un precio justo que estimaremos en secreto y anotaremos para cada transacción. Así el pueblo no sufrirá con la carestía. Tendremos alimentos ahora, pagaremos su precio justo después, y castigaremos la avaricia desmedida de los que nos quieren vender sus mercancías muy por encima de su valor real.

Han quedado admirados con mi relato. Algunos, todavía lo siguen rumiando en la oscuridad de sus tiendas. Mi reputación asciende esta noche a la altura misma de las estrellas que alegran el firmamento. Pero sé que debo contener mi soberbia. No somos más que siervos de Alá, y quiero ser humilde en estos momentos de reconocimiento y halago. Con mis años ya aprendí que el éxito es más peligroso que el fracaso. Y esa es una enseñanza del Corán sabio en el que creo y milito.