Las tropas del sultán de Fez marchan con diligencia hacia su glorioso destino. En la mente de todos sus soldados y generales está grabado a fuego el deseo de conquistar Tremecén. La moral entre la tropa crece a medida que nos acercamos al momento en que las arengas serán sustituidas por el fragor del combate. Las armas tomarán entonces la palabra y el veredicto de la batalla será escrito con acero y sangre. Más y más hombres se suman a la columna que avanza con júbilo. Hoy se nos ha unido el ejército que procedía del sur, y los militares han decidido marchar en dos largas columnas paralelas, para cubrir campo y evitar emboscadas. Por mis conocimientos en administración, colaboro en la intendencia de alimentos y víveres. Son tantas las bocas humanas y animales que mantener, que precisamos de montañas de granos, legumbres o carne cada día. Y no es tarea fácil. El general responsable era partidario de expropiar las cosechas a los agricultores, sin más miramientos ni remilgos, pero la mayoría pensamos que debíamos corresponder con un pago justo. Si el poder abusa, los súbditos terminan alzándose contra el soberano que los oprime. Es ley de vida, que no podemos torcer ni esquivar. Abu l-Hasán ha sentenciado a favor del justiprecio, que se abonará desde el Tesoro real. Una muestra más de sabiduría, que acrecienta su nombre entre el pueblo que lo aclama.
Cabalgo en silencio sobre un caballo berberisco la mayor parte del día, dejando vagar mi mente por los recuerdos africanos y andaluces. Pero es mi juventud la que reclama mayor atención. No puedo condenar el brío de aquellos años insensatos que me empujaron al exilio y que me hicieron extranjero en toda la tierra que pisaba. Dicen que sólo la mujer es capaz de atar al hombre. No fue ese, desde luego, mi caso. Sólo recuerdo el pánico que me provocaba la sola idea del matrimonio que me habían concertado.
La muerte de mi maestro Jawdar retrasó mi compromiso de boda. Tanto mi madre, compasiva, como mi padre, por su interés, comprendieron que no estaba en condiciones de disfrutar la gran fiesta con la que pensaban celebrar mi casorio. Sabían del afecto que sentía por mi maestro y del luto obligado que su muerte ocasionaba.
—He hablado con los padres de Afiya —me comentó mi madre—. Celebraremos la boda dentro de un año. Ni un día más. El luto por Jawdar estará más que cubierto.
Sustituí a mi maestro. Me convertí en el próspero notario de la Alcaicería, y en un desdichado burócrata. Sin la calidez y cercanía de Jawdar, el trabajo me parecía desabrido y monótono, aburrido. Cumplía lo mejor que podía, esforzándome en aplicar con buen criterio los fundamentos del derecho y la sabiduría de la tradición. Las muchas lecturas y las numerosas escrituras esmeraron mi estilo. Ganaba dinero, y ascendía social y profesionalmente, pero no lograba ser feliz. La vida de funcionario no aplacaba el volcán que rugía en mis entrañas. La camisa del honrado notario asfixiaba al poeta que llevaba dentro. Pero, confundido, no quería abandonar ni lo uno ni lo otro. Cada vez trabajaba más entre los legajos, pero mayor era aún mi abulia. Sólo en las veladas con mis amigos, con el vino y la poesía como compañeros, lograba vislumbrar instantes de felicidad. Entre los habitantes de la noche, fui adquiriendo un prestigio aún superior al que poseía en el día como leguleyo de comerciantes. Mis versos pasaban de boca en boca; eran cantados para enamorar a la amada y para ridiculizar al enemigo. Aunque algunos iban asociados a mi autoría, los más soeces y feroces circulaban sin padre conocido. Los componía y los lanzaba anónimos al aire. No era cosa prudente para un notario que los versos afilados que zaherían honores y escocían a los poderosos llevasen su firma impresa.
La síntesis poética me sirvió para mejorar la calidad de los textos legales, y el rigor y pulcritud con las que realizaba las escrituras entrenaban mi pluma y enriquecían mi vocabulario. Pronto adquirí un estilo peculiar y valorado en ambos, aunque la convivencia del notario fidedigno con el poeta bohemio resultaba una amalgama condenada a derrumbarse con estrépito algún día.
Contraté a Jawdar hijo como sirviente. Preparaba el té, recogía y ordenaba la notaría al finalizar el día, hacía las veces de recadero y mensajero. Era eficaz y leal, a pesar de sus limitaciones. Se esforzaba en resultar útil, y yo le pasaba una pequeña paga, que malgastaba con los niños de su barrio. Les regalaba golosinas para ganárselos, pero era correspondido con risas de burla. Parecía no importarle esa humillación infantil. Era el tonto, grande y bueno del barrio y Jawdar aceptaba feliz aquella situación. Siguió viviendo en su casa, y yo pagaba a una mujer para que se encargara de las tareas de limpieza, de la alimentación y del vestido de aquel gigantón simple. Con el tiempo se fue convirtiendo en mi sombra, inseparable ya de mi devenir. Pronto me lo llevé como compañero a alguno de los recitales poéticos que frecuentaba. Se quedaba siempre al fondo, escondido entre las sombras, con los ojos y la boca muy abiertos.
—Qué bo…, bonita, es la poesía.
Donde quiera que yo fuera, allá iba él, unos pasos atrás, siempre discreto.
—Jawdar tiene que conocer mujer —propuso una noche Abdelhai, con unas copas de vino recio que le iluminaban las malas ideas.
Tomé a broma lo que debía haberme alarmado. «Se trata de una inocentada —pensé—, todos mis amigos lo quieren, jamás le harían daño ni lo humillarían». Llené de nuevo la copa y me recosté sobre los cojines. Esa noche mi pupilo eclipsó el protagonismo de la poesía. Su vida era desnudada por las preguntas directas e impúdicas. Los dejé hacer, al no ver malicia en ellas, y, sobre todo, al comprobar que el hijo de mi maestro parecía feliz por poder compartir sus secretos con los que consideraba sus amigos.
—Vamos a ver, Jawdar, ¿tienes novia?
—No, no…, nin…, ninguna novia.
—¿Por qué?
—No lo…, no lo sé.
—Pero ¿tú quieres tenerla?
—Yo…, yo sí. Pe…, pero ellas no me quieren. Se…, se ríen cuando les hablo.
En ese momento me avergoncé de saber tan poco de mi protegido Jawdar. Lo trataba como si fuera un niño. Me había limitado a que nada le faltara, pero eso era insuficiente. Lo tenía a mi servicio, para que estuviera ocupado y se sintiera útil, pero jamás me había interesado por sus sentimientos, ni se me habían pasado por la cabeza esas preguntas tan obvias y urgentes. Jawdar tenía una mente infantil dentro de un cuerpo de hombre. Yo, que tanto me observaba a mí mismo, no había reparado en las necesidades de los demás. ¿Qué sentiría Jawdar hacia las mujeres? A buen seguro que su hombría le exigiría un tributo de hembra. ¿Que debía hacer? Por lo pronto, permití que el juego continuase.
—Jawdar… ¿Te has acostado con alguna mujer?
Casi se me atragantó el vino. ¿Cómo se iba a haber acostado con una mujer, si era un inocente?
—Sí…, con mi madre. Mu…, muchas noches dormíamos juntos.
—No nos referimos a tu madre. Te preguntamos si te has metido en una cama con una mujer desnuda, la has acariciado, y le has metido…
—¡Basta! —les interrumpí—. ¿Qué hacéis?
—Estamos hablando con Jawdar como haríamos con cualquier otro amigo —me respondió en voz baja Amín, mientras Jawdar seguía con la boca abierta intentando responder las preguntas de mis amigos.
Tenían razón. Entre hombres, esas cuestiones se abordaban con naturalidad. ¿Debía, entonces, dejar que Jawdar se sincerara como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros, o cortaba de raíz aquella conversación comprometida? Lo miré, parecía feliz y divertido. La violencia sólo se cebaba en mis prejuicios. Aquella noche estaba siendo especial para él. Se sentía como uno más, hablando de lo que nosotros hablábamos, e intentado responderse las preguntas que, a buen seguro, alguna vez se habría hecho. ¿Por qué todos los jóvenes de su edad se casaban y él no?
—No…, no he metido… —y sonrojándose, introducía su dedo índice en la oquedad que hacía con la palma de la mano izquierda.
Nuevamente me sorprendí. No me hubiera figurado que Jawdar se hubiese siquiera planteado la cuestión.
—Mis… mis amigos del barrio sí lo han he… hecho.
Los amigos de su infancia estarían en su mayoría casados. Jawdar habría tenido que renovar cada año sus amistades con generaciones más jóvenes, dado que él ancló su edad mental en los once o doce años. En el barrio donde se crió habría oído de todo. ¡Tan sólo Alá sabría qué clase de bromas habría tenido que soportar!
Abdelai se dirigió a él con cariño.
—Jawdar, ¿quieres acostarte con una mujer, y hacer… chaca, chaca? —y mientras hablaba le hacía el explícito gesto de meter y sacar el índice tal y como él lo había hecho con anterioridad.
Abrió los ojos, se rió pícaramente, y respondió efusivo:
—Sí…, sí… quie… quiero.
—¡Pues vamos a ello! Esta noche conocerás mujer.
Me incorporé de un salto. ¿Cómo podían haber llegado tan lejos?
—Ya basta. Nos vamos. Mañana Jawdar y yo tenemos que trabajar.
—¡Espera! Todavía es temprano. No te pasará nada si te acuestas dentro de una hora.
—Yo…, yo no quiero ir a… casa —me suplicó Jawdar.
—Es Saheli, ven un segundo.
Me apartaron del grupo. Amín, que era el más sensato, se dirigió a mí.
—Comprendemos que te cueste aceptar lo que vamos a hacer. Al fin y al cabo, sabemos que tu maestro te encomendó la custodia del hijo de su criada. Pero tiene que conocer mujer, si no, terminará explotando. Es mejor que se desfogue bajo nuestro control a que un día nos enteremos que ha resultado linchado por haber saltado sobre una niña. Algunas familias castran a sus hijos retrasados para eliminarles el deseo sexual, como hacemos con los caballos o los bueyes. Tienes que decidir, Es Saheli. O autorizas a que lo castren, o nos das permiso para que lo acompañemos hasta donde una mujer comprensiva lo inicie en las artes del amor.
Sabía que Amín tenía razón, pero era incapaz de reconocérsela. Desde luego, jamás castraría a Jawdar. Antes me cortaría un brazo. Bajé la cabeza, en reconocimiento de mi derrota.
—Id vosotros. Yo no soy capaz. Acompañadlo después a su casa, por favor.
Salimos a la calle. La noche estaba estrellada y fría. Los observé mientras se iban bulliciosos y alegres hacia la casa de una viuda que recibía hombres con discreción. Las malas lenguas afirmaban que se había especializado en iniciar en las lides del amor a los jóvenes inexpertos. Era suave, comprensiva y cariñosa. La doctora le aplicaría la dulce terapia que calmaría sus ansias. Regresé a mi casa dando un paseo perezoso. Me sentía viejo y pacato aquella noche en la que Jawdar conocería hembra. Mirando a los cielos intenté escudriñar algunas de las más remotas constelaciones, dicen que en ellas está escrito el destino de los hombres. No encontré el mío, que seguía oscuro y vacío. Pero, en el horizonte, allá lejos, una estrella me guiñó con un inesperado brillo. La figura de Jawdar me vino a la mente entonces. Sonreí para mis adentros. El inocente sería feliz esa noche. Había acertado dejándolos marchar.