Nunca olvidaré el día en el que Jawdar murió entre mis brazos.
La muerte es fea, fría, aterradora. Esquivé su visión siempre que pude, y tan sólo en contadas ocasiones asistí a la agonía de mis conocidos o familiares. Cumplía después, cuando el cuerpo ya yacía bajo tierra.
El recuerdo atrae al escalofrío. Trabajaba solo en la notaría aquella mañana. Jawdar no se había presentado. Era extraño, jamás incumplía su principio sacrosanto de puntualidad. El hueco de su ausencia me produjo el mismo vacío que los barrancos de Guéjar. Me sentía inseguro mientras realizaba anotaciones en las escrituras sin su presencia bondadosa y sabia. Era raro, muy raro, que nada me hubiera advertido. ¿Por qué no había llegado? Nunca, nadie, debía haberme respondido a esa fatídica pregunta. A última hora de la mañana, un hombre se presentó nervioso ante mi oficial.
—Jawdar está muy enfermo. Pide que vayas.
Corrí tras el hombre, sin preocuparme de apariencias. Casi tiré el carro de un mercader, y empujé a una mujer al girar una esquina. Era consciente de que muchos de los mercaderes de la Alcaicería se escandalizarían al ver al ayudante de su notario correr como un loco ante clientes y paseantes, pero yo no estaba para sutilezas ni remilgos. Mi maestro estaba enfermo, muy enfermo, y debía llegar a él cuanto antes. No podía perder de vista al hombre que me guiaba. Corría como una liebre y me costaba seguirle. La urgencia de la agonía parecía concederle unas alas de las que yo carecía. A pesar de mi esfuerzo, se alejaba. Nunca había estado en casa de Jawdar y temía extraviarme por los vericuetos de las callejas de los barrios cada vez más humildes por los que nos adentrábamos. Le grité que me esperase. Cuando le alcancé, le pregunté entre jadeos:
—No estará muerto, ¿verdad?
—Creemos que agoniza. Apenas se entienden sus palabras…
Supe de la muerte cercana. Me pareció reconocer su huesudo rostro de espanto en los rostros de las personas con las que nos cruzábamos.
Cada calle que recorríamos desembocaba en un barrio aún más pobre. Llegamos hasta un arrabal cuyo nombre ni siquiera conocía y nos detuvimos delante de una casa humilde, pero limpia y encalada. Entramos a un patio pequeño, sombreado por una higuera y un melocotonero. La vivienda me resultó familiar, a pesar de jamás haber pisado aquel barrio marginal. Uno de los vecinos que allí se encontraba me condujo, en respetuoso silencio, hasta la habitación del fondo, donde se encontraba mi maestro, tumbado sobre un camastro. En su rostro afilado, descubrí a la muerte que asediaba aquella alma. Pronto sería suya. Quise ser fuerte, y le agarré su mano. Estaba fría. Jawdar pareció reconocerme, y esbozó algo parecido a una sonrisa.
—Abu Isaq… has venido.
—Maestro, aquí estoy. En la notaría todo va bien, no te preocupes. Pronto te pondrás bueno y podrás volver al trabajo. Yo te mantendré los asuntos al día.
—Abu Isaq, no juegues con los hilos del destino. Lo que está escrito, escrito está. No volveré a la notaría, ni saldré con vida ya de mi hogar…
Respiraba convulsamente, y le costaba pronunciar frases largas. Yo guardaba silencio y no le interrumpía, para no apremiarlo ni atosigarlo.
—Quiero que des fe de mi testamento. Toma como testigo a cualquiera que se encuentre en la casa. Son todos amigos y respetarán mis deseos.
—Haré lo que me pides.
Tomé un cálamo y papel y pedí al que me que había guiado hasta allí que testificara lo que allí se dijese.
—Puedes dictar tu testamento.
—En la confianza de la clemencia de Alá entrego mi alma. Sólo poseo mi notaría, que dejo a Abu Isaq Es Saheli. Esta casa también quiero que sea administrada por él, siempre que cumpla la condición que le pediré en privado.
—Se hará como desees.
—Estos son los únicos bienes que poseo. El dinero ya lo repartí entre los pobres.
El deber cumplido de legar su herencia pareció reanimarlo. Hablaba con mayor fluidez, y era capaz de articular largas frases. Yo estaba sorprendido al resultar heredero universal de sus bienes. El testigo, conocedor de la virtud de mi maestro, murmuró:
—En verdad es un hombre santo. Todo lo que ganó lo repartió como limosna. Como dice nuestro libro sagrado: bienaventurados los creyentes que cumplen la limosna con humildad, que evitan la ostentación y que la ofrecen por propia iniciativa.
Jawdar logró oírlo y encontró fuerzas para responder.
—No soy un hombre santo. Por eso pido clemencia a Alá.
Haciendo un enorme esfuerzo logró levantar la cabeza. Pidió al hombre presente que saliera.
—Deseo hablar a solas contigo, Es Saheli.
Me senté a su lado. Me cogió la mano, y me miró sin verme.
—Me muero, Es Saheli, me muero. Espero estar pronto en el regazo de Dios. Pero antes tengo que pedirte un gran favor.
—Te escucho.
Jawdar carraspeó antes de pronunciar un deseo que se adivinaba íntimo, secreto.
—Abu Isaq, no fui tan virtuoso como todos creen.
Lo dejé hablar. Aquel hombre era un santo, nada malvado podía anidar en su corazón.
—Me casé con Adiba, la hija de un rico comerciante. Era bella como una rosa y ambiciosa como un cortesano. Con los muchos dinares que ganaba en la notaría hice construir una hermosa casa de dos plantas. La fuente del patio alegraba con sus cantos las noches de estío. Pero yo no fui feliz a su cobijo. Ella quería riquezas y posición, y yo me esforzaba por conseguírselas. Me halagaba que su familia admirara mi brillo y capacidad. Le oculté los pecados de mi madre, incapaz de afrontar en público lo que en privado ya había aceptado. Lo que para todos sería un terrible vicio, era para mí la muestra suprema del amor que nos profesó.
—Tenías motivos para estar orgulloso de ella, Jawdar.
—Espera, deja que termine. Ya sabes lo impredecibles que son los humores del alma. Algo raro me sucedió. A medida que mi mujer más se acicalaba, con sofisticados perfumes y sensuales vestidos de gasa y seda, menos la deseaba. Yacía con ella por deber, en busca de un hijo que el destino no nos regaló. El gozoso acto de amor suponía en verdad un sacrificio, una obligación. Llegué a dudar de mi propia hombría.
Entre frase y frase, Jawdar respiraba con dificultad. Yo nada le decía, para no interrumpirlo ni apremiarlo.
—En esto que murió Alawán —continuó mi maestro—, el marido de mi madre. Lo sentí de veras, había aprendido a respetar a aquel pobre hombre al que durante mi adolescencia tanto odié. Dispuse la ceremonia de su funeral en una mezquita, para que mi mujer no conociera esta casa. Me avergonzaba de lo propio, de nuevo me postraba como esclavo de las apariencias. La familia de mi esposa acudió al funeral, como signo del respeto que me profesaba, y allí se encontraron con algunas de las amigas de mi madre, de profesión tan dudosa como la que ella había ejercido desde la clandestinidad de su propio domicilio. Sus afeites ya lo decían todo. Los parientes se escandalizaron por el hecho de que en el funeral de la familia del notario de la Alcaicería asistiese aquel ramillete de rameras descaradas. Nada me dijeron, porque eran gente educada y discreta, pero aquel funeral tuvo dos consecuencias que marcaron mi vida posterior. Por la noche, discutí con Adiba, que me echó en cara la baja estofa de las amistades de mi familia. A punto estuve de repudiarla, pero decidí aguantar bajo el yugo de un matrimonio que ya supe sin amor para el resto de mis días. Pero algo luminoso también ocurrió. Al salir del funeral crucé la mirada con una de las prostitutas y, desde ese mismo instante, deseé no tener que apartar nunca más mis ojos de los suyos. Intuí un océano de sensaciones desconocidas que me llamaban desde su interior. No nos dijimos ni una palabra, pero algo quedaba pendiente entre nosotros. La volví a encontrar en una visita que hice durante los días siguientes a mi madre. Se llamaba Jasmina. Nos hicimos amantes, y me enseñó del amor y la pasión. Me mostró los gozos y los deleites que caben en el cuerpo de una mujer y con ella navegué por los mares del placer sin orillas ni límites. Durante meses la frecuenté a escondidas, mientras mantenía las apariencias del matrimonio, sólido ante los ojos de las gentes, pero ya roto para nuestros corazones.
Oía con asombro su historia. Sabía que era viudo desde hacía muchos años, pero jamás nadie me contó nada acerca de su vida marital. Jawdar abría la ventana de su proverbial discreción. Me sentí aún más cercano a él. Yo era víctima de temores sociales y de las apariencias, me iba a casar sin amor, y también compartía pasión con una prostituta. Sus labios volvieron a abrirse.
—Jasmina me dijo que abandonaría la profesión. No podía estar en brazos de otros hombres. Y fue entonces cuando le pedí que siguiera ejerciendo su oficio, que yo la quería tal y como era. Ni yo mismo comprendí bien por qué hacía eso. Esa sería mi verdadera muestra de amor, pensé. «Como tu madre y Alawán», me comentó. «Sí», le respondí. «Como mi madre y Alawán». Después, rompí a llorar como un niño entre sus brazos. Con la profunda sabiduría que encierran las mujeres, entre besos y caricias, me prometió que seguiría en su oficio, pero que lo dejaría en cuanto se lo pidiese. Ya ves, Abu Isaq. Yo, que tanto desprecié a Alawán, terminé convirtiéndome en continuador de sus miserias.
Acaricié la mano de Jawdar. Sabía de su esfuerzo por hablar y por sincerarse.
—Una tarde, Jasmina me confesó que estaba embarazada. Me dijo que creía que el hijo era mío, aunque no lo podía asegurar. Le creí. En esa ocasión fue ella la que lloró. «No te preocupes —la consolé—, a tu hijo nada le faltará». Todo se complicaba, y tuve que hacer un gran esfuerzo para que mi propio desorden no afectara a la marcha de una notaría próspera. En esto, mi esposa Adiba enfermó y nada pudimos hacer por salvar su vida. Llamé a los más reputados médicos de Granada, pero con su ciencia no pudieron alterar los designios del destino. Lloré en su entierro ante mi mayor fracaso. Despedía a una mujer a la que no supe amar ni hacer feliz. Tras su entierro, me refugié en los brazos de Jasmina, hasta que la prominencia de su vientre nos recomendó atemperar nuestro ímpetu. Sufrí por aquel entonces una profunda crisis personal, al no poder soportar la dislexia que me causaba el mantener la imagen de honrado notario, severo y justo, durante el día, y amante de una prostituta por la noche. Sería, además, padre de un hijo secreto. Incapaz de mantener la farsa por mucho tiempo, me planteé abiertamente el hacer pública la situación, pero fue la misma Jasmina la que me disuadió de mi locura: «Perderás tu honorabilidad y tu clientela. A los comerciantes de la Alcaicería no les gustará descubrir que convives con una prostituta, a la que dejaste preñada antes de que muriera tu mujer. No seas loco, nada ganarás con ello. Cada sociedad tiene sus leyes, y si quieres vivir en ella, debes cumplirlas. Y las de las apariencias son de las más importantes. Sigue con tu juego de prestigioso notario. Será mejor para todos, también para tu hijo».
Jawdar se recostó, para descansar del enorme esfuerzo físico y moral que estaba realizando al confesarme las contradicciones de su vida. Que el hombre que más admiraba hubiera ocultado durante tanto tiempo sus íntimas infamias, me consolaba. Yo también tenía mucho que callar. ¿Acaso todos escondemos algo? ¿Es que todos padecemos de miserias ocultas? No pude seguir reflexionando. Jawdar se incorporó para terminar de contar su historia.
—Las cosas materiales fueron perdiendo importancia. Cumplía con mi deber profesional, pero me fui separando poco a poco de los fastos del siglo. Ni me importaba el dinero que ganaba, ni los lujos, ni el escalar posiciones sociales. Comencé a adentrarme en la senda del sufismo, y eso aún me despegó más de los adornos materiales. Un día, decidí venirme a vivir a la que fuera la casa de Alawán. Mi madre estaba enferma y tenía que cuidarla. Vendí la casa que hice para mi difunta esposa y doné el dinero para un hospital que comenzaba a construirse. Me instalé en este barrio humilde. Mi madre murió el mismo día que nació mi hijo. Ella se fue, su nieto llegaba. Jasmina insistió en llamarlo Jawdar. Acepté. Le pedí que viniera a vivir conmigo, no podía soportar el vacío de la soledad. Dijimos que se trataba de una criada y que Jawdar era su hijo. Al fin y al cabo, muchas rameras, al pasárseles la edad, se colocaban en casas para realizar tareas domésticas. Nadie preguntó nada. Así vivimos durante muchos años, en los que fuimos envejeciendo mientras Jawdar hijo crecía. Jasmina falleció hace unos meses, y yo comencé a morir el mismo día de su entierro. Sufrí en silencio su marcha, y desde entonces preparo la mía. Nada tengo que hacer ya en esta vida. Ojalá Dios me permita reunirme hoy con ella en el paraíso de los justos…
Unas lágrimas torpes e indecisas rasgaron su rostro venerable.
—Te quiero pedir un favor, Abu Isaq. Cuida de Jawdar. Tiene más o menos tu edad, pero es algo simple. No tiene la inteligencia ni el carácter suficientes para poder desenvolverse solo en la vida. Es como un niño grande. Cuando me vaya, no tendrá a nadie. Hazlo tú, por favor. Las rentas de la notaría te darán para eso y mucho más…
—Quédate tranquilo, yo cuidaré de él.
—Gracias, muchas gracias.
Fue él quién me apretó la mano. Vi el agradecimiento en su rostro y la satisfacción de dejar todas las cosas de su vida ordenadas.
—Llama al joven Jawdar, por favor.
Levanté la voz para pronunciar su nombre. Mientras llegaba, Jawdar confirmó al testigo que la casa también pasaría a mi nombre, puesto que había aceptado lo que me había solicitado. Al instante, apareció un joven corpulento y destartalado al caminar. Tartamudeó al hablar.
—Ho… hola.
Se arrodilló junto al viejo notario, que le acarició el cabello con cariño. Una duda me asaltó. ¿Sabría el joven que el notario era su padre, o se había criado bajo la ficción de ser hijo de Jasmina, la criada de la casa? No tardé en comprobarlo.
—Se… señor, ¿de… desea algo?
Jawdar se incorporó enérgicamente, y dando un fuerte grito dijo «¡amor y paz!». Expiró en mis brazos, junto a su hijo secreto. El joven comenzó a llorar y a rasgarse las vestiduras, y tuvimos que apartarlo casi por la fuerza. El velatorio se organizó con prontitud, y fueron muchas las personas que por allí pasaron para rendir sus últimos respetos a un hombre que consideraban santo. Lloré su ausencia con hondo sentimiento. En verdad, fue un santo, a pesar de sus cobardías. Que Alá lo tenga en su gloria.
Llevábamos un tiempo de velatorio cuando me dirigí al vecino que me guió hasta la casa. Parecía desconsolado, pero fui yo el que me quejé amargamente.
—No, no es justo que muera. ¡Tenía tantas cosas buenas que hacer!
El hombre, tan consternado y dolorido como yo, recitaba la salmodia del consuelo.
—Alá así lo ha querido. No podemos sino darle gloria. Pronto estará en el paraíso.
Quise rebelarme contra ese destino ciego que enjaula nuestra libertad. Apreté con rabia mis puños, retando al porvenir fatal. Uno de los ancianos que allí se encontraban, recitando los noventa y nueve nombres de Alá con su rosario de cuentas, pareció percatarse de mi subversión desconsolada y ciega. Me agarró del brazo para decirme:
—No intentes jamás eludir el destino. Está escrito desde el principio de los tiempos, y nadie, ni siquiera el monarca más poderoso, logrará modificar ni una sola de sus líneas.
—Lo sé, pero cuesta aceptarlo. A veces pienso que deberíamos alzarnos contra él.
—No te serviría de nada. Te contaré una leyenda que jamás debes olvidar. Es real, por más que tu dolor ahora te haga percibirla como fantasía. Escucha las palabras sabias de lo sucedido. «Una bulliciosa mañana de mercado, Abdelkrim bajó feliz a la medina. Como los aromas y colores de las mercancías le animaban los sentidos, decidió pasear tranquilo. Al doblar una esquina entrevió un terrible rostro entre la muchedumbre. Era la muerte que se acercaba. Sus miradas se entrecruzaron y Abdelkrim, aterrorizado, advirtió una expresión de desconcierto en el rostro cadavérico. Abdelkrim decidió no rendirse ante ella. Rompió a correr con toda la velocidad que le concedían sus piernas, todavía ágiles. Al rato miró hacia atrás: nadie le seguía, había logrado despistar a la propia muerte. Pero no se quiso confiar y, en vez de retornar a su domicilio, decidió huir de la ciudad. Montó en un veloz caballo y se dirigió hacia un pueblo apartado, donde la muerte no podría encontrarlo. Galopó hasta la extenuación y al amanecer reconoció la familiar silueta de la aldea. Pero antes de entrar, pensó buscar un lugar todavía más seguro. Entre las brumas del olvido logró recordar una cabaña en un remoto barranco escondido en las montañas. Superando el enorme cansancio que acumulaba, inició el ascenso lento y penoso. Pronto su caballo cayó extenuado; con lágrimas en los ojos dejó a su fiel corcel agonizando en el camino. No podía detenerse bajo ningún concepto, tenía que alejarse más y más de la muerte… La ascensión fue durísima y, casi a rastras, llegó hasta el escondido refugio. Jadeando, empujó la puerta y, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se paralizó de horror. ¡La muerte estaba allí esperándolo! Intentó huir, pero no tenía ya fuerzas para moverse. Mientras se desvanecía para siempre, logró oír lo que la muerte le decía: “Abdelkrim, has llegado puntual a la cita que, desde el inicio de los tiempos, tenía concertada contigo. Mira —y le mostró algo parecido a un pergamino—, aquí está la fecha de nuestra cita de hoy en esta cabaña. Me sorprendió muchísimo verte ayer en el mercado de la ciudad: no te tocaba. Yo iba a la medina a recoger a una anciana viuda, y como mi cita contigo era aquí, hoy, cuando te vi temí que no te diera tiempo a llegar. Afortunadamente, como siempre, todo ha ocurrido según estaba escrito: has aparecido en el momento y a la hora prevista. Bienvenido al reino de los infiernos”».
No respondí al anciano. La historia me había impresionado vivamente. Agaché la cabeza y recé al buen Alá. Desde aquel día, jamás he vuelto a retar al destino. Dado que es inevitable, no se debe luchar contra él. Fue la última lección que aprendí de mi maestro. Que Jawdar esté para siempre en el paraíso de los hombres justos y buenos.