XVII
al malik, el Soberano

Desde mi reposo, puedo percibir la creciente agitación que se apodera de Fez como si se tratara del lento despertar de una fiera somnolienta. Los preparativos para la guerra son de dominio público, y todos tienen su propia opinión. Los sirvientes me traen noticias diversas y confusas que ni les valoro ni les comento. Tengo mayor información que todos ellos. No en vano he asistido hoy en palacio a la recepción de despedida que el sultán ha organizado para los poderosos de su corte. Ha querido dejar todo ordenado y ha garantizado la seguridad en la retaguardia. Después hemos orado en la mezquita real, donde el imán ha rogado a Alá por el éxito de nuestros ejércitos. Sus palabras me han parecido atinadas y justas.

—Abu l-Hasán, debes confiar en Alá y luchar por la justicia. No te enardezcas ni en la venganza ni en la crueldad. Sé justo. Recuerda las palabras del Profeta: «Combatid por Alá contra aquellos que os ataquen, pero no rompáis las hostilidades. Alá no ama a los que provocan la guerra». Los zayyadíes han sido los que han provocado vuestra ira. No satisfechos con sus maldades, intentaron envenenar al embajador del reino de los negros. Pecaron contra los hombres y contra Dios. Merecen un castigo. Que Alá lo aplique a través de tu mano armada.

La recepción posterior fue breve. Los ánimos estaban enardecidos, la gesta se respiraba en cada poro de los cortesanos. Se sienten protagonistas de una epopeya que la historia recogerá en su memoria. Una alegría contagiosa se respiraba en aquel grupo de escogidos. Los generales, metódicos y ordenados, acordaban maniobras y rutas, determinaban abastecimientos y logísticas, asignaban recursos y discutían estrategias. Y, en medio de todos ellos, se erigía magnífico el sultán, cuyo resplandeciente liderazgo a todos admiraba y unía. La emoción nos embargaba. Fue un instante mágico en el que tuve la premonición de la victoria. De hecho, creo que los allí presentes fuimos partícipes de ese triunfo anticipado. Nos sentimos unidos en un destino luminoso y compartido. Ese es el verdadero talento del gobernante, hechizar con la alquimia de la ilusión a las fuerzas que lo sostienen. El que lo consigue, dispone de un ejército invencible que nada ni nadie podrá detener.

Estoy deseando partir con los ejércitos.

Vuelvo a tomar el cálamo cuatro días después de que la tinta manchara por última vez este papel. Sigo preso de la excitación que produce el trajín del ejército. El bullicio de las armas, los caballos, las tiendas, los pertrechos y equipamientos bélicos nos mantiene en un permanente estado de jubilosa tensión. Anteayer salimos de Fez. Acompaño al séquito del sultán, que ha pedido dormir en una tienda militar en el mismo campamento de sus soldados. La medida ha reforzado la admiración que sentimos por él. Vive y viste como un general más, sin ningún tipo de lujo ni ornato.

Durante el día avanzamos con lentitud, abriéndonos por el descampado. Reconocedores del terreno y vigías marchan adelantados. El enemigo ya se habrá enterado de nuestros planes, y en cualquier momento puede intentar un ataque desesperado. Sin embargo, no se percibe miedo ante el combate. La moral está alta y alegre. Marchamos hacia Oujda, llaneando por el gran valle que se extiende hacia el noreste. Las montañas del Rif lo delimitan al norte y el colosal Atlas al sur. En unos cinco días de marcha llegaremos al límite del reino, donde se nos unirán los ejércitos que proceden de otras guarniciones del país. Se han mantenido en estado de alerta las de Tánger, en previsión de un ataque de los castellanos, y las de Marraquech, como garantía ante las tribus irredentas del Sáhara. Asisto todas las noches al fuego del monarca, donde después de despachar algunos de sus asuntos de gobierno, se recitan versos de amor y guerra. No vienen mujeres en la expedición. Abu l-Hasán ha prohibido las sirvientas y concubinas. Incluso ha disuelto la caravana de prostitutas que siempre suele seguir a los ejércitos. No quiere ni disipación ni conflictos durante la campaña. Sus generales, entre risas, afirman que la abstinencia volverá más feroces a los soldados. Así desearán más a las mujeres del enemigo. Para mantener la moral y el espíritu militar, las normas han sido estrictas. Queda absolutamente prohibido, bajo severas penas, el vino, el juego y la homosexualidad, así como cualquier delito, por pequeño que sea, contra las poblaciones por las que atravesamos.

Es la primera gran expedición militar en la que participo, y jamás llegué a sospechar los extraños estímulos que me estremecen. Quizá todos los hombres llevemos un atávico guerrero agazapado en las entrañas, presto a emerger tras los estandartes que lo hagan vibrar. La civilización no ha logrado borrar esos instintos primitivos que laten con fuerza en las partidas de caza, o que estremecen en los lances de amor. Jamás me sentí guerrero, y guerrero hoy soy. Siempre desprecié la rudeza militar, y admiro ahora su ascética disciplina. Cabalgo y duermo con ellos y recito poemas ardientes al valor y la guerra. Quiero que mis versos incendien ánimos y sentidos bajo las estrellas africanas.

Después me tumbo bajo mi manta y medito sobre lo voluble de la voluntad humana y su extraña naturaleza. En la guerra, por primitiva, todo es más simple. Se trata de matar y ganar, o de perder y morir. Jamás me gustó pensar sobre la muerte, y hoy la canto heroica.