El visir Osmán cumplió su promesa. Mi padre me convocó para darme la buena nueva del empleo.
—Entrarás como ayudante del notario de la Alcaicería.
La Alcaicería era el mejor zoco de la ciudad, y la notaría una de las más prestigiosas y rentables. Osmán se había portado bien con nosotros.
—Debes estar muy agradecido y satisfecho, hijo. Dada la avanzada edad de Jawdar, el actual notario, podrás heredarla pronto.
—Gracias por tu ayuda, padre. ¿Cómo podré agradecérselo a Osmán?
—Los poderosos no quieren ni dinero ni regalos. Sólo te piden tres cosas. Sumisión mientras les vaya bien, apoyo cuando lo necesitan y salvación cuando caen en desgracia.
Comencé a trabajar, con ilusión y esfuerzo en la notaría. Mi madre se mostraba muy orgullosa.
—Hijo, serás un hombre importante y respetado.
Aunque he conocido mucha maldad, también he podido gozar de hombres de luz. Y, entre los buenos que conocí, el notario granadino Jawdar tendrá siempre un lugar preferente en mi corazón. Mi trabajo en la notaría me hizo cambiar. De repente, deseé convertirme en adulto, responsable. Quise enterrar el recuerdo de Abdalá, olvidar los rigores de la religión, los júbilos del vino, la alegría de la bohemia. Incluso, por un tiempo, abandoné el trasnochar y comencé a asistir a las tertulias de mi padre, en las que, inevitablemente, se terminaba hablando de la política del reino, que cada día me desconcertaba y confundía más. En teoría nuestros enemigos, los que nos sojuzgaban y nos hacían pagar altos impuestos y humillantes vasallajes, eran los castellanos. Frente a ellos teníamos que defendernos. Sin embargo, nuestros nobles y militares malgastaban su energía en conspirar contra palacio o a intentar medrar frente a otros candidatos. La corte se desangraba en luchas internas, estériles y soterradas que impedían la eficaz custodia y defensa del reino. Y nuestros supuestos aliados, los meriníes, no eran mucho mejores que los castellanos. Comprendí entonces que el reino de Granada era un imposible. Y no sólo por los castellanos que ambicionaban nuestras tierras o por los meriníes que querían dominarnos, no. El principal enemigo de Granada vivía en el interior de su propia sangre.
—Alá quiso crear el paraíso en la tierra —se repetía con sorna—. Puso altas montañas de nieves eternas y veneros de aguas frescas y cristalinas. Lo adornó de valles fértiles, templados en invierno y frescos en verano, le concedió un rico mar para pescar y mercadear y unas vegas ubérrimas en las que era posible cosechar varias veces al año. Una vez que terminó, el Creador quedo satisfecho con su obra. La llamaré Granada, se dijo. Pero en su inmensa sabiduría comprendió que levantaría la envidia del resto del planeta. Como espejo de justicia que era, no podía permitirse el que alguien lo recriminara por favorecer aquella tierra. ¿Cómo podría equilibrarla? Y tras mucho pensarlo, tuvo una gran idea. Creó a los granadinos. Compensó la armonía de su creación con la maldición de aquellas gentes querellantes y disociadas. Supo entonces que había terminado su obra.
En las tertulias políticas en las que jugaba a sentirme hombre, comprendí la infinita soledad de lo andalusí. Los cristianos del norte nos consideraban árabes, nosotros nos sabíamos andaluces, herederos de los antiguos atlantes y tartesios. Los bereberes nos despreciaban por débiles, pero admiraban nuestra cultura y refinamiento. Nosotros despreciábamos a nuestros vecinos del sur, por rudos y fanáticos, pero precisábamos de su fortaleza y poder. No éramos de los unos ni de los otros, como bien cantó Ibn Hazm, el poeta del amor:
Yo soy el sol que brilla en el cielo de las ciencias;
mas mi defecto es que mi oriente es el Occidente…
Mientras avanzaba en el estudio y la práctica del derecho, aprendí los cimientos de las ciencias de la política. Éramos débiles rodeados de enemigos fuertes que deseaban devorarnos. Sólo podríamos salvarnos gracias a la astucia del equilibrio, jugando varias cartas a la vez. Si temíamos a los castellanos, de los meriníes aborrecíamos. Que esa fue desde siempre la maldición de Al Ándalus. Con los cristianos del norte compartíamos la raza y con los musulmanes africanos, la religión. ¿Y la cultura? Con ninguno. Ya éramos un pueblo rico desde mucho antes que los fenicios mercadearan en nuestras costas. Cuando la gran Roma llegó a la Bética, se encontró con un país sabio. Y la llegada del islam fue paulatina, pacífica, dulce. Frente al politeísmo de los trinitarios cristianos, abrazamos el unitarismo que venía del Oriente. Un solo Dios, proclamábamos, y un solo Dios abrazamos con la fe del islam. Pero compartir sangre y suelo con los cristianos, y fe con los bereberes y árabes, significaba estar condenados al infortunio. Ni de los unos ni de los otros nos podremos fiar jamás. Nuestra salvación será hija de la astucia, jamás de los aceros.
—Los andaluces no somos guerreros —me repitió en alguna ocasión Jawdar, el muwattiq de la Alcaicería—. Nuestros campos de batalla están en las artes, y nuestras conquistas en los sentimientos. Los guerreros siempre nos derrotaron, pero nosotros siempre terminamos moldeando el metal de sus armas con la salmodia de nuestros cantes, como tan bien lo hizo Ibn Hazm:
¡Vete en mal hora, perla de la China!
Me basta a mí con mi rubí de Hispania.
Jawdar, era un viejo bondadoso y sabio, querido por todos los comerciantes del principal zoco de la ciudad. Hombre sencillo y humilde, se esforzaba en realizar con prudencia y justicia su trabajo y en ayudar a todo aquel que le pidiera favor o consejo.
—Los notarios somos aliados de la propiedad —me dijo uno de los primeros días de trabajo.
Jawdar, que trabajaba entre ricos, vivía como un pobre en el arrabal antiguo. Era extraño, en un hombre de su posición.
—Por eso, el dinero que ganamos con las escrituras que otorgan los ricos debemos entregárselo a los pobres, que lo precisan.
El muwattiq apenas comía, ascético en su virtud. Tampoco gastaba ropas lujosas, ni se hacía acompañar por sirvientes ni esclavos.
—¿Qué hace con el dinero que gana? —me atreví a preguntarle un día.
—¿El dinero? ¿Qué es el dinero, Abu? ¿Acaso es importante?
—Todos luchan por poseerlo. Da poder, se pueden comprar cosas, mujeres, palacios, caballos.
—¿Otorga la felicidad?
—No, pero ayuda a conseguirla.
Desde la ventana de sus ojos ancianos vislumbré ternura y sabiduría.
—Mi familia proviene de Córdoba. Mi padre era alarife. La ciudad languidecía por la melancolía y la ruina. Fernando el Bizco entró en la ciudad en 1246. Ese mismo año nacía yo. Mi padre, empujado por la necesidad, decidió cambiar de aires. Pensó en mudarse a Sevilla, pero la inminencia de la guerra lo disuadió. Aunque Fernando III no tomó medidas graves contra los creyentes, muchas familias abandonaron la ciudad por temor a futuras represalias. Otros se quedaron, tras renegar de la única fe verdadera. Al final, mi familia se decidió por Granada. Aquí nos vinimos, sin más tesoro que la salud, ni más compañía que nuestra miseria. La maldición parecía perseguirnos. Mi padre se mató al caer de un alto andamio cuando remataba una obra. Nos instalamos en unas chabolas en las afueras de la ciudad, y yo me crié como pobre entre los pobres. Mi madre quedó desconsoladamente viuda, joven todavía, y con tres hijos a los que mantener. No tenía familia en Granada, ni nadie a quien acudir para pedir ayuda. Un nuevo matrimonio era lo único que podría mantenerla a ella y a sus hijos. Se dedicó a ello con ahínco. Contrató a Nür, una afamada alcahueta de los bajos fondos, y le pidió que le buscara un marido, aunque fuera mayor o enfermo. Ella ofrecía su salud y belleza para satisfacerlo y cuidarlo, y a cambio pedía la dignidad de una habitación y el sustento de su familia. La alcahueta no tardó en conseguirle un marido. Se llamaba Alawán. Era un viejo huraño tan sólo un poco menos pobre que nosotros. La alcahueta no se molestó en conseguir algo mejor.
—¿No hizo feliz a tu madre?
—Espera que te cuente la historia completa. Que sea sabiduría para ti y bálsamo para mi alma cansada. Que es de sabios aprender en vidas ajenas para no tener que escarmentar en las propias. Así que atiende al resto del relato.
Guardé un profundo silencio, mientras oía la desgraciada historia de Jawdar. Jamás pude figurarme que tras un hombre tan prudente y bondadoso pudiera ocultarse una infancia tan atroz.
—Tras la boda, nos mudamos a la casa de Alawán, una vivienda pobre, sucia y decrépita. Pero, al menos, teníamos un techo bajo el que cobijarnos. Mi madre se entregó a la tarea de limpiar, ordenar y encalar su nuevo hogar, y a las pocas semanas parecía otro. Era una casa humilde, pero aseada, que resplandecía en su blanco de cal, adornada por geranios y claveles. Incluso Alawán pareció mejorar. Los cuidados de mi madre le rejuvenecieron, El viejo hizo un buen negocio con el casamiento. Durante las primeras semanas vivimos en el espejismo de una vida familiar más o menos normal. Nos llevaron a una escuela donde pasábamos gran parte del día con nuestros estudios y plegarias. Al poco tiempo, vimos a mi madre desmejorarse con rapidez. Adelgazaba sin que supiéramos el motivo, y cuando estaba con nosotros parecía apagada, sin el brillo alegre de sus ojos. Se limitaba a cogernos en su regazo y a acariciar nuestra cabeza, con la mirada perdida en el limbo de sus misterios. A veces, yo me preguntaba si recordaría a mi padre, pero nada le decía. Sabía que pronunciar su nombre sería peligroso en casa de Alawán. La alcahueta nos lo advirtió poco antes del casorio. «Empezáis una nueva vida, olvidad la anterior». Pero yo no podía hacerlo. A pesar de mi tierna edad, recordaba el afecto de mi padre. Para Alawán no existíamos. Apenas nos hablaba, y jamás nos sonrió o tuvo un detalle con nosotros. También es cierto que nunca nos maltrató. Mi madre, delgada y pálida, se maquillaba algunos días con colores fuertes, exagerando sus afeites y reforzando sus fragancias. Esas mañanas, estaba especialmente triste. No me gustaba aquella transformación. Prefería su rostro lozano lavado con agua limpia al que amanecía reforzado con tanto artificio cosmético. «¿Por qué te pintas y te acicalas tanto, mamá?», le pregunté, antes de salir para la escuela. No me respondió. Se limitó a darme un beso y despedirme, pero yo descubrí que estaba llorando. Me fui triste e intrigado. Algo extraño le pasaba y yo tenía que averiguarlo. Una vez que dejé a mis hermanos en la escuela, inventé una excusa y corrí de nuevo a mi hogar. Quería descubrir por qué se pintarrajeaba tanto en esas mañanas que amanecía lánguida y triste. Llegué hasta mi casa, procurando no ser descubierto. La puerta de la calle estaba cerrada, por lo que tuve que saltar la valla para entrar en el patio. Me apoyé en la higuera. Dentro de mi casa debía encontrarse una visita, según atestiguaban los zapatos depositados en la puerta del patio. Tenía que ir con sumo cuidado, no fuera a ser que me descubrieran. Mi madre y Alawán nos habían ordenado en varias ocasiones no abandonar las clases ni regresar jamás a casa antes de la hora del almuerzo. Tanta precaución me intrigaba. Por eso quería descubrir qué es lo que ocurría durante nuestras horas de ausencia. Para mi horror, no tardé en averiguarlo. Me subí al melocotonero del patio y a través de una rendija en el cortinaje de esparto espié el interior de la habitación. Mi madre, desnuda en la cama, estaba sentada a horcajadas sobre un hombre desconocido que gemía de extraña manera. Lo cabalgaba, moviendo sus caderas y sus pechos rítmicamente. Quedé estupefacto, sin capacidad alguna de reacción. Incapaz de decidir qué hacer, a punto estuve de caer al suelo desde la rama que me sostenía. Tenía que huir, alejarme para siempre de aquella casa y aquella gente. Salté a la calle y llegué a la escuela todavía espantado. «¿Qué te ha pasado? —me preguntó el alfaquí—. ¿De dónde vienes tan asustado?». Le engañé hablándole de mareos y fatigas. A mediodía, olvidándome de mi reacción de huir para siempre, regresé de mano de mis hermanos. Mi madre nos recibió, como siempre, con una cariñosa sonrisa y con la mesa puesta. Alawán dormitaba bajo la higuera. El cariño hacia ella me permitió superar la repugnancia que todavía me dominaba. No dije nada. Al terminar la comida, mi madre me dio unas monedas, para que pudiese ir al zoco a comprar golosinas. Parecía feliz por poder ofrecerme algo de dinero. Lo cogí con avidez, aun a sabiendas de que algo tendría que ver con la pesadilla que había descubierto. Aquella tarde disfruté de lo lindo. Compré golosinas y las repartí entre mis amigos. Me sentí un niño rico y generoso. Tardé todavía un tiempo en comprender que Alawán la prostituía para ganar unos dinares fáciles. En mi adolescencia me sentí como el hijo de la puta de Alawán, pero jamás la abandoné ni repudié; al fin y al cabo la quería con toda mi alma. Hasta aquí la primera parte de mi historia. ¿Sigues pensando que el dinero es tan importante?
Tardé en responder, impresionado por la crudeza de su relato. Jamás se me había pasado por la cabeza que mi madre, tan cariñosa y tierna, pudiera algún día llegar a prostituirse. Sentí vivos deseos de abrazar a mi maestro, pero me contuve para responder.
—El dinero es una mierda.
—Exacto. Eso mismo pensé yo entonces y sigo pensando ahora. Fue mi primera gran lección. En otro momento te seguiré contando mi vida, pero ahora debemos redactar este contrato de compraventa de sedas. Seamos cuidadosos, se trata de una valiosa partida de mercadante.
De todas las mercancías granadinas, la seda era la más solicitada. En ningún otro lugar la tejían más fina, ni sus dibujos lograban tal perfección y belleza. Ni en la Persia, ni en la China de Oriente, los tejedores eran capaces de igualar la habilidad de los granadinos. Las cortes de toda Europa competían por las telas andaluzas, y los mercaderes genoveses disfrutaban de ventajosos acuerdos comerciales con el reino de Granada. A la exportación se destinaban las sedas de mayor calidad, las conocidas como mercadantes por los gelices, funcionarios dedicados a velar por el control del peso y la calidad de los tejidos. La raerzo, de calidad media y producida en la serranía de Ronda y de Gaucín, también se exportaba, aunque en su mayoría iba para las clases pudientes de los reinos de la península ibérica. Los gusanos alimentados con hoja de moral y zarza, en vez de las de la morera, producían seda cardazo, que era de menor calidad. Se dedicaba en exclusiva para el consumo local. Los talleres más conocidos se encontraban en Jubiles, Nerja y, sobre todo, en la Alhambra. Las mejores sedas se mercadeaban en la Alcaicería, donde reinaba la sabiduría y la justicia de Jawdar. Las prendas más preciadas eran los velos o almayzares y el tiraz, que se exponían en los comercios junto a los vestidos de confección elegante y esmerada.
Aprendí de las leyes y de la vida con mi buen maestro Jawdar. Pero el ímpetu de la sangre me llamaba y algunas noches volví a salir con mis amigos. Mi vida formal necesitaba el contrapunto de la bohemia nocturna. Bebíamos, cantábamos y recitábamos y mi alma se sentía entonces con fuerza para continuar un día más de escrituras y leyes. Pero todo era demasiado bonito como para que durara; todo lo hermoso parece condenado a ser efímero. Mi libertad tenía los días contados. Mi madre insinuó que me había encontrado mujer y yo no encontraba excusa para dilatar los días de soltería.