XIV
al wahhab, el Dador de Todas las Cosas

Los días de asueto en Fez ya han finalizado. Me encuentro recuperado por completo. Esta mañana fui citado al palacio del visir Jamil, que me proporcionó la información confidencial que esperaba. El ejército está ya movilizado. Desde las diferentes guarniciones del reino, los hombres en armas se dirigen hacia Tremecén. El propio Abu l-Hasán se pondrá al frente de sus ejércitos. Si Alá quiere, en menos de dos semanas clavará su estandarte en la alcazaba de los zayyadíes.

—Por cierto, embajador. El sultán en persona se ha interesado por ti.

—Le estoy muy agradecido por sus permanentes atenciones.

El visir jugueteaba con su daga ornamental. Levantó su cabeza y me dijo:

—El rey quiere que vengas. Te incorporaremos al cuartel mayor de nuestros ejércitos.

Lo esperaba. Lo sabía. Los guerreros siempre quieren poetas que glosen sus gestas. Pero tuve que cumplir con la liturgia de la sorpresa y el agradecimiento.

—Es un alto honor que me concede el monarca. Celebraremos juntos la victoria.

—Sí. Tú la cantarás. Que nuestras hazañas sean conocidas de uno a otro rincón del orbe.

—Nada inspira más que el frenesí de la batalla, ni ningún licor embriaga como el de la victoria.

—Tus poemas impresionaron al sultán. Bueno, no sólo al sultán. Los generales no han dejado de repetirlos. Se han convertido en el himno de nuestra lucha.

Y venciendo su pudor, Jamil recitó mi poema épico. Los ojos le brillaban con esa alegría salvaje que precede al combate.

Combate con tu espanto al ejército de tu adversario,

que se doblegará;

ataca con decisión

antes de que tu espada deba ser asistida.

Jamil se levantó, y esgrimiendo su daga como la más mortífera de las armas, declamó en tono creciente el remate de la gesta.

Rasga sus ropajes de aparato, pero

deja sobre sus caballos manialbos,

la orla de un manto rojo.

—Bravo, señor —le aplaudí—. Ni el mejor rapsoda de Granada habría puesto tanta pasión a los versos.

—Ganaremos esta guerra, embajador, y nuestras serán la gloria, las riquezas y las mujeres de los zayyadíes.

—Gloria para el sultán de los meriníes, aliado de mi noble señor, el rey de los negros.

Tras la marcha del visir, he comenzado a organizar la campaña. Llevaré diez hombres a mi servicio, así como los cincuenta guerreros mandingas que acompañaron mi travesía del desierto. Son fieles y bravos, y morirán antes de retroceder un solo palmo de terreno. Yo mismo me dejo arrastrar por los vientos poderosos que inflan las pasiones del combate. No contemplo la derrota, ni la humillación. Cierro los ojos y me veo triunfador junto al sultán en la ciudad vencida. Disfrutaremos del botín, gozaremos de sus mujeres. Nada más placentero para el vencedor que holgar con las mujeres de los vencidos. Es entonces cuando se percibe la plenitud del poder y la cima del vigor. Pasiones de guerra que tan bien conocí a lo largo de mi peregrinar por las cosas de los hombres y su naturaleza.