Durante los días siguientes a la visita a la Alhambra, un interrogante me atormentó aún más que la expectativa de mi propia boda. ¿Sería cierto que Abdalá trabajaba en el hammán del Nubio? Para responderlo, tendría que comprobarlo yo mismo. Y no me decidía a hacerlo, por más que me castigara el rojo candente de la duda. Sabía que, a espera de un destino oficial, no sería prudente dejarme ver por antros tan indeseables. Mi padre montaría en cólera si llegaba a descubrirme. La censura de las apariencias comenzaba a pesarme. Cada vez me sentía más aprisionado por la red que la familia y la sociedad tejía de forma silenciosa en torno a mi persona. Estaba tan atrapado como el insecto en la telaraña.
—¿Ya has visto a Abdalá? —me preguntó malicioso Abdelhai.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Pensaba que era un amigo muy especial.
—Lo era y lo sigue siendo, pero no me creo que trabaje en los baños del Nubio.
—Pues créetelo.
Al leer la curiosidad en mi rostro, Abdelhai me proporcionó la excusa que deseaba.
—¿Por qué no subimos para comprobarlo?
—¿Te atreves?
—Yo sí. ¿Y tú?
No lo dudé. Atrás quedaban miedos y prevenciones.
—Claro. ¿Esta tarde?
—Ahora mismo. Tengo algún dinero.
Nos encaminamos hacia la salida de Guadix. Todavía quedaba mucha tarde por delante. Nos sobraría tiempo para llegar, visitar el baño y regresar a casa para cenar. Aquella noche venía mi padre, y no quería faltar. Podía traer noticias de mi empleo.
Los baños se encontraban algo apartados del camino principal. Ofrecían la discreción que sus usuarios deseaban. Ocultos tras una alameda de árboles y una alta valla, nadie podía descubrir quien miraba o quién salía si no se apostaba a la puerta misma del establecimiento. Precauciones que yo agradecí. No podía permitir que alguien me descubriese en aquel antro.
—Venga, vamos a entrar —me animó Abdelhai.
Le seguí temeroso, arrepentido ya de haber subido hasta allí. Tras la valla lucía un jardín de plantas aromáticas, enriquecido por un conjunto de fuentes dispuestas con armonía. Los surtidores centrales y los pilones de pared refrescaban el ambiente, hasta convertirlo en sonoro y cantarino. Un anciano jardinero podaba, indiferente, unos rosales frondosos. Era un paraíso cerrado, recluido, como desde siempre tuvieron que ser las casas del pecado. Un edificio bajo, de arquitectura algo recargada, se encontraba al final del camino principal. Eran los baños del Nubio. Un olor a esencias vegetales salía en forma de vapor. Llegamos hasta la puerta. Estaba cerrada, parecía que nadie se encontraba en el interior. Pero el olor a los ungüentos, el denso vapor y el fondo de una suave musiquilla desmentían su abandono.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Pues llamar, ¿qué otra cosa se te ocurre?
Fui yo quien golpeó la puerta, para demostrar un falso arrojo. Suavemente al principio, con más decisión después, dejé caer la aldaba sobre el llamador de bronce. Tenía forma de mano de Fátima.
—¡Ya voy, ya voy! ¿Quién es?
No supimos responderle. ¿Quién éramos, en verdad? No podíamos dar nuestros nombres verdaderos.
—Somos dos jóvenes estudiantes —improvisé sobre la marcha—, que deseamos gozar de unos baños de vapor.
Se abrió la pequeña puerta falsa. Un enorme negro, el Nubio sin duda, asomó su cuerpo a través de la hoja entreabierta, observándonos con descaro.
—El disfrute de estos baños es un placer caro. Si no tenéis diez dirhams, os ruego que os larguéis y no molestéis esta casa de descanso.
Nos miramos sorprendidos. No disponíamos ni la mitad de esa cuantía, jamás podríamos habernos figurado un costo tan elevado.
—Y bien… ¿tenéis el dinero, o no?
—No llevamos encima tanto dinero —se sinceró Abdelhai—. Tenemos cuatro dirhams. Al menos uno de nosotros podría pasar.
—No. Las normas son las normas.
—Por favor, queremos conocer tus baños. No nos hagas regresar sin cumplir nuestra ilusión.
—¿Y por qué venís hasta aquí cuando hay tantos otros baños en la ciudad?
—Nos han dicho que es el mejor.
—Así es. Es especial.
Mientras respondía, el Nubio nos calibraba con la mirada. Sus ojos expertos parecían traspasar nuestras vestimentas hasta acariciar la piel y calibrar nuestros cuerpos.
—Bueno, pasad. Dadme lo que lleváis. Sois jóvenes y musculosos. La clientela lo agradecerá.
Con sonrisa de gineta, el Nubio abrió la puerta. Hice ademán de dar la vuelta y largarme, pero Abdelhai, que estaba detrás, me agarró para susurrarme.
—Será sólo un rato. Tenemos que confirmar si Abdalá trabaja aquí realmente.
El zaguán de los baños estaba profusamente decorado. Mosaicos con vidrios, alacenas coloreadas, alguna pintura de escenas campestres, flores y telas, le conferían un ambiente decadente y sensual. Un grupo musical tocaba el laúd y la flauta en alguna esquina. Nos desnudamos y entramos en la sala caliente. Estábamos nerviosos y excitados. Habíamos traspasado las puertas de lo prohibido. Los clientes nos miraban sin disimulo alguno, sonriéndonos provocativos. Sentí asco; todos ansiaban carne de varón. Abdalá nunca podría trabajar en un lugar como aquel. Al pasar a la piscina templada, lo descubrí. Allí se encontraba Abdalá, como las pinturas de un dios griego. Sonreía obsceno a un hombre maduro, de prominente barriga y calva reluciente. Nuestras miradas se cruzaron. Quedé estupefacto, petrificado en el lugar. No me lo podía creer. Mi amigo se había convertido en…, en un efebo, en un joven para gozo de hombres desviados. Abdalá también pareció sorprenderse ante nuestra presencia, aunque enseguida cambió su asombro por una mueca de sátira y desprecio. Abandonó sus coqueteos con el hombre rollizo y se dirigió hacia nosotros, cimbreando con exageración sus movimientos de hembra seductora. Tenía el borde de sus ojos pintado de negro, como gustaba a los antiguos egipciacos y a las prostitutas.
—Hola, Abu Isaq. Qué sorpresa verte por aquí. ¿También te has vuelto maricón?
No me esperaba un recibimiento tan embarazoso. Abdelhai se había quedado atrás, tan asombrado como yo, y con idénticas ganas de huir para siempre de aquel lugar.
—Hola Abdalá. Cuánto tiempo sin verte. Me dijeron que trabajabas aquí y vine para saludarte.
—¿Querías ver en lo que me he convertido?
—No. Eras mi amigo y desapareciste de repente. Quería volver a saber de ti.
—Pues ya ves. Aquí estoy. Trabajando en los baños del Nubio, un lugar no muy recomendable, según dicen las malas lenguas granadinas.
Aprecié que cambiaba de humor. Las palabras se iban tornando más suaves, casi cariñosas a medida que avanzábamos en la conversación.
—¿Quieres que te dé un masaje?
Quedé desconcertado. No me esperaba la propuesta. Abdelhai me suplicó con sus ojos espantados que rechazara de plano aquella invitación. Sus manos no debían acariciarme, mi piel no debía rozar la suya.
—Vamos, no seas tonto —me insistió—. Entraremos en la salita rosa, la del fondo. A solas podré relajarte mejor.
Decidí acompañarle. Así podríamos hablar en confianza. Necesitaba saber por qué se había marchado, descubrir si mi traición le había marcado de alguna forma. Abdelhai se quedó aterrado ante la sola idea de que me metiera con aquel bujarrón en una de las salas. Pero en esos momentos, Abdalá no era más que un amigo con el que necesitaba hablar.
—Túmbate.
Lo hice. Sus manos suaves como la piel de un cordero lechal comenzaron a acariciarme la espalda, suave primero, con mayor energía, después.
—Te refrescaré con aceites esenciales.
Lo dejé hacer, en silencio. Abrió un frasco de cristal. El aroma del ungüento era fresco, con una punta de acidez.
—Aceite de palma con jazmín —le comenté.
—Cierto. Veo que mantienes el olfato.
—Distingo los olores, eso es todo.
Abdalá comenzó a untar el aceite por mi espalda. Sus masajes se hicieron más extensos y livianos.
—Abu Isaq, ¿por qué has venido?
—Ya te lo dije. Quería saber de ti.
—Pues ya me has visto.
No sabía cómo preguntarle por su vida desde aquella tarde en que lo perdí en los brazos del juglar sátiro. Fue él quien rompió el silencio con preguntas comprometidas.
—¿Te has acordado de mí?
Decidí contarle la verdad. A esas alturas no tenía sentido la mentira ni la ocultación.
—Todos los días. Me sentía culpable. Te dejé allí, solo. Cada día deseaba saber de ti, volver a oír tu voz.
—¿Me buscaste?
—Con prudencia. Me avergonzaba el pensar que alguien descubriera demasiado interés y sospechara.
—¿Sospechara? ¿De qué?
—Ni siquiera yo lo sé bien. Supongo que de nuestra relación…
—¿Y que los poetas llaman amor, por casualidad?
—No sé cómo definirlo. Tu ausencia se me hacía imposible. Busqué sin éxito la felicidad en la religión y en la soledad. Sólo en la poesía y el vino encuentro consuelo.
Abdalá untaba mis muslos con aquel aceite esencial que engrasaba mi sinceridad. Sus palabras fueron aún más vívidas que las mías.
—Yo también sufrí. Mucho más que tú. Sentí que caía en una espiral sin fin hasta las mismas entrañas de los infiernos. Y entonces te recordaba. Pudiste ser mi única tabla de salvación. Pero me abandonaste con aquel sátiro, corriste con los demás.
Me giré para mirarlo a los ojos. Por vez primera los dos, cara a cara, con la verdad desnuda entre nosotros.
—Lo siento. Tú me dijiste que me marchara.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Por dentro te suplicaba que me defendieras, que no me abandonaras.
—Lo siento, de veras que lo siento. He sufrido remordimientos desde entonces. No sabes lo mal que me sentí. Por eso quise venir, para pedirte disculpas.
—Ya es tarde para pedir disculpas. Te fuiste y me dejaste en manos de aquel viejo. Te amaba, estaba enamorado de ti. Al verte correr, el mundo se me hundió. Aplastado por tu abandono, me dejé arrastrar. Fuimos hasta una casa apartada, en ruinas, donde me desnudó y acarició. Sus babas mojaron mi rostro, su olor a sudor y suciedad me produjeron arcadas, pero no huí. Hice y me dejé hacer. Necesitaba hundirme en la ciénaga de los abismos, revolearme en la inmundicia, humillarme con total sometimiento. Deseaba que el horror me hiciera olvidar el desgarro de tu traición. Como comprenderás, después de aquello no podía volver a una vida normal. Me marché sin despedirme de la familia siquiera. Les dejé un falso mensaje para no alarmarlos. Mi padre me localizó en Almería, transformado en el efebo que hoy has conocido. Renegó y me expulsó para siempre de la familia. Inventaron la excusa de la talabartería para cubrir las apariencias. Un cliente comentó hace unas semanas que unos baños de Granada buscaban masajistas sensibles y aquí estoy. No me puedo quejar, tengo los mejores clientes de la ciudad, algunos muy poderosos. Gano dinero, consigo todos los caprichos. Lo tengo todo menos aquello que más quise. A ti, lo único importante.
No supe qué responderle. Rompió a llorar. Iba a abrazarlo cuando la puerta se abrió con brusquedad. Un hombre maduro se dirigió enérgico hacia nosotros. Lo conocía de algo, ¿quién podía ser?
—¡Abdalá!, ¿qué haces con este? Habías quedado conmigo, tenía la vez reservada.
—Perdona. Es un viejo amigo que…
El recién llegado me gritó malhumorado.
—¿Quién demonios eres? Te conozco de algo, pero no logro recordar.
No respondí, aterrorizado. Nuestras miradas se cruzaron y el brillo de sus ojos fue el detonante del recuerdo. ¡Se trataba de Sayyid, el secretario del visir Osmán! Por desgracia, la certeza también lo visitó en el mismo instante.
—¡Eres el hijo del alamín de los perfumeros, el yerno del visir!
Parecía no dar crédito a sus propias palabras.
—¡Qué demonios haces aquí! ¿No comprendes que este no es un lugar para jóvenes?
No pudo seguir con el impulso de su reprimenda. También él quedaba en situación muy comprometida. Tampoco era el lugar más adecuado para el secretario de un visir. Su reputación podría venirse abajo si se propagaban sus debilidades. Pero no se amilanó. Comprendió que tenía que actuar rápido y con autoridad.
—Abdalá, sal ahora. Tengo que hablar con este joven.
Mi amigo salió obediente y presuroso. Sin duda, era el favorito del secretario del visir.
—Tú y yo tenemos que llevarnos bien. Nadie tiene que enterarse de que nos hemos encontrado aquí. Sé que estás a la espera de destino, y puedo hacerte daño, mucho daño. Debes olvidar lo que aquí has visto.
—Cuente con ello. Jamás le comentaré nada a nadie. Quedará como un secreto entre los dos.
—Así está bien. Creo que puedo fiarme de ti. Te ayudaré en lo que pueda. Márchate ahora.
Agaché la cabeza en señal de sumisión y me dirigí hacia la puerta.
—Ah, se me olvidaba. No vuelvas a acercarte a Abdalá. Quiero que sepas que es mío. No consentiré compartirlo con nadie más.
Corrí a vestirme. Junto a nuestras ropas se encontraba Abdelhai.
—¿Qué ha pasado? Abdalá salió de la sala cuando entró ese hombre. Pasó a mi lado sin decirme nada, con la cabeza baja. Parecía que lloraba.
—Vámonos. Ya hemos terminado nuestra tarea aquí.
Salimos al aire fresco de la tarde. Respiré algo más tranquilo; podía haber sido mucho peor. Se me complicaba la existencia, pero no llegaba a asfixiarme. Abdalá había vuelto a aparecer y mis viejas heridas de amor se reabrían. No podía consentirlo. Debía olvidarlo para siempre. Eso sería lo mejor para los dos. Mi propósito de pasar página fue tan intenso como fugaz. ¿Cómo conseguirlo? Era fácil decirlo, muy difícil el arrinconarlo para siempre de mi memoria. Aún no había llegado a las primeras casas cuando el murciélago de la duda sobrevoló con sus alas de tiniebla… ¿cuándo volvería a verlo?