XII
Al fattah, el Que Abre

Todavía hoy añoro el arrabal del Albaicín, el más populoso de Granada. Aunque sea indulgente con aquel pasado e idealice sus barrios blancos de clavel y azul de cielo, debo recordar también el mundo subterráneo que escondía. Las miserias humanas se ocultaban bajo su manto de apariencias. Fue en mi juventud cuando comencé a conocer las cloacas de la perversión. Pero ni siquiera esa hiel logra amargar el almíbar de mi recuerdo.

Los granadinos nos bañábamos con frecuencia. El baño era también lugar de encuentro. Mil negocios se cerraban entre el vapor de sus paredes, y muchos matrimonios eran acordados entre madres y alcahuetas, siempre atentas a las jóvenes casaderas. El Profeta recomendó el casamiento para todos, así que nadie se quedaba soltero. Mi madre había rastreado la pista a jóvenes dignas de nuestro rango y condición. Y visitaba los baños para conocer el desnudo de las posibles candidatas. Mujeres por la mañana, hombres por la tarde. Esa era la rutina de las casas de baños, un negocio rentable y valorado.

Al día siguiente de descubrir el vino, probé en carnes propias el castigo de la resaca, un desagravio del cuerpo ante el exceso. Decidí que un baño me ayudaría a sobrellevar el quebranto. Frecuentaba los del Nogal, el hamman al-Yawza. El alguado, la limpieza del cuerpo a través de la alternancia de vapor y agua fría, recomponía la salud y atemperaba el espíritu. Al desnudarme, imaginé ese mismo lugar unas pocas horas antes, cuando estaban las mujeres desnudas. Las jóvenes con sus pechos retadores y erguidos, las mayores, con sus flacideces y habladurías.

Me dolía la cabeza, ni siquiera esa visión logró entonarme. Observé a los jóvenes desnudos que se disponían a entrar en la zona caliente, donde el vapor y la temperatura abren los poros de la piel para que el sudor elimine las impurezas y las podredumbres. Recordé a Abdalá. Desde aquella escapada a las huertas altas del Darro, no había vuelto a tener ninguna otra escaramuza amorosa. ¿Qué habría sido de él? Supe que se había marchado a casa de unos parientes de Almería para aprender el oficio de talabartero. No sabía si su brusca marcha se debió a la humillación ante el sátiro, o si era el destino el que le tenía escrita esa salida de mi vida y de nuestra ciudad. Le traicioné, le fallé como amigo. Una página inconclusa que me causaba desazón y dolor.

Tras el baño, algunos se dejaban masajear por los brazos fuertes de los negros de Nubia. Eran los mejores en las artes de relajar y desliar contracciones y nudos. Untados por aceites perfumados, los veía brillantes y satisfechos mientras se vestían con sus trajes blancos y livianos.

—¿Sabes una cosa? —me comentó malicioso Abdelhai.

—Cuéntamela para que me entere.

—Abdalá ha vuelto a Granada.

—¿De verdad?

Estaba realmente sorprendido. ¿Cuándo había regresado? ¿Por qué no me habría visitado? ¿Estaría enfadado conmigo?

—Llegó hace apenas dos semanas. Nadie se enteró. Ha roto con su vida anterior.

—¿Dónde está? ¿A qué se dedica? —pregunté ansioso, cada vez más intrigado.

—Trabaja en los baños del Nubio, allá por la salida del camino a Guadix.

Nunca había estado en aquel hammán, pero conocía su mala reputación. La regentaba el Nubio y, según decían las malas lenguas, lo visitaban hombres de moral dudosa. El Nubio, un negro gigantesco, había sido esclavo de un comerciante que lo liberó agradecido por sus servicios. Una vez manumitido, abrió unos baños en una zona apartada de la ciudad. Pronto cundió la nueva de que proporcionaba varones jóvenes a los hombres que gustaban de caricias masculinas.

—No puede ser. Me dijeron en su casa que volvería como talabartero. ¿Qué hace trabajando en un baño como ese?

—Los talabarteros hacen hermosos trabajos de piel. Abdalá también trabaja con la piel de varones en celo.

—No puede ser verdad. Abdalá jamás se rebajaría a un trabajo como ese —respondí con más esperanza que convicción.

Un sirviente interrumpió nuestra conversación.

—Abu Isaq, un mensajero te espera en la puerta. Dice que es urgente.

A medio vestir, acudí al encuentro del mensajero. Lo conocí a primera vista. Trabajaba en el carmen de Azahara.

—Dice tu padre que te acicales, esta tarde subirás a palacio. Osmán, el visir, quiere hablar contigo.

Corrí hasta mi casa.

—Mamá —le dije con orgullo—, dime qué me pongo.

Llegué a la hora convenida. Mi padre me saludó efusivo.

—Querido hijo, hoy es un día importante. Osmán, mi suegro, quiere conocerte. Como sabes, tiene mucho poder. Puede concedernos el puesto por el que suspiras.

Yo no suspiraba por puesto alguno. Sólo quería vivir y disfrutar de la vida que fluía gozosa a mi alrededor.

—Hemos tenido mucha suerte, Abu Isaq.

No lo tenía tan claro. El pueblo recelaba del nuevo emir por haber derrocado al rey legítimo de los granadinos, Muhammad III.

—Padre, Osmán ha participado en la usurpación del trono. ¿No temes que algún día sea castigado?

—Osmán es visir de Nasr, el único rey de Granada. Nada debemos temer.

—¿Quién asegura que no terminará siendo pagado con la misma moneda?

—No culpes al nuevo emir. Los castellanos apretaban por Algeciras y Muhammad era un monarca débil. Necesitábamos un hombre fuerte para protegernos. El nuevo sultán Nasr lo es. Con su acción ha prestado un alto servicio al reino.

Era cierto. Después de un próspero periodo de paz, los insaciables castellanos hostigaban el límite occidental del reino, con objeto de controlar el estrecho de Gibraltar. Reinaba por aquel entonces en Castilla el monarca Fernando IV. Había accedido al trono muy joven y pareció que la suerte se iba a poner de nuestro lado. Algunos nobles castellanos se habían coaligado con los aragoneses para derrocar al rey niño. Esas luchas internas desestabilizaron el inicio de su reinado con revueltas y conspiraciones. Salvo algunas incursiones en Murcia, el cristiano estaba más ocupado en contener a sus propias tropas que en ocuparse de las nuestras. Una bendición de Alá. Incluso tuvimos que ayudarle en escaramuzas frente a portugueses y aragoneses. Al fin y al cabo éramos reino vasallo y teníamos la obligación del auxilio. La diplomacia selló la paz con Castilla, aunque tuvimos que renunciar a nuestras legítimas pretensiones sobre las villas de Alcalá la Real, Medina Sidonia, Tarifa y Vejer. Ese pacífico equilibrio se quebró a partir de nuestro acuerdo de 1308 con los meriníes. Les dimos excusas para romper el tratado de paz. Los castellanos atacaron Algeciras, desde su plaza fuerte de Tarifa. La defendía el malvado Guzmán, que nos entregó la vida de su hijo, con tal de salvar la suya propia. Esa era la situación al occidente. El nuevo emir tenía que detener a los castellanos.

—Nasr les parará los pies. Tiene ímpetu, y los generales lo adoran.

Cruzamos el Darro y ascendimos hasta la Alhambra. Un secretario de Osmán nos esperaba con el salvoconducto en la Puerta de las Armas. La tarde era fresca, casi primaveral. Las alamedas estaban cubiertas de verde, y las flores tamizaban la ladera de la Alcazaba. El esplendor de la naturaleza parecía inmutable ante los volubles asuntos humanos.

Caminaba mientras rumiaba lo que me acababa de contar. Necesitábamos un rey fuerte que venciera a los castellanos. La guerra como última razón de Estado.

—Padre, ¿qué pasaría si los cristianos llegan hasta Granada?

—Eso no ocurrirá jamás.

—Pero ya tomaron Toledo, Jaén, Córdoba, Sevilla, ¿por qué no puede pasar con Granada?

—Alá no lo permitirá, si permanecemos unidos y fuertes. Sólo las luchas internas podrían derrotarnos. Pero el pueblo es sabio y no lo permitirá.

Callé. Sabía que la sola mención a una posible derrota lo irritaba. Pero mientras lo seguía en silencio, en mi interior repetía la elegía del poeta toledano Ibn al Assal. Fue escrita en 1085, tras la caída de Toledo.

¡Andalusíes!, picad vuestros caballos;

sería de locos quedarse aquí por más tiempo.

Las telas suelen deshilacharse por los bordes,

pero Al Ándalus tiene un roto en el centro.

Abandoné esos malos augurios, tan negros como los cuervos de las torres altas. Los vientos soplaban a nuestro favor. El emir Nasr había destronado al anterior rey, desterrándolo a Almuñécar. Mi padre lo había apoyado, y subíamos a recoger nuestro botín. A buen seguro que muchas familias desplazadas estarían en esos momentos rumiando su rencor y planeando su venganza. La semilla de la discordia estaba sembrada y cosecharía futuros conflictos. Si mi padre creía en la unidad de los musulmanes, ¿por qué había apoyado la conspiración?

—¿Qué paso con los musulmanes de los reinos de Sevilla y Córdoba?

—Apenas lucharon contra Fernando III el Bizco. Muchos, incluso, lo apoyaron. Conquistó Sevilla con más tropas musulmanas que cristianas. Ni Fernando III ni Alfonso X impusieron condiciones demasiado penosas a los musulmanes. Algunos se vinieron a vivir al reino de Granada, pero la mayoría se quedaron a vivir en sus reinos, convirtiéndose poco a poco al cristianismo. Muchos de las grandes casas nobiliarias andaluzas provienen de aquellos nobles musulmanes que apoyaron en sus campañas militares a Fernando el Bizco. Son renegados de nuestra fe, y su sacrilegio fue recompensado por el rey castellano con tierras y títulos. Alá castigará con el infierno a todos esos apóstatas.

—Alhamar, nuestro primer rey nazarí, también apoyó a Fernando III en la toma de Sevilla con más de quinientos caballeros. A su muerte, le envió cien caballeros con ricos hachones para velar su cadáver.

—Nuestra desunión es nuestra debilidad. Fueron las propias facciones cordobesas las que destruyeron el gran califato, y las fuerzas encontradas de las Taifas fueron utilizadas por los cristianos. De nada les valió la ayuda que pidieron a almorávides y almohades. Los granadinos tenemos que aprender de esa lección. Alhamar no aceptó convertirse al cristianismo ni quiso los títulos nobiliarios que le ofreció el Bizco. Consiguió el reino de Granada, vasallo de Castilla. De eso hace ya más de sesenta años.

Llegamos ante las puertas de la Alhambra, orgullosas del tesoro que custodiaban. La silueta de la alcazaba nos cubría con la sombra de su poder. Un hombre con vestidos lujosos nos aguardaba.

—Soy Sayyib, secretario del visir Osmán. Seguidme.

Atravesamos callejones, plazas y jardines hasta llegar al palacio del visir, muy cercano a las estancias del rey. La Alhambra era un enorme recinto amurallado en cuyo interior se hacinaban, en divino desorden, los palacios y las dependencias militares. Los jardines y los refinamientos arquitectónicos hablaban a los visitantes de la gloria de Dios. La flor del poeta parecía dominar al alfanje del soldado.

—Esperad aquí. El visir no tardará en recibiros.

La estancia de espera estaba adornada por zócalos de azulejos y rematada por un labrado artesonado de madera policromada. Juegos de mocárabes aligeraban las esquinas y remates. A través de su puerta doble abierta hacia el jardín se colaba la luz de la tarde, sombreada por las celosías de madera.

—Padre, ¿que debo decirle?

—No lo contradigas. Al poder le gusta sentirse pródigo, pero jamás cuestionado. Está siempre dispuesto a conceder, pero montará en cólera con quien rechace sus ofrecimientos. Osmán ya es visir, y antepondrá su posición en palacio a la relación familiar.

Tuvimos que esperar un buen rato. El visir tendría otros importantes asuntos que atender. Las lucernas y las antorchas fueron encendidas para combatir la oscuridad de la noche. Mientras observaba la danza de las llamas confinadas, reflexioné sobre mi libertad. Los estudios me vinieron impuestos, y mi boda la decidirían mis padres. Enseguida el visir designaría mi empleo. ¿Era realmente libre?

—El visir os espera.

El anuncio del secretario nos pilló por sorpresa. Nos levantamos del diván, ajustamos nuestras ropas, y nos apresuramos en seguirle. Vimos soldados y guardias ante puertas y estancias, escribas y leguleyos corriendo de un lugar para otro, cargados de rollos de pergaminos y papel, ese invento chino que los árabes trajeron desde Oriente. Funcionarios que iban y venían para dar órdenes o recibirlas. Todo ese vértigo demostraba que el engranaje del Estado funcionaba bajo presión. Allí se decidían nombramientos, se aprobaban construcciones, se diseñaban guerras y se creaban los nuevos impuestos que debían pagarse. Y para cada acto, un escrito; tras cada decisión, un resentido; y por cada nombramiento, un nuevo engreído que jamás agradecería nada al que lo nombró. Cosas al parecer de la política, según el sabio criterio de mi padre.

La grandiosidad de los salones y patios nos intimidó. Bajamos la voz hasta convertirla apenas en un susurro lastimero, que tal efecto producen las antesalas del poder. La voz atiplada del secretario nos hizo entender que habíamos llegado ante el mismísimo visir.

—Llegan Muhammab, el alamín de los perfumeros, y su hijo Abu Isaq.

Las puertas se abrieron, y una enorme sala apareció ante nosotros. Al fondo, lejano merced al curioso juego de perspectivas, quedaba Osmán, entretenido en leer algún documento de última hora. Todo era un gigantesco decorado pensado hasta en sus más nimios detalles para agigantar a su morador. No comprendí entonces los secretos de la arquitectura del poder, pero lo supe mucho después, cuando fui yo quien diseñó los palacios. El entramado de espacios y volúmenes funcionó con nosotros a las mil maravillas. Nos inclinamos servilmente ante el visir, agradeciéndole de todo corazón su infinita generosidad al recibirnos.

Tras las salutaciones, unos sirvientes nos trajeron té en unas bandejas de plata.

—Querido yerno, las cosas no están fáciles. Los castellanos dominan el estrecho de Gibraltar, y nuestras fuerzas han sido incapaces de recuperar Tarifa. El anterior emir era demasiado bondadoso para los negocios militares. Debilitamos las defensas, confiando nuestro futuro en las disputas internas castellanas. Afortunadamente, el nuevo monarca ha tomado cartas en el asunto.

Mi padre asentía, deseoso de agradar. Se interesó por su salud, y alabó su entrega y sacrificio por el pueblo de Granada. Palabras vertidas para halagar la vanidad y el ego del poderoso.

—Sí —respondió Osmán con gran pompa—, esta responsabilidad supone un gran sacrificio.

—A buen seguro que tu inteligencia nos guiará por el sendero adecuado.

El visir me miró a los ojos. Los bajé, azorado, y escuché su voz condescendiente y paternal.

—Abu Isaq, estás hecho todo un hombre. Tienes que empezar a trabajar. ¿Qué te gustaría hacer?

Su pregunta me desconcertó. ¿Qué debía responderle? Esos segundos de silencio desesperaron a mi padre, que me pegó un discreto codazo.

—Me gustan las letras y el derecho.

—Son buenas aptitudes. Veré lo que puedo hacer. En unos días te haré llegar un ofrecimiento de empleo. Tu familia goza de mi máxima consideración y cariño.

Eso fue todo. El poder alarga los prolegómenos, pero dirime rápido los negocios menores, en los que basa su red de influencias y fidelidades.

—¡Ah! Por cierto, supongo que pronto tendremos boda. Tu empleo te permitirá crear una familia.

Nos despedimos y retornamos por el camino de patios y pasillos repletos de guardias, funcionarios y escribanos, todos ellos imbuidos en el frenesí de su alta responsabilidad. Al abandonar la Alhambra y encaminarnos hacia la ciudad, supe que entraba en una nueva etapa. Atrás quedaba la infancia y la adolescencia. El secreto mundo de la madurez me abría sus puertas. Incluso tendría que resignarme al matrimonio concertado. Otros decidían el propio curso de mi existencia y no podía hacer nada por evitarlo.