XI
az zahir, el Evidente

Dejo atrás los recuerdos juveniles y vuelvo a narrar lo acontecido en el palacio de Abu l-Hasán. En estos momentos en los que escribo, Hamet todavía seguirá retorciéndose bajo el rigor del tormento. Aún guardo en la garganta el sabor del dolor, en la nariz la podredumbre de la orina y en mis retinas la imagen del dedo seccionado.

Tras la visita a los sótanos del horror, regresamos a la sala del consejo, donde nos aguardaban los visires y generales que no habían sido invitados a presenciar el interrogatorio. Abu l-Hasán entró digno y solemne para dirigirse al trono. Reflexioné sobre los mundos que se superponían en cualquier palacio. El visible de la liturgia y las vanidades, y el oculto del dolor. ¿Tenía el poder que construirse sobre la sangre? Seguramente sí, me tuve que reconocer, en cuanto que siempre existe un rival dispuesto a arrebatarlo. Se conquista y se defiende en un juego macabro al que jamás me acostumbraré. Lo he conocido en la Granada de los nazaritas y en El Cairo de los mamelucos, y lo he vuelto a encontrar en la Fez meriní.

Las palabras del sultán me rescataron de mis elucubraciones.

—Señores, Alá nos ha enviado una señal y debemos interpretarla. Hamet fue traído a palacio mientras debatíamos qué hacer frente a las hienas de Tremecén. Ha confesado. Era espía de Abu Tasufin. Fueron los zayyadíes los que ordenaron el atentado. Los agentes enemigos han conseguido infiltrarse en nuestra corte. Ya ha caído Hamet, y pronto caerá el resto de los traidores. Pero ahora debemos abordar la cuestión principal: ¿qué hacemos con Tremecén?

La voz de todos los presentes fue unánime. Debían atacar de inmediato a los enemigos. Aguardar más tiempo sería regalárselo a los zayyadíes para que siguieran hostigando y debilitando la economía meriní. Incluso el visir del Tesoro apoyó la contundente acción de guerra inmediata.

—Pero debemos cumplir con la estricta ley. Dos tercios del botín de guerra irán para las arcas del reino. Son muchas las deudas que tendremos que contraer para pagar los requerimientos de la guerra.

Comprendí que la decisión ya estaba prácticamente tomada. Fez atacaría Tremecén. Sería una lucha sin cuartel. Abu l-Hasán tendría oportunidad de vengar a su padre, de garantizar la seguridad de las caravanas, y de ampliar el imperio meriní hacia el este. Pero también podía perderlo todo. Si fracasaba, sólo le esperaba el descrédito, el exilio o la muerte. Pero ese era el juego del poder. Quien lo gana, lo ostenta. Quien no es capaz de retenerlo, lo pierde. Abu Tasufin había tentado la suerte provocando la paciencia de Fez. Ahora Abu l-Hasán lanzaría un zarpazo feroz contra su propia cabeza, Tremecén. O el uno o el otro. Las tablas habían terminado y la partida finalizaría con un jaque mate. ¿A cuál de los reyes? Eso sólo Alá lo sabía, en su infinita sabiduría.

Los aires de gesta removían los ánimos de los generales y visires. La corte meriní vibraba en clave épica. Supe que era el momento de intervenir.

—Señor, he guardado un prudente silencio durante todo el consejo. Sois dignos súbditos de un rey justo e inteligente que os escucha y valora.

Todos los agasajados me miraron agradecidos, mientras seguían con interés cada una de mis palabras. Estaba en el clímax de la reunión. Los ánimos, caldeados por los vientos de guerra, habían abierto la puerta a las pasiones. Era la hora de los poetas. Tenía que aparentar que improvisaba unos versos que en verdad había escrito y memorizado concienzudamente la noche anterior.

—Al igual que los poetas cantan al amor —continué—, también deben saber ensalzar la valentía de los hombres y cantar sus gestas.

—Tienes razón, embajador. El consejo ya ha decidido la guerra, le toca ahora a los poetas cantarla. Recita tus versos de ánimo, pues nos serán necesarios para la batalla.

Con voz grave, intentando tensar la entonación para añadir dramatismo a los versos, comencé a recitar.

Combate con tu espanto al ejército del adversario,

que se doblegará;

ataca con decisión

antes de que tu espada deba ser asistida.

Pude percibir un destello de emoción en los ojos del monarca. Declamé aún con más fuerza.

¡Las testas de los que combates,

sean las fundas de tus espadas;

la sangre de los que odias, el riego de tu samhari!

Todos los poderosos estaban pendientes de mis labios, sus oídos al hilo de mis versos. El monarca miraba a través de la ventana los lejanos campos de batalla en los que demostraría su poder y asentaría su gloria. Supe en aquellos momentos del infinito poder del verso que penetra en el ánimo inflado de los hombres.

Rasga sus ropajes de aparato, pero,

deja sobre sus caballos manialbos,

la orla de un manto rojo.

Agaché la cabeza con sumisión, una vez que hube finalizado. Los hombres del poder y de la guerra aún guardaron un silencio prolongado, heridos por los dardos de la poesía. Querían la gloria de la batalla. Yo se la había cantado.

—Hermoso poema, embajador —me felicitó el sultán—. Las gestas del guerrero no son nada si no las canta el poeta.

Le agradecí el cumplido con una nueva inclinación de cabeza. El sultán sentenció la reunión.

—Señores, el consejo ha finalizado. Comienza la hora de guerra. Tenéis diez días para poner a punto los ejércitos que llevarán la justicia y el orden hasta la ciudad del desvarío.

La máquina bélica se ha puesto en marcha. En unos días las tropas partirán hacia el este, en busca de la gloria o la muerte. Los campos serán atravesados por la sierpe de la infantería y flanqueada por las alas móviles de la caballería. La sangre pronto regará los campos de la frontera. Y yo no sé qué haré en esta Fez levantada.