Hoy he conocido al sultán meriní. Refulgía en plenitud de poder. Nos ha recibido en el salón del trono. Todos sus visires y generales lo acompañaban en la gran recepción real. Abu l-Hasán es el más importante rey de la dinastía fundada hace ya más de un siglo por un hábil corsario genovés apellidado Merini. Llegó hasta Fez como aventurero, para terminar renegando del catolicismo. Abrazó el islam y se casó con la hija de un noble local. Su astucia y ambición lograron auparlo hasta la corona. Compitió en grandeza con los idrisíes del pasado y engrandeció Fez. Esta ciudad marroquí me trae recuerdos de Granada. Las dos son alegres. Si la andaluza te exalta la sangre, la magrebí da gozo al alma. Si a la primera la percibes por la piel, a la segunda la concibes por el ánima. Granada es más sensual y hermosa, Fez más sobria y espiritual.
Fez fue fundada en el año 799 por Idriss II, y durante su mandato se convirtió en un importante centro intelectual y religioso. La ciudad creció gracias al barrio que construyeron los cordobeses exiliados. Siempre fue, desde aquellos primeros años, la ciudad de las mezquitas, las madrazas y la cultura. Me gusta Fez, con su medina del millón de callejuelas, diseñada por el mismísimo diablo para extraviar a las almas de los osados que la retan. Tuvo que ser alguien importante ese Idriss II, su fundador. Todavía hoy, en la Fez de los meriníes, lo siguen adorando. Este monarca fue hijo de Idriss I, el árabe que llegó a Marruecos huyendo de la venganza de los nuevos califas abasidas de Bagdad. Se proclamó sultán de los bereberes en el año 789 y estableció su sede en Volúbilis, la antigua capital romana. Una historia idéntica a la del primer emir andalusí, Abderramán I el Emigrado, huido de los abasidas de Bagdad y que puso su sede en la antigua capital romana de la Bética, Córdoba. ¿Simple casualidad? Con mis años he descubierto que estas casualidades no existen. Huele a farsa histórica orquestada para dar legitimidad a alguien del país que precisaba de ancestros nobles para usurpar el poder. Pero así se escribe la historia, mejor no cuestionarla.
He aprovechado la magna recepción real para entregar al monarca meriní los regalos de mi emperador. A Abu l-Hasán le encantan los honores públicos y se mostró feliz ante el agasajo de la exótica embajada del país de los negros, encabezada, además, por un famoso poeta andaluz. Durante un rato intercambiamos los presentes. Después de transmitirle los mejores deseos de mi emperador Kanku Mussa, le entregué cincuenta brazaletes del oro más puro, veinte esclavas negras de pechos erguidos y cien colmillos de elefante. Sus artesanos tallarán el marfil al antojo de sus gustos. La corte entera se admiró de la generosidad mandinga, mientras guardaba silencio ante el monarca lisonjeado. Abu l-Hasán, agradecido por la munificencia de nuestros presentes, correspondió con armas del mejor acero, con costosísimos libros y ricas telas de seda y de lino, tan apreciadas allá por el Níger. Departimos cordialmente sobre temas generales. El sultán prolongó su charla conmigo, todo un honor para este embajador y una evidencia de la importancia que otorga a la relación con los negros del sur. No es para menos. Los beneficios que genera el comercio de las grandes caravanas que mercadean con Walata, Tombuctú y Gao soportan el pesado coste del majzén. Por eso, el resto de los invitados a la recepción comprendieron la preeminencia que se me concedía. La economía de muchos de ellos depende del éxito del comercio del desierto. Desde Siyilmassa, la ciudad caravanera de Marruecos situada a los pies del Atlas, parten hacia el sur los camellos cargados de armas, papel, joyas y telas. A estas mercancías se añaden grandes planchas de sal adquiridas en minas remotas del desierto, donde esclavos desgraciados se abrasan bajo un sol feroz. El refulgir de la luz sobre el blanco de la sal ciega sus ojos al poco de iniciar el suplicio de su trabajo. Nunca he visto un dolor y un sufrimiento semejante. No duran más de un año en aquel horno cristalino de sal y horror. Son como espectros famélicos en las puertas mismas del infierno. Las caravanas recalan en las salinas el tiempo preciso para negociar el precio de la sal y cargar las planchas. Diez o doce días después llegan a Tombuctú, donde intercambian su mercancía por oro, marfil, maderas preciosas y esclavos. Descansan un mes en el bullicio de los mercados y la penumbra de sus mezquitas y retornan hacia el norte. Este rentable comercio infla las arcas del reino y resulta de vital importancia para el reino de Fez.
—Señor —le comenté tras mi saludo—, nuestro emperador, Kanku Mussa, que Alá lo apoye y guíe, quiere que sus mercados estén abiertos para las caravanas de su reino. Para ello debéis garantizamos la seguridad de la ruta. En los últimos tiempos las caravanas son atacadas por bandoleros tuaregs. Nos tememos que están al servicio de vuestro enemigo, el rey Abu Tasufin.
El rostro de Abu l-Hasán se contrajo por el odio. Acababa de mentar su más atroz pesadilla.
—Ese maldito pirata. Desde su guarida de Tremecén no deja de robarme.
Así es. El Magreb musulmán está dividido en dos grandes reinos. Los hafsíes de Ifriquiya y los benimerines de Fez. En medio de estos grandes poderes se encuentran los zayyadíes de Tremecén, que logran sobrevivir en difícil equilibrio con unos y los otros. Abu Tasufin, rey de Tremecén, ha conseguido estabilizar un reino que compite con los meriníes en el control del Mediterráneo y las rutas del desierto. Los propios granadinos, aliados naturales de los meriníes, no dudan en comerciar con los zayyadíes. La tensión entre Fez y Tremecén ha crecido en los últimos tiempos, y esa beligerancia se ha trasladado a la zozobra de las caravanas, auténtico cordón umbilical de la economía de los reinos. Quien controla las rutas del desierto, tiene el oro y el poder.
El monarca, haciendo un gran esfuerzo por contenerse, añadió:
—Es importante que nos reunamos en los próximos días. Lamento ahora tener que interrumpir la conversación. Debo saludar a otros invitados. Tenemos mucho de qué hablar. No permitiremos que los malditos de Tremecén, que Alá castigue, saqueen las caravanas que nos unen.
Tras una reverencia, me aparté del monarca. La ira de sus ojos desmentía la calma aparente que su dignidad exigía. En su interior rumiaba la venganza contra sus enemigos. Los comerciantes meriníes y zayyadíes llevan lustros rivalizando por los mercados granadinos y el control de las rutas caravaneras. Pero esa competencia tradicional se ha ensuciado con armas y robos. Los de Tremecén están burlando los acuerdos suscritos años atrás por ambos reinos. La guerra no tardará en estallar.
Dediqué el resto de la recepción a saludar caras nuevas. Me impresionó la erudición de alguno de sus sabios y la cortesía de sus visires. Tuve una agradable sorpresa. Me encontré con varios cortesanos granadinos que me pusieron al día de los asuntos de mi ciudad. Desde 1333, hace ya cuatro años, reina en Granada el rey Yusuf I. Según me han contado, ha conseguido estabilizar la tumultuosa política granadina. Apenas me había separado de ellos cuando un hombre de edad media y acentuada barriga se acercó hasta mí con sonrisa resplandeciente. Sin otro preámbulo, se presentó.
—Soy Hamet, comerciante de telas. Las mejores, las andaluzas. Las más finas, las de seda y lino. Las de lana son más bastas, pero también alcanzan buen precio.
Pensé responderle que gracias a las mantas de lana podíamos sobrevivir a las heladas noches del desierto. Pero desistí de iniciar una discusión estéril.
—Yo soy Abu Isaq Es Saheli.
—Lo sé. Todo Fez habla con asombro de ti.
—Los recién llegados siempre somos novedad. Mañana nadie me recordará.
—Te equivocas. No llegan todos los días poetas andaluces tan afamados. Y menos si son embajadores del gran rey negro. Dime, ¿cómo lo conseguiste?
—Es una larga historia…
—Que comienza con tu exilio de Granada.
Me incomodó la curiosidad de aquel locuaz mercader de telas. ¿Cómo podía saber tanto de mí? Extrovertido, seguro de sí, apoyaba sin pudor las manos sobre su vientre prominente. Recordé a los comerciantes de especias de mi infancia, siempre escudriñadores de vidas ajenas.
—Sí, me exilié de Granada. Tuve que salir en 1322, hace ya quince largos años.
—¿Motivos políticos?
—No, pecados de juventud.
Hamet sonrió malicioso y cómplice. Su interés pareció ir en aumento.
—A buen seguro que sedujiste a la esposa de algún principal que te juró venganza. Sólo el galope de tu caballo y el brazo del mar te salvarían de su espada vengadora.
—No, no fue exactamente así.
—Tu historia me suscita un vivo interés. Pero ahora no podemos continuar, y bien que lo siento. Otros invitados desean conocerte, y yo he de saludar a aquellos comerciantes de Tánger. Son algo elementales, pero me compran género cada año. No quiero perderme el sabroso placer de conocer tu vida. ¿Quieres cenar mañana en mi humilde casa?
No tengo otra cosa que hacer, salvo esperar el despacho con el sultán. Sé que tendré que permanecer en Fez algunos días, quizá semanas, hasta que todos los asuntos que debemos tratar hayan sido resueltos. El monarca me puede requerir en cualquier momento. Por eso he aceptado la invitación del simpático parlanchín. Al fin y al cabo, también quiero aprender algo de las costumbres de los cortesanos meriníes.
—Asistiré a tu cena, muchas gracias.
—Mis criados irán a recogerte y te guiarán hasta mi domicilio.
Nos despedimos. Mientras observaba cómo se alejaba Hamet, me sorprendí ante el hecho de que ya supiera dónde me hospedaba. Apenas llevo un día en la ciudad, y todos sus habitantes parecen conocer de mí.