IV
al wadud, el Amantísimo

Retorno a mi Rihla, después del éxito de mi primer día de embajada en Fez. Me alojo en un palacio del barrio andaluz, uno de los más antiguos de la ciudad, ubicado al otro lado del río. Fue fundado por cordobeses del arrabal de Saqunda tras el exilio que sufrieron hace casi cinco siglos. El emir cordobés al-Hakem I los expulsó como castigo por rebelarse, después de haber crucificado a más de trescientos.

Esta mañana hemos entrado en la ciudad a través de su puerta sur. Parecíamos un ejército victorioso que toca la gloria. Antes, habíamos enviado heraldos a galope para que tuvieran conocimiento de nuestra llegada. Una representación real nos recibió, acorde con el rango de la comitiva. Yo era el embajador del rey de los negros y traía importantes asuntos que despachar con el sultán. Mi posición exigía el protocolo propio de las grandes ocasiones. Así fue. Las trompetas tronaron al aire para darnos la bienvenida, y jinetes sobre cabalgaduras enjaezadas a la berberisca nos acompañaron durante el último trayecto. Los curiosos se fueron agolpando en las cunetas del camino para observar con asombro aquella caravana de camellos y negros. Había dado la orden de que todos fueran adornados con sus mejores galas. Teníamos que causar una excelente impresión como representantes del reino del Mali. Y bien que lo hemos conseguido. Una muchedumbre nos esperaba a las puertas de la ciudad. Se había extendido la noticia de nuestro ostentoso exotismo y bajaban para comprobar si era tanta la magnificencia. Todos saben que el oro, el marfil y los esclavos que el reino precisa para su prosperidad procede del remoto país de más allá del desierto, habitado por negros ricos y poderosos que construyen sus palacios a las orillas de un río llamado Níger. Un río misterioso que se adentra en el desierto para regarlo y fecundarlo. Sólo el gran Nilo puede comparársele en caudal y dimensión.

Todos me señalaban. ¿Cómo podía ser blanco el gran embajador del rey de los negros? Y el rumor propagó mi identidad. Abu Isaq Es Saheli, el granadino. Es Saheli, el poeta, Es Saheli, el alarife constructor de palacios famosos y mezquitas de ensueño que, desde el Níger, compiten con los mismísimos de Al Ándalus, la tierra del refinamiento y la sensibilidad. El pueblo aclamaba con saludos alegres nuestro paso. Nos enderezamos sobre nuestras monturas. El emperador Kanku Mussa se hubiera sentido orgulloso de sus súbditos, agasajados por los habitantes de la Fez imperial. Entre vítores y aclamaciones, llegamos hasta donde nos aguardaba el séquito de bienvenida, encabezado por Jamil, visir del sultán. Me ayudaron a bajar del camello y me dirigí solemne hacia él. Nos besamos en las mejillas y agradecimos a Alá el habernos permitido culminar tan lejana embajada.

—Debéis estar muy cansados. Os alojarán en palacios dignos del reino amigo. Esta noche ofreceré una cena en vuestro honor. Mañana por la mañana el sultán os recibirá.

Y aquí, alojado en mi palacio cordobés de Fez, escribo esta Rihla que quizá preserve para la historia las miserias de mi existencia. La cena que nos ofreció el visir Jamil fue exuberante en manjares y exquisita en presentación. El mandatario, conocedor de nuestro cansancio, no la prolongó en demasía. Se lo agradecí. Hemos preparado mi encuentro con el sultán. Mañana asistiré a la gran recepción que el monarca concede a sus principales cargos cada año por estas fechas. Le seré presentado y se me concederá una posterior cita para despachar los negocios que atañen a la embajada. Hasta ahora todo marcha según lo previsto. Puedo descansar y escribir estas líneas antes de meterme en la cama. Le agradezco a Alá los favores que me concede, clemente con mis pecados. Porque no todo lo que hice en el camino de mi vida estuvo acorde con las enseñanzas del Profeta. La pasión de la juventud y el ardor de mi sangre me empujaron en más ocasiones de las recomendables a explorar caminos prohibidos. Pero, desde la indulgencia de la madurez, no puedo condenarme. ¡Eran tan dulces los caminos del desvarío! Y Granada, la sensual, ¡tan inspiradora de juegos voluptuosos!

En mi adolescencia, me gustaba subir por el Darro hacia la montaña, donde la ciudad terminaba y el aire era más puro y los sonidos más armoniosos. Más allá del último puente no se oía al mercader proclamar su mercancía, ni al heraldo vocear su pliego. Tan sólo el canto lejano del almuecín y su llamada a la oración interrumpían el cantar de los pájaros y el rumor del torrente. Disfrutaba de aquella soledad tumbado en la sombra de la ribera, o sesteando bajo la copa de algún frutal. Abajo quedaba la ciudad y su bullicio. Algunas tardes me llevaba un libro. Los estudios me empujaron a frecuentarlos. En la penumbra húmeda de fresnos y álamos me refugiaba para comulgar a solas con poemas de siempre. Me gustaban en especial los poemas de Ibn Quzmán de Córdoba, el más descarado y pecaminoso de los poetas. Lo hacía en secreto, en mi escondite del Darro, ya que tenía prohibida su lectura. Se suponía que el poeta cordobés era demasiado licencioso y pervertido para un joven como yo. Ibn Quzmán cantaba al vino, a los excesos, al amor ilícito con mujeres y con hombres. Cualquier desvarío tenía cobijo bajo su pluma descarada.

—Ibn Quzmán —les contaba a mis amigos— llevaba el atuendo inmaculado y blanco, pero tenía un alma sucia y negra. Era bohemio y vicioso. Los alfaquíes no lograron domarlo ni acallar su voz de escándalo.

Y ante su mirada extasiada les leía en voz alta, entonando como un rapsoda, alguno de sus poemas báquicos.

El vino me es grato de gustar

y al amante me agrada abrazar.

Aún hoy admiro al poeta del vino y el placer. En ninguna otra tierra del Dar es Islam me encontré con nadie parecido. Sólo en ese Al Ándalus de costumbres luminosas y antiguas, el vino está tolerado y cantado. Pero Ibn Quzmán lo glosó en la época de los almorávides, cuando aquellos monjes guerreros del desierto de la Mauritania, en su fanatismo ciego, pretendieron ahogar nuestra forma de ser. El poeta los despreciaba, por rudos y zafios, y los llamaba camelleros y salvajes. Milagrosamente, logró salvar su vida y sortear su censura. Fue hace más de dos siglos cuando los andaluces los reclamamos para contener el avance cristiano, pero terminaron siendo nuestros peores verdugos. Dicen que Almutamid, el rey poeta de Sevilla, ante la alternativa de optar entre los africanos o los reyes castellanos, pronunció una frase que se revelaría profética: «Antes prefiero ser camellero de los almorávides que porquero de los cristianos». No sabemos si se arrepintió de su decisión. Los almorávides decidieron quedarse con Al Ándalus. Apresaron al monarca sevillano y lo exiliaron a Agmat, una aldea cercana a Marrakech situada en las estribaciones del Atlas. Allí murió y fue sepultado. Hace apenas una semana conocí su sepulcro. Acabábamos de atravesar las colosales montañas del Atlas y decidimos otorgar un día de descanso a nuestra caravana. Aproveché esa jornada para cabalgar hasta Agmat. Allí yacía el gran Almutamid, otro andaluz exiliado, otro poeta perseguido. Lloré de emoción ante la tumba del monarca. Me encontraba postrado cuando un ciego comenzó a recitar algunos de los poemas del rey. Jamás me había sentido tan en comunión con unos versos. Resonaron con la sublime transparencia de la emoción.

Yo era el aliado del rocío,

señor de la tolerancia, querido por las almas.

Mi mano derecha era generosa en el regalo

y cruenta en el combate.

Mi mano izquierda sujetaba las riendas

que guiaban a los hombres al combate.

Hoy soy rehén de estas cadenas;

de la pobreza, de la deshonra. Ave de alas rotas.

Ave de alas rotas. Aliado del rocío. Qué bien lo comprendo. Como Almutamid, transité caminos prohibidos. El monarca fue un enamorado valiente. Nadie le hizo gozar un amor más extremo que su amante Abenámar. Varón con varón, el pecado nefando de los Libros. Sin embargo, él, como Ibn Quzmán y tantos otros poetas andaluces, cantaron la pasión de los amoríos con efebos. Pero la política rompió sus días de miel y rosas. El rey terminaría encarcelando a su antiguo amante. Del amor al odio sólo hay un pequeño paso. También el destino fue cruel con el monarca. Finalizaría sus días en una prisión almorávide. Los caminos de Alá son inescrutables.

Después de mi espantada de la casa de la viuda Jatima, yo no había vuelto a experimentar el vértigo de la pasión. Huelo a deseo, me dijo enigmática aquella tarde en la que descubrí su inquietante aroma. Pasaron años sin que lo volviera a percibir. La sangre del niño se inflama más con las albricias del juego que con los requerimientos de la hembra. A los comienzos de la adolescencia cambió mi carácter. Me hice algo más taciturno, gustaba leer en soledad. Frecuentaba menos a mi padre, tras los fastos de su segunda boda. Mi admiración hacia él disminuía a medida que los años pasaban. Tampoco soportaba el estar encerrado en mi casa. Mi madre no se había adaptado a la postración que suponía el ser la segunda en las preferencias de su marido. Su nueva mujer, Azahara, hija de Osmán, apenas unos años mayor que yo, saciaba su capacidad de amor. Para mi madre solo guardaba las sobras, y eso la humillaba. Pero resignada, guardaba silencio. Era la costumbre, era la Ley.

Fui seleccionando a mis amigos. Compartía con algunos de ellos la afición a la lectura y la poesía. A veces, recitábamos poemas que componíamos bajo la musa esquiva de la adolescencia. Ni que decir tiene que la poesía de Ibn Quzmán era invitada frecuente durante nuestras veladas poéticas. Entre todos los amigos, uno resaltaba ante mis ojos. Se trataba de Abdalá. Su rostro era hermoso y redondeado, sin el feo vello que ya comenzaban a marcar nuestras perillas y bigotes. Lampiño, mantenía la frescura de la piel infantil. Recitaba los más hermosos poemas de amor con su voz delicada y pulcra. Sin poderlo evitar, me sentía atraído por él. Los celos ardían en mis entrañas si bromeaba con cualquier otro del grupo. Cuando él estaba presente, me esforzaba en destacar y ser el centro de atención. Quería sorprenderlo, que sólo tuviera ojos para el hijo del alamín de los perfumeros.

El mediodía de un verano feroz burlamos el imperativo de la siesta forzosa. Abdalá y yo ascendimos por la rivera del Darro en busca de mi refugio de las huertas altas. Estábamos solos, nadie se encontraba por los alrededores. Ni siquiera los pájaros trinaban, sometidos por el rigor del estío. Tan sólo las chicharras festejaban con brío el verano de una vida que creían sin fin. Los cigarrones grises y escandalosos saltaban y volaban, cortejando nuestro caminar. Fueron los únicos testigos de aquella escapada de la ciudad. Nadie nos vio subir. El calor del mediodía los mantenía recluidos en sus casas. Los hombres dormirían y sus mujeres descansarían en la penumbra de los pisos bajos. Llegamos hasta mi reino secreto, protegido por el seto salvaje de las adelfas en flor y el frondoso taraje. El torrente fresco y cantarino transcurría a través de una estrecha alameda. Sentados sobre unas piedras, con los pies en el agua, nos sentimos solos en el mundo. La sombra ondulante de los fresnos y de los álamos nos regalaba un regazo fresco y húmedo. ¡Se estaba tan bien allí, aislados de las miradas ajenas! La fragancia del mastranto y el poleo envolvió nuestro regazo. Nos miramos. Me estremecí. Sus ojos pestañearon cuando comenzó a leer su poema preferido. Hablaba del amado, y cada vez que lo pronunciaba, sus labios proclamaban el énfasis de su corazón azorado. También él me ama, intuí en ese momento, también él habría sufrido el aguijón de los celos. Por eso aceptó tan alegre mi sugerencia de subir en día tan caluroso. El rito ancestral de la seducción nos empujó al socaire de nuestros ímpetus inexpertos. Nuestras manos se rozaron primero, se entrelazaron después, tras la senda de nuestras almas, que ya volaban juntas y hermanas, cabalgando sobre los vientos de la alhucema y el tomillo. Acaricié su cara, él pasó su mano por mi rostro. Los labios apenas se tocaron, pero el volcán de la sangre entró en erupción. El universo entero giró hasta confluir en nosotros. Éramos uno, estábamos en el centro. Me besó tiernamente en la mejilla. Bajé la cara, tímido, desconcertado. Volvió a hacerlo, y lo aparté con ternura. El «no» de mis labios apenas desmintió el «sí» rotundo de mi corazón.

—Hace calor, ¿nos bañamos?

Abdalá comenzó a quitarme el camisón que cubría mis calzas. Me dejé hacer. Yo hice lo propio con su pobre vestimenta. Colocamos las ropas como velas infladas sobre el navío de los juncos verdes y el río transparente nos abrazó. Miraba a sus ojos, cuando emergió de su chapuzón, y entreví las cristalinas puertas del paraíso.

Nos abrazamos al salir, y dejamos que el aire secara nuestros delgados cuerpos. Nada más ocurrió. Sin decir palabra, para no romper aquel extraño sortilegio, ni forzar avergonzadas excusas, nos vestimos e iniciamos el descenso. Al llegar al Albaicín nos separamos con un simple gesto de la cabeza. Ambos sabíamos que debíamos guardar silencio. Llegué hasta casa, y, sin saludar siquiera a mi madre, me tumbé sobre el diván. Las manchas del techo se me antojaron seres celestiales danzando al son del timbal y el laúd. Las imágenes del río y de Abdalá me perseguían, bailando, obsesivas, como fantasmas del recuerdo.

—Hijo, ¿te pasa algo? Estás muy extraño últimamente.

—Nada, madre, es que estoy algo cansado.

—Claro, ¡no vas a estar cansado! ¿Cómo se te ocurre salir con este calor? Mira que te digo que duermas la siesta, pero nada. No me haces ni caso.

Al atardecer, los amigos nos encontramos en la Bibrrambla. Paseamos después por el Zacatín, mientras comentábamos las vestimentas de los ricos que aceleraban sus compras en la Alcaicería a punto de cerrar. Estaba feliz. La sola presencia de Abdalá colmaba todos mis deseos. Quería estar junto a él, caminar de la mano, mirarle, sonreírle. Pero la prudencia me hacía marchar en el extremo opuesto del grupo. Creo que por su cabeza también cruzarían sensaciones similares. Ya en la plaza, nos sentamos alrededor de un viejo juglar que cantaba y recitaba poemas a cambio de unas monedas. Yo apenas prestaba atención a sus coplas, perdido en el laberinto de la mirada de Abdalá. De repente, el músico ambulante, sabio por los años y los caminos, afirmó, interrumpiendo su historia:

—Veo amor.

No le entendimos. Creímos que se refería a las colleras de palomas que coqueteaban entre sí, o a algunos matrimonios, él delante, ella detrás, que regresaban a sus hogares.

—Veo amor aquí —repitió—. Lo detecto de lejos. ¿Conocéis a Ibn Hazm?

—¿El cordobés? —respondí impelido por mi precoz erudición.

—Sí, mocito, el cordobés. El autor de El collar de la paloma, el más hermoso tratado sobre el amor que hombre alguno haya escrito. ¿Sabéis lo que dice en el libro?

—No —respondió otro de mis amigos, deseoso de que el viejo recitara.

—Todas sus líneas rebosan sabiduría. Atended a sus palabras: «Tiene el amor señales que persigue el hombre avisado y que puede llegar a descubrir el observador inteligente». ¿Entendéis lo que quiere decir?

El poeta me miró con expresión socarrona. Esperaba una respuesta obvia.

—Pues claro que lo entendemos. Significa que los enamorados, aunque intenten ocultarlo, siempre se terminan descubriendo ante los demás. ¿Es así?

—Así es —confirmó—. ¿Veis vosotros amor por aquí?

Abdalá bajó la cabeza, incómodo. Yo sentía que sonrojaba, a pesar de mis esfuerzos. Aquella insinuación iba dirigida hacia nosotros. Afortunadamente, mis amigos se encontraban en la luna de la Arabia, despistados y sin maldad.

—No. Pero, dinos, ¿quién está enamorado?

—No sé si debo hacerlo. A lo mejor alguien no quiere que se sepa.

—Venga, descubre el enamorado.

—Mocito —se dirigió a Abdalá—, ven aquí.

Completamente azorado, cabizbajo, mi amigo se le acercó. El músico le dijo algo al oído. Yo no podía oírlo, pero advertí un brillo de terror en los ojos de Abdalá. Fue un solo instante, pero el suficiente para comprender que estábamos en una situación comprometida.

—Vuestro amigo os lo dirá.

No, no podía ser. ¿Iba a revelar mi amigo nuestro amor?

—Yo soy el que estoy enamorado —afirmó tímidamente Abdalá.

Creí que el mundo se hundía y que la Sierra Alta se despeñaba sobre la ciudad. ¿Cómo podía reconocerlo en público? ¡Seríamos objeto de burla y mofa para el resto de nuestros días!

—Me gusta una prima de Loja, pero es mayor que yo.

El alivio que experimenté me impulsó a reír con los demás.

—¿Tú enamorado? ¡Pero si pareces una niñita, con esa carita de hurí!

Abdalá aguantó las bromas con aparente buen humor. Enseguida se cambió de tema. La historia del amorío adolescente no daba para más. Todos estaban medio enamorados de alguna primita cercana. Pasado un rato, decidimos marcharnos.

Apenas habíamos dado unos pasos cuando me percaté de que Abdalá no venía con nosotros. Retrocedí hasta él.

—Venga, que nos vamos.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

Hablábamos en voz baja, a unos metros del músico. Mis amigos nos llamaban a voces desde el otro extremo de la plaza, urgiéndonos a alcanzarlos. Abdalá me susurró al oído.

—Tengo que quedarme con el ambulante. Me lo puso como condición para no delatarnos. Nos descubrió, lo intuyó por nuestras miradas.

—Pero ¿qué quiere?

Yo mismo comprendí la inocencia de mi pregunta. ¿Qué iba a querer? Para muchos poetas, los efebos inspiran más que las ninfas. Aquella posibilidad me aterró. Abdalá no podía caer en los brazos de aquel sátiro callejero. Le urgí a acompañarme.

—No. De ninguna manera. Tú te vienes conmigo.

El músico deambulante se acercó.

—No te opongas al destino, joven. Este se queda y tú te vas. Si no me obedecéis, toda Granada se va a enterar de lo maricones que sois. Iré hasta vuestras casas. Os delataré ante vuestros padres y ante el alfaquí de la mezquita.

Abdalá, con mirada de cordero lechal ante el cuchillo del sacrificio, agarró mis manos.

—Sí, vete. Creo que será mejor para los dos.

Y, en vez de oponerme, bajé la cabeza y me marché en silencio. Fui cobarde, miserable. La boca de Abdalá había pedido que me marchara, aunque el desamparo de sus ojos me suplico que no lo abandonase. Pero mis prejuicios y miedos forzaron mi traición. Anduve los primeros pasos sin saber hacia dónde dirigirme. Todavía aturdido, escuché detrás la canción que entonó el maldito sátiro. La reconocí al instante. Era de Ibn Quzmán.

Dulce boca, no digas ni de azúcar ni de miel:

besar a la esposa no es saber de besos dulces,

que sólo del amado valen besos y abrazos.

Asqueado, volví la mirada hacia ellos. Terminada la canción, el músico había echado el brazo por encima del hombro de Abdalá, que no hizo nada por evitarlo, resignado a convertirse en objeto de placer para el pervertido de la Bibrrambla. Rompí a llorar mientras corría. Atrás dejé, solo e indefenso, al mejor de los amigos, al ser angelical que creía amar. Olvidándome de todos, corrí sin rumbo hasta caer exhausto al suelo. Vomité, probablemente del asco que yo mismo me producía. Esa fue la tarde en la que perdí la inocencia y descubrí la miserable cobardía que albergaba mi corazón.