III
al muhaymin, el Protector

Los mozos y camelleros ya duermen, enroscados en sus pobres mantas. Las candelas languidecen y el ulular de los pájaros acuna la noche transparente. También yo estoy cansado. Mañana hemos de levantarnos temprano para llegar a Fez antes de que el sol reine en la perpendicular del mediodía. Leeré las últimas líneas escritas en mi Rihla antes de apagar la lucerna. Que Alá permita que tengamos un buen día.

En aquella Granada de mercados y comercios, mi familia tenía un lugar relevante. El almotacén vigilaba las medidas y los pesos utilizados por los comerciantes. El alamín cumplía con las mismas funciones, pero tenía el mayor rango que los estudios y el conocimiento concedían. Por eso, yo me sentía muy orgulloso de ser hijo del alamín de los perfumeros.

El zoco de los fruteros se encontraba muy cerca de la Puerta Bib-Elvira. El de los carpinteros, en el barrio judío del Mauror. Los alfareros hacían girar sus tornos en el mercado de al-Fajjarin del Realejo, mientras que los curtidores ensuciaban el río en el zoco del al-Dabbagin, cercano al Puente del Álamo. Los aceros y los hierros de los cuchillos brillaban en el zoco de los cuchilleros, allá en el arrabal de los Gomeres. Los alrededores del Zacatín eran testigos de las proclamas de los ropavejeros y de los afanes de los zapateros. En la plaza Maysid al-Azam, junto a la entrada de la Gran Mezquita, los perfumeros y drogueros bendecían los aires con la fragancia de sus esencias. Toda Granada bullía en actividad y opulencia.

Mi infancia transcurrió entre estudios y juegos. Nada sabía de la política por aquel entonces. A los doce años, en 1302, asistí con mi padre a los actos de coronación del nuevo rey, Muhammad III, que sucedía a su padre Muhammad II, recién fallecido en su lecho. De muerte natural repitieron los susurros de la ciudad, como si de algo extraño se tratase. La ciudad lo lloró con sentimiento verdadero. Había sido un buen monarca. Pero a rey muerto, rey puesto, como afirman con cínica razón los politeístas cristianos. A las pocas semanas el pueblo asistió feliz a la coronación del nuevo sultán. En la xarea, el llano grande sobre el Albaicín, formaron los embajadores de los reinos cristianos y africanos, los generales de los ejércitos, los visires, los altos funcionarios de la corte y los gobernadores de las provincias del reino. Todos ellos lucían sus mejores galas, pavoneándose en distinción y altivez. El nuevo rey llegó a caballo, rodeado por los oficiales de la guardia palaciega y aclamado por el pueblo llano. Descabalgó solemne y se dirigió hacia el trono de madera de cedro y marfil que se encontraba sobre una tarima elevada, para que todos los asistentes pudieran observarlo con la reverencia propia de la ocasión. El gran cadí del reino actuó como notario para dar fe de la legitimidad de la sucesión, bajo la atenta mirada del imán mayor de la mezquita. Una vez concluida la liturgia, el hombre santo entonó las plegarias a Alá y las admoniciones al recién investido. «Rey —le dijo en voz alta mirándolo a los ojos—, te crees poderoso, pero Alá es el único poder. No lo olvides. Sé justo con los hombres, generoso con los necesitados, y severo con los enemigos de la fe y del reino. Y no olvides el lema de tu antepasado Alhamar, coronado como Muhammad I: al-Galib bi-llah, no hay más triunfador que Dios». El sultán agachó la cabeza con sumisión y respeto. Aquel gesto de humildad fue interpretado como una señal de sabiduría y un augurio de apoyo divino. Un anciano que estaba junto a nosotros repitió en voz alta el hadiz del profeta. «Cada religión tiene su carácter propio, y el del islam es la modestia». La algarabía de júbilo de los granadinos subió hasta el cielo. Alá acababa de regalarles un monarca humilde, y la humildad en los poderosos era considerada como adorno de la sabiduría. La innata percepción del pueblo no se equivocó. Muhammad III sería un gran rey hasta que la ceguera de sus muchas lecturas lo inhabilitara para el gobierno.

Los granadinos están siempre prestos a exteriorizar su alegría. Aquel día comieron y cantaron. Los más piadosos se acercaron hasta las mezquitas, y los más crápulas hasta los comercios donde se bebía vino y se recitaba poesía. Aquel día asistí a la más colorida y espectacular de todas las magnas celebraciones religiosas o civiles que conociera la xarea del Albaicín. La alegría brotó espontánea. Habría otras investiduras reales, pero no tan felices ni cálidas. Regresé en muchas ocasiones, sobre todo durante los días grandes del islam como los del aid al fitr, el día de la ruptura del ayuno, o el aid al adha, la fiesta del cordero, pero nunca el pueblo vibró con la emoción de aquella vez.

Mi padre compartió la alegría de sus vecinos. También él participó en la venturosa interpretación de los augurios.

—Alá nos ha regalado un buen sultán —susurró a mis oídos—. El buen gobierno del reino precisa de mucha prudencia y astucia.

Una vez concluidos los fastos, nos retiramos. Pero antes de llegar a casa, mi padre se despidió.

—Vete tú. No iré a almorzar, tengo que atender unos asuntos importantes.

El brillo ansioso de sus ojos lo delató ante mi inocencia. Me pareció extraño que no comiese con toda la familia en una ocasión tan señalada. Se perdió entre las callejuelas y yo llegué solo a casa. Mi madre se sorprendió al descubrir su ausencia.

—Pero ¿dónde ha ido?

—No lo sé. Me dijo que tenía algo importante que atender.

—No hay nada más importante que la familia, Abu. Nada. ¿Te enteras?

No hizo más comentarios. Bajó la cabeza y nos llamó con voz seca y enérgica.

—¡Omar, Abu Isaq, a comer!

Fue la voz de una mujer dolida. La familia lo era todo para ella, y la ausencia de mi padre en un día tan especial le supuso una amarga ofensa. Mis abuelos, sentados sobre la alfombra de la sala, desmenuzaban con sus dedos las partes más blandas del cordero. Sus precarias dentaduras no les permitían atacar los pedazos sabrosos que peleábamos los nietos entre jolgorio y bromas. Mi madre apenas comió. Sus ojos llorosos se cruzaron con los de mi abuela. Se abrazaron en silencio, bajo el manto de una triste resignación. Barruntaban el acontecimiento que marcaría desde aquel día a la familia. Mi abuelo, inmutable, siguió triturando con sus manos grasientas las blanduras del borrego. Mi padre regresó al atardecer. Parecía contento. Nos besó a todos y se retiró a su habitación, la única apartada de la casa. Nosotros dormíamos en unas camas laterales que durante el día eran usadas como divanes.

—Abu, vete a la cama. Ya es tarde.

La voz de mi madre era de pena honda. La miré con ternura. Rompió a sollozar y la abracé con todas mis fuerzas.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

—No es nada, enseguida se me pasará.

Supe que fingía. El dolor que la atravesaba no la abandonaría jamás.

—No sufras, que te quiero mucho.

—Yo también. Iros a la cama.

Aquella noche, entre sueños, escuché sus sollozos. Mi padre le hablaba con voz queda, tranquilizándola, pero su llanto parecía incontenible.

A la mañana siguiente, unas profundas ojeras afeaban su rostro. Todavía era joven y bella, y, para sus hijos, la madre más guapa del reino entero. Nos sirvió el desayuno en silencio. Al terminar, se levantó y nos dijo:

—Voy a la alhóndiga de verduras.

Me incorporé para partir con ella, pero rehusó mi compañía.

—Mejor quedaos aquí con vuestro padre.

—Sí —replicó él con voz grave y tranquila—. Quiero hablar con vosotros.

Esperábamos impacientes sus palabras. A buen seguro que el secreto que nos iba a desvelar era responsable de las lágrimas de la noche anterior.

—Como sabéis —comenzó a hablar una vez que todos nos habíamos sentado a su alrededor—, siempre he sido un buen padre y un cariñoso marido.

Era verdad. Siempre nos trató bien y jamás nos había faltado de nada. Pero eso ya lo sabíamos. ¿Adónde quería llevarnos con tantos prolegómenos?

—También soy un buen musulmán, fiel cumplidor de las enseñanzas del Libro Sagrado.

Cierto. Sin ser de los que no salían de las mezquitas, mi padre cumplía con todos los preceptos del islam.

—He decidido contraer nuevo matrimonio. Tomaré una segunda esposa.

El mazazo con el que los matarifes derriban al buey más poderoso de la vega apenas sería una caricia en comparación con aquel golpe terrible. Nos dejó aturdidos, sin resuello. Una segunda esposa, a buen seguro más joven que mi madre. Nuevos hijos. Hermanastros. No lo podía creer, todo mi pequeño mundo se derrumbaba en un instante.

—No la traeré aquí, para no incomodar a vuestra madre. Seguiré casado con ella, ya sabéis que la amo mucho. Mantendré las dos casas. No debéis preocuparos, nada os faltará.

Rompí a llorar. Por mi madre, por mí mismo. No quería compartirlo con ninguna otra familia. Deseaba que siguiera siendo esa figura que me enseñaba los olores de los perfumes y jugaba conmigo al atardecer. Me sentí traicionado por mi propio padre, al que había venerado hasta ese momento. Mi hermano mayor, Omar, me echó el brazo por encima, en un vano intento de consuelo.

—No llores, Abu. Padre no hace nada malo. Ya sabes que un musulmán puede poseer hasta cuatro esposas.

Mi padre agradeció el apoyo de Omar.

—Así es. Además, vuestra madre me ha dado su consentimiento.

Me levanté y salí al patio. Nadie me retuvo. Lloré con el desconsuelo de un niño abandonado. ¿Cómo podía mi madre haberle consentido una nueva esposa? Ya no sería la única, tendría que compartir su cariño. Recordé sus lágrimas de dolor. Lo odié, ¿cómo podía hacernos eso? Agaché la cabeza. Sabía que mi hermano tenía razón. El Corán lo permitía. No teníamos derecho a sublevarnos contra lo que el Profeta había revelado. Aunque en Granada la poligamia no era práctica habitual, algunos comerciantes ricos alardeaban de varias esposas mantenidas. ¿Tanto dinero teníamos? La ley exigía que el marido poseyera la suficiente renta para que nada faltase en ninguno de sus hogares. Estaba aturdido, desconcertado. Me levanté y paseé por el patio. Al acercarme a la puerta de la casa, pude escuchar su conversación con Omar.

—Es la hija de Osmán. Seguramente le concederán un cargo en palacio, conoce bien la política de la corte.

Política. Fue la primera vez que oía esa palabra. No comprendí su significado. Ojalá jamás lo hubiera descubierto.