II
al latif, el Sutil

Las hogueras elevan al firmamento su oración encendida y el sahumerio rojo de nuestra fe. Alguien ha arrojado a las brasas unas ramitas de alhucema. Huele bien. Cierro los ojos y aún logro percibir los olores de mi infancia. Que si algunos recuerdan la luz de su niñez, a mí me persiguen los aromas de la más hermosa y desdichada de las ciudades, Granada, la joya de Al Ándalus. Mi padre, Muhammad al-Garnati, que Alá lo tenga en su seno, fue alamín del gremio de los perfumeros. Durante muchos años de su vida, controló las medidas y la calidad de los perfumes elaborados y vendidos por los perfumeros que trabajaban en el zoco de las especias. También muchas familias acudían a su saber como experto en partición de herencias. Pero él pasaba más tiempo entre la alegría de los perfumes que sobre los severos legajos que firmaba con cálamo de caña tallada y tinta carmesí. Mi infancia transcurrió entre las fragancias de las esencias. Todos los olores tuvieron su asiento en aquellos años de la Granada cosmopolita, desde los más cercanos del jazmín, el azahar y el romero, hasta los más exóticos de la India y del Oriente. En oscuros sótanos, celosos del secreto de sus mezclas, los maestros perfumeros destilaban las esencias y realizaban extrañas mixturas de alcoholes y concentrados. Sus olores inauditos alcanzaban la calle y eran para todos nosotros, chiquillería alborotada, testigos fugitivos de la alquimia de aquellos sabios en aromas, mudados por la magia de nuestra imaginación en brujos oscuros y terribles nigromantes. Soñábamos con jugar entre sus alambiques y retuertas, pero jamás nos atrevimos a profanarlos. El castigo de nuestros padres hubiera sido terrible.

Nací en el año 678 de la Hégira, el año 1290 según el calendario cristiano. Reinaba por aquel entonces en Granada el sultán Muhammad II, el Nazarita. La ciudad florecía, en inestable equilibrio con los castellanos del norte y los bereberes del sur. Granada era la ciudad de la belleza, pero también del comercio. Mil alhóndigas y zocos mostraban sus mercancías a compradores y curiosos. Los perfumeros y especieros compartían mercado y mi padre se encargaba de la armonía de sus negocios. Los colores y olores de las especias, colocadas en sacos abiertos, alegraban la vista y excitaban el olfato. Los comerciantes dilapidaban su ingenio y alegría con bromas y puyas tan inútiles como entretenidas.

—Las especias son perfume para la nariz y gloria para el estómago —se burlaban los especieros de los perfumeros—, mientras que vuestros potingues sólo engañan al olfato.

—Pero gracias a nuestros elixires se conquistan corazones y se embruja al amado hasta el lecho del amor —respondía algún perfumero.

—Donde no se desahoga el ansia si no has tomado tu buena ración de canela con miel, el mejor de los afrodisíacos —afirmaba entre risas ostentosas Alí, el más rico de los especieros—. Que lanzas muy nobles no resultaron enhiestas en el campo de batalla, faltas de sustancias elementales.

—Los especieros no sabéis de amor, sólo de guisos.

—Te equivocas. Un buen plato aliñado con pimienta molida ha derrotado más voluntades que todas las sedas y perfumes de la Alcaicería.

Ahora sé, con los años, que los voceros de ambos oficios tenían razón. Que los olores llegan directamente al corazón, pero que un plato bien especiado arrastra al más poderoso de los monarcas. ¿Aliños para comer, o aromas para oler? Qué más da, pienso hoy. Pero por entonces, aquel niño que yo era, defendía firmemente la razón de los perfumeros. Para algo, mi padre era su alamín.

—Abu Isaq —me preguntaban para comprometerme—. ¿Tú qué dices?

—El perfume es espíritu y las especias, materia —respondía con seriedad la frase memorizada—. ¿Ante quién debe rendirse el hombre sabio?

Creía impresionarles con mi precocidad, cuando todos sabían que eran cosas de mi padre, al que todavía escuchaba por aquel entonces con veneración. Después sería distinto, pero cuando niño, bebía con fruición de su cabal sabiduría. Él me enseñó más que todos los alfaquíes de la escuela y la madraza. Lo escribí en un poema:

Yo me saciaba de su sabiduría

en un jardín vedado,

y en piletas de agua fresca bebía.

En muchas ocasiones, de un sencillo ejemplo, extraía sabios consejos. Así fue formándome y educándome.

—Abu —siempre me llamaba así—, ¿qué perfume es este?

—Parece cilantro —le respondí.

—Parece, pero no lo es. Es bergamota. Desprende un delicado aroma que oculta un veneno mortal. Como casi todas las cosas de la vida, hijo, los perfumes tienen dos caras. Los olores hermosos fueron creados para atraer. Así, la enamorada consigue a su hombre y la planta carnívora a su víctima. Siempre que huelas bien, sospecha.

Cuánta razón tenía. Debía ser otoño, cuando en la Andalucía descargan con furia las borrascas. Había estado lloviendo todo el día, y los mercaderes desesperaban en sus portales. En un claro de las nubes, algunas mujeres se acercaron para comprar. Los perfumeros, espoleados por los escasos dinares del jornal, se esmeraron en atenderlas y agasajarlas. Por eso, no me extrañó que Alí me llamara con gestos. Quería pedirme un favor.

—Ayuda a la viuda Jatima a llevar sus compras.

Lo hacía con cierta frecuencia. Llevaba las canastas hasta los domicilios de las clientas y me ganaba algunas monedas como propina. Como era niño aún, nadie veía mal que acompañase a una mujer hasta su casa. De mozo ya, hubiera resultado escandaloso.

La viuda vivía en el arrabal vecino de nuestro barrio rab al-Yawd, junto a los Cuarteles de la Generosidad. Como en otras ocasiones, me detuve ante la puerta de la clienta. Ahí terminaba mi trabajo. Debía esperar la propina para largarme feliz. Pero no ocurriría así en aquella ocasión.

—Pasa, no te quedes ahí parado.

Obedecí a la mujer. Me adentré en la penumbra de un estrecho zaguán. Ella entró detrás. Cerró la puerta y me puso la mano sobre la espalda. Noté algo extraño. La viuda me sonrió, y yo no supe bien qué hacer.

—Pasa, pasa al patio. Te serviré un zumo de naranja. Te sentará bien.

Llegué hasta el patio empedrado. Era humilde, pero la limpieza de la cal y las flores lo hermoseaban. Dejé las canastas en el suelo.

—Espera un momento, voy a ponerme cómoda.

La mujer entró en la habitación que tenía detrás. La puerta quedó entornada. Cantaba algo con voz dulce y queda. De repente, sin poderlo evitar, descubrí que a través de la puerta entreabierta podía verla. Ella quedaba de espaldas, por lo que no podía adivinar que la espiaba. De repente, para mi sorpresa, se quitó el velo. Una larga melena negra se derramó sobre su espalda y su pelo atezado brilló en ondas de azabache. Reconocí la canción que entonaba. Hablaba de amor, y estaba muy de moda por aquel entonces. El corazón comenzó a latirme con fuerza. Retrocedí, sin dejar de mirar a través del generoso hueco de la puerta. Me pegué a la pared. Hierbabuena, olía a hierbabuena. Algunas matas estarían sembradas en algún tiesto del patio. Jatima, que seguía de espaldas, pareció desabrocharse los botones de su sayo. ¿Iría a desnudarse? Había dicho que esperara un momento, que iba a cambiarse de ropa. Sabía que debía apartarme de allí, que no podía seguir espiando su intimidad. Pero no era capaz de hacerlo. Mi mirada, ansiosa, escudriñaba los secretos de su alcoba, mientras que el latido de mi corazón sonaba como una estampida de potros sobre el adoquinado de la cuesta del Chapiz. Lo iba a hacer. Comenzó a sacarse por la cabeza la chilaba que la cubría por completo. Nunca había visto a una mujer desnuda. Se sacó el sayón. La espalda, blanca como nuestra sierra cubierta de nieve, relució al trasluz. Una especie de calzón la cubría desde la cintura hasta las rodillas. Sus pantorrillas lucieron con toda generosidad. Había oído decir a los perfumeros del barrio, entre risas, que las potras de raza debían tener los tobillos estrechos. Así eran los de Jatima. Un junco del Genil no competiría con su finura. Sin saber muy bien por qué, me sentí orgulloso. La viuda debía tener clase en su encaste. De repente, se movió. Por un momento pensé que iba a girarse. Si miraba hacia la puerta me descubriría. Aterrorizado, pegué tal salto que tropecé con una maceta y caí al suelo con estrépito.

—¿Qué pasa? —preguntó desde el interior—. ¿Te has caído?

—No, no es nada —le respondí nervioso mientras me incorporaba precipitadamente.

—Enseguida termino. Espera un momento.

La situación parecía salvada. No me había descubierto. Yo seguía muy nervioso y excitado, víctima de un cosquilleo desconocido. La imagen de su espalda desnuda seguía grabada a fuego en mi recuerdo. Decidí que no volvería a espiarla, pero mis pasos me retornaron adonde había estado antes. No podía evitarlo, a pesar de saber que incurría en pecado. No llegué a hacerlo. Antes de recuperar el ángulo de visión, la puerta se abrió. La viuda sonrió al verme.

—Que guapo estás.

Un fino camisón de gasa la cubría. Tan leve era, que su cuerpo se transparentaba. Dos aureolas oscuras remataban el volumen de sus pechos, y una sombra negra enseñoreaba los bajos de su vientre. Con los ojos muy abiertos, sin poder responder ni moverme, sentí que mi desazón aumentaba.

—Voy a por el zumo.

Al girarse, mis ojos se fijaron en la redondez de las caderas. Su trasero se meneaba con la cadencia del cañaveral batido por los suaves vientos del poniente. Desapareció en una habitación. Debía ser la cocina. El olor a hierbabuena me envolvió. Desde entonces, el deseo me recuerda su esencia. Atontado, sin luces en la razón, decidí buscar de dónde procedía. No tardé en descubrirlas, junto al arranque de la escalera. Tenía otras macetas a su vera. Perejil, romero, albahaca. Pero sólo la hierbabuena olía.

—Ven, vamos a sentarnos, aquí traigo las bebidas.

Colocó la bandeja en el extremo de un diván. Nos sentamos uno junto a otro. Yo no era dueño de mí, parecía un títere dominado por los hilos de una excitación extraña y desconocida. Intentaba mirarla a la cara, pero los ojos se me iban a la transparencia de los pechos.

—¿Te gusta el zumo?

—Está muy rico, muchas gracias.

—¿No me dices nada?

No supe qué responderle. Agaché la cabeza. Estaba nervioso, sumido en el desconcierto del ansia infantil. El aroma que la adornaba me lanzó un cabo al que asirme. Indagarlo era territorio seguro.

—¿A qué huele usted?

—Eres muy joven para saberlo.

—Dígamelo, mi padre trabaja entre perfumeros.

—De este perfume no te habrá hablado.

—Mi padre conoce todos los aromas.

—Seguro que tú todavía no.

—Me gusta aprender, ¿a qué huele?

—A deseo.

Iba a decirle que no conocía esa fragancia, cuando recordé las palabras de mi padre. Desconfía de los perfumes, me repetía. Alguien te quiere embaucar tras sus adornos. Las plantas carnívoras atraen a los insectos por su olor dulce para devorarlos después. La miré. Sus labios carnosos esbozaban una sonrisa que entonces no supe interpretar. Hoy la reconozco como sensual. Mi imaginación me jugó una mala pasada. En mi interior sonaron las duras palabras del alfaquí cuando nos advertía de los riesgos del pecado. Y la mujer se transformó ante mis ojos en una terrible planta que me atraía hacia sus fauces. Era un insecto a punto de ser devorado. Mi cabeza iba para un lado, y mis deseos para otro. Sabía del peligro que corría, pero deseaba dejarme llevar, arrojarme sobre sus jugos venenosos, diluirme en su esencia de flor del paraíso. Pero no. Eso era pecado, debía huir. Me levanté de un salto enérgico, apenas un segundo antes de sucumbir ante la hembra ansiosa.

—Perdone, debo regresar a la alhóndiga.

Y dejándola con la palabra en la boca, salí despavorido, sin cobrar siquiera la propina. Siempre recordaría esa primera lección de seducción. Descubrí el olor de la hembra sedienta de placer y caricias. Huelo a deseo, me dijo la viuda Jatima. Y tenía razón: el deseo de la mujer huele. Es un olor ácido y dulzón, como de fruta pasada. Mil veces más apreciaría ese aroma femenino agazapado bajo los perfumes y los afeites que las engalanan. Aprendí que se llama deseo. No le pregunté a mi padre por él, pero desde aquella tarde aprecio los vientos del celo de la hembra. Si las requieres cuando así huelen, caen rendidas en tus brazos. Pero ese secreto a nadie se lo enseñé, lo guardé sólo para mí. Así me resultó más fácil conseguir a algunas hembras en sus precisos instantes de urgencia de amor.