I
al jabbar, El Todopoderoso

En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso.

Me dirijo hacia Fez, ciudad de los meriníes, en este principio luminoso de 1337. Mañana entraré por sus puertas engalanado con mis mejores ropas. Encabezo ante su califa Abu l-Hasán una embajada del emperador Kanku Mussa, sultán del reino del Mali, o, como por aquí gustan decir, del reino de los negros, del que soy alarife y arquitecto real. Salimos de Tombuctú hace cuarenta días. Hemos atravesado los atroces desiertos del Sáhara y las nieves del Atlas para alcanzar los valles del reino de Marruecos, fértiles a mi vista y recuerdo. He vuelto a reencontrarme con los árboles de mi infancia: los olivos serenos, los granados en punta de rojo, los algarrobos pacientes y los almendros de inesperada flor. Desde lo más profundo de África retorno al Mediterráneo que azula las costas de mi patria verdadera. El dolor del recuerdo y la añoranza me desangran el corazón. Lloro por regresar a Granada, de la que saliera hace ya tanto tiempo. Vagabundo de la vida y los caminos, ni una sola de las noches transcurridas desde mi destierro he dejado de recordar Al Ándalus, la tierra de mis padres. Durmiera en el desierto raso, bajo el bordado infinito de las estrellas, o en los lujos de palacios y alcazabas, cubierto por tafetanes y artesonados de maderas labradas, siempre fue para Granada el postrer recuerdo antes de que la bruma del sueño adormeciera mi razón. Mil y una veces me juré que algún día regresaría. Alá se ha apiadado de su modesto servidor, guiando la caravana de su vida hasta el reino de los meriníes, a las mismas orillas andaluzas. Concluiré la misión en la corte de Abu l-Hasán, y retornaré a Granada, mi anhelo secreto. Estas intenciones no se las confesé al emperador, que queda ahora lejano y desvaído. Regresar es mi sueño, mi meta, el sentido de mi camino. Después de haber conocido la gloria en El Cairo, Damasco, La Meca y Tombuctú, me gustaría volver para morir en los brazos dulces de Granada.

Voy para viejo y aún no soy sabio. Porque los poetas somos siervos del sentimiento, la sensata razón se nos muestra esquiva y la fortuna adversa. Vagamos sin rumbo como gacelas perdidas por los páramos del desconcierto. Hace muchos años, justificaba la ausencia de sabiduría por el tesoro de la juventud. Que los viejos de Granada ya lo repetían: el peso de un hombre es siempre el mismo ante Alá. Lo que gana en conocimiento y experiencia, lo pierde en juventud y vigor. Así, el fiel de la balanza permanece en equilibrio. Ya no soy joven, pero sigo sin poseer el conocimiento. Pierdo fuerza y brío, sin ganar en discernimiento. Mi balanza se inclina hacia el lado de la vacuidad, de la inconsistencia leve. Avanzo hacia el polvo, la ceniza y la nada, como barruntan los místicos y eremitas. Miro atrás y sólo veo camino. Siempre temí que el viento de la historia borrara las huellas de mis pasos. Hoy sé que, gracias a Alá, algunas me sobrevivirán en forma de mezquitas y palacios. Espero que también mis versos florezcan de boca en boca. Me gustaría que el nombre de Es Saheli no se perdiera en la memoria de los hombres. Por eso inicio esta Rihla íntima, fiel testigo del viaje de una vida de pecado y gloria, que de todo hubo en el peregrinar de este humilde siervo del Todopoderoso. Poco soy, lo sé. Pero desde esa insignificancia, ansío que la llamita de mi recuerdo no se extinga jamás. Quizá sea soberbia, pecado aborrecido por Alá, pero no quiero morir del todo. Si alguien llega a leer estas líneas, sabrá de la vida de un poeta andaluz que se transformó en arquitecto africano. Un vanidoso loco con delirios de la única e incierta trascendencia posible. La que me otorgue algún venturoso día, inshallah, el lector piadoso que se acerque a conocer lo que de mí fue en este siglo de mudanzas y desvaríos.