—Tienen que tirar del pomo mientras se gira la llave —le dijo al detective la señora Wilcox mientras éste forcejeaba con la puerta—. Traiga, se lo enseñaré.

—No, gracias, señora —dijo Ed Henderson—. Podemos hacernos cargo.

Su compañero, el sargento de detectives Dominick, cogió a la mujer por el brazo y la hizo bajar amablemente el largo tramo de escaleras que subían desde el garaje hasta el apartamento.

La mujer, una rubia teñida y quisquillosa llamada Maureen, se apartó unos pasos de las escaleras, se dio la vuelta y adquirió una posición permanente allí.

—El doctor Frankel era un hombre tan tranquilo —dijo—. Siempre pagaba el alquiler con un año de anticipo. ¿Pueden creerlo?

—Eso es algo, desde luego —dijo Herm Dominick, y empezó a subir de nuevo las escaleras.

—¿Cree que ha sido asesinado o algo? —preguntó la mujer a las espaldas del detective.

Éste se dio media vuelta al subir las blancas escaleras de madera.

—La gente desaparece constantemente, señora —dijo.

—¿Puedo alquilar su habitación y quedarme el resto del dinero? Son seis meses.

—Como usted quiera, señora.

—Herm —susurró Henderson con urgencia desde lo alto de las escaleras—. Creo que dentro hay alguien.

El hombre acabó de subir corriendo las escaleras mientras sacaba su 38 de cañón corto de la funda de su cadera y le quitaba el seguro.

Llegó al rellano. Los dos hombres se colocaron a los lados de la puerta de madera.

—Cuando la abrí —dijo Henderson—, oí algo moverse ahí dentro.

—Bien —dijo Dominick en voz baja. Miró hacia atrás y vio que la casera había empezado a subir de nuevo las escaleras. Le hizo señas de que retrocediera, frenético, y luego miró a su compañero—. Damos la voz y entramos, ¿de acuerdo?

Henderson asintió. Su 45 niquelada apuntaba al cielo de Oklahoma.

—¡Oficiales de policía! —gritó Dominick—. ¡Abran!

Nada.

Los dos hombres se miraron, y luego Henderson dio una patada a la puerta. Con un maullido, un gato salió corriendo por la abertura e hizo que los dos hombres se agazaparan, aterrados. El animal bajó las escaleras a toda velocidad y se perdió en cuestión de segundos.

Dominick oyó risas al pie de las escaleras y vio a la rubia sacudir la cabeza.

—Si lo hubieran preguntado, se los habría dicho —les gritó.

Enfundaron las armas y entraron en el pequeño apartamento, pisando la pequeña montaña de cartas que habían sido introducidas por la ranura de la puerta. Lo primero fue el olor a mierda de gato. Henderson hizo una mueca y contempló el salón.

Era una habitación inocua, con muebles sencillos. Todas las cosas estaban en su sitio, pero parecía como si nadie viviera realmente allí. Era un sitio blando, sin personalidad.

Mientras Ed recorría el salón, Dominick entró en la cocina. Había una pequeña estantería con libros. Ed se acercó a ella y miró los títulos. Eran sobre Hitler y la matanza de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Debía haber unos cincuenta o sesenta volúmenes sobre ese tema, y nada más.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó a Dominick.

El hombre regresó al salón, negando con la cabeza.

—La cocina está hecha un desastre —dijo—. Parece que aquí no ha habido nadie desde hace semanas. Cuando el gato sintió hambre rompió todo lo que olía a comida. Hay envoltorios por todas partes.

—Bueno, eso encaja con Personas Desaparecidas —dijo Ed—. El Hospital informó que había desaparecido, pero sólo después de varias semanas. Todos pensaron que estaba de vacaciones.

—¿Has encontrado tú algo? —preguntó Dominick.

—Echa un vistazo a esa estantería —señaló Henderson.

Herm obedeció.

—Huau —dijo—. Ese tipo debe de haber sido un auténtico fanático.

—Sí. Fue una especie de nazi o algo así durante la guerra. Todos esos jodidos estaban locos.

—No deberían dejarlos venir aquí —dijo Dominick—. Chiflados fanáticos.

Ed se echó a reír.

—¿Qué es tan gracioso?

—Eh, macarroni. Los italianos también eran nazis entonces.

—Vete al carajo, Ed.

—Sí. Echemos un vistazo al resto.

Comprobaron el dormitorio y el pequeño baño adjunto, con bañera aunque sin ducha, pero no había nada en el apartamento ordenado y vacío que mostrara señales de que alguien viviera realmente allí.

Dominick volvió y se sentó en el sofá del salón mientras Ed recogía el correo del suelo y examinaba la colección habitual de facturas y circulares.

—Es una pena que aquí huela tan mal —dijo Herm—. Podríamos quedarnos un rato y ver la tele o algo antes de marcharnos.

—Sí —dijo Ed con desidia. Entonces dejó de examinar el fajo de cartas y se detuvo en una, escrita con letra temblorosa y sin remitente.

—Me pregunto qué tenemos aquí—dijo, y abrió el sobre. Leyó rápidamente, luego volvió a leer—. Hijo de puta.

—¿Qué?

Se acercó al sofá y le tendió la carta a Herm. Decía:

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Un hombre al que conocí hace mil años me dijo algo que nunca olvidaré. Dijo que Dios es tiempo. Ya que he recorrido las eras y los dolores y triunfos del hombre desde entonces, creo que empiezo a comprender. Vivo en un infierno de mi propia elección. He tomado como Dios el tiempo del dolor, y lo he hecho real. He abrazado el dolor como se abraza a una amante, pues mi Dios gobernó mi vida.

Pero… ¡el tiempo! El tiempo es momentos. Dios es el Dios de todo el tiempo y no sólo del tiempo del dolor. ¡La emoción del momento existe! ¡La emoción de todos los momentos existe! Si encontráis esto, significa que he muerto. Ahora debéis elegir a vuestro Dios. Os suplico que me escuchéis. Hay libertad en vuestra vida. Hay felicidad. Hay perdón, más que nada perdón.

Elegid la vida, por favor escuchadme. Elegid la vida.

El momento existe. ¡Existe!

Todo es uno.

No sufráis por mí. No creéis más dolor.

—Jesús —dijo Dominick. Volvió a doblar la carta y la guardó en el sobre—. Jesucristo.

—Te dije que el nazi estaba chiflado, ¿no? —preguntó Ed, sin esperar realmente una respuesta.

Dominick se dirigió a la puerta.

—Suelta esa maldita cosa y vámonos de aquí antes de que el olor se nos pegue a la ropa.

—Claro —dijo Ed, y dejó caer esa carta y todas las demás sobre la mesa de la cocina.

Salieron del pequeño apartamento a la luz de la tarde.

La carta, junto con los informes de los sargentos Henderson y Dominick, permaneció en los archivos de la policía durante cierto período; luego todo fue microfotografiado y pasado a inactivo, a continuación a inactivo profundo, a los ordenadores, hasta que finalmente fueron purgados de esas memorias.