El pasado es el presente, ¿no? Y es también el futuro. Todos tratamos de desmentirlo, pero la vida no nos deja.

—Eugene O'Neill

—Pero no quiero ir con ese hombre, mamá —dijo Naomi Williams—. Por favor, no me obligues.

—Haz lo que se te dice, niña —repuso Martine Williams, mirando a su hija de trece años—. Vivimos en una Depresión. Todos tenemos que hacer nuestra parte.

Naomi miró la puerta cerrada de la habitación de su madre y pensó en el hombre que esperaba al otro lado. Era gordo, y su ancha corbata amarilla tenía manchas de grasa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás con brillantina y bufaba todo el tiempo. ¿Por qué le obligaba mamá a entrar ahí con él, y vestida con su camisón?

Era el verano de 1937, el más caluroso que Kansas City había conocido. El pequeño apartamento estaba tan caldeado que sólo las cucarachas podrían sentirse cómodas, y su hermano Joey estaba en el hospital por haberse comido las dulces laminillas de pintura vieja que se habían caído de la pared.

—Pero… ¿qué tengo que hacer? —preguntó la niña. Notaba la cara rara por todo el maquillaje que mamá le había puesto.

La mujer se arrodilló ante ella y la miró a los ojos.

—Haz lo que el señor Stavis quiera que hagas, ¿entendido? Le gustan las niñitas de tu edad, y es muy amable con ellas si ellas son amables con él.

—¡Yo no quiero ser amable con el señor Stavis! ¡Huele mal!

—¡Harás lo que yo te diga!

—¡No lo haré! ¡No!

—¡Basta! —dijo Martine, y la abofeteó—. Mierdecilla desagradecida. —Miró a la puerta cerrada y bajó la voz—. He estado abriéndome de piernas todos estos años para daros de comer a tu hermano y a ti. Lo menos que puedes hacer es devolver el cumplido.

Mamá le había agarrado los brazos y la sacudía.

—¡Me estás haciendo daño, mamá!

La mujer la soltó y se apartó un mechón de pelo rubio oxigenado de la cara. Se miraron mutuamente en silencio. Los únicos sonidos eran el del tráfico sobre el puente del río Quay tras la ventana abierta.

—Es necesario que hagas esto, cariño —dijo Martine—. Tenemos que conseguir dinero para tu hermano en el hospital. Si no lo hacemos podría morirse, y todo sería por tu culpa.

—¡Oh, no! —dijo Naomi, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Yo no le he hecho nada a Joey!

—Si no entras ahí y eres amable con el señor Stavis, será igual que si hubieras matado a Joey —dijo Martine, y se puso en pie y se alisó la falda—. Allá tú.

Se dio la vuelta, entró en la cocina y se asomó a la ventana abierta.

—¡Eh! —exclamó una voz pastosa al otro lado de la puerta—. ¡No tengo todo el día!

Martine se volvió y miró a Naomi.

—¿Y bien?

La niña miró la puerta cerrada y pensó en su hermano muriendo en el hospital. Estaba asustada y temblorosa, pero Joey…, Joey…

—Seré amable con el señor Stavis, mamá —dijo, con voz frágil y asustada.

—Buena chica —dijo Martine, y se acercó para cogerla de la mano y guiarla hasta la puerta. Volvió a arrodillarse ante Naomi y comprobó el maquillaje y el leve tono rojizo de su oreja allá donde la había abofeteado—. Estás realmente hermosa, cariño. Al señor Stavis también se lo parecerá. Ahora recuerda: haz todo lo que quiera.

—Sí, mamá.

—Y si duele un poquito, será mejor después.

—Sí, mamá.

Los ojos de Martine chispearon.

—Te diré una cosa. Después de que se marche el señor Stavis y hayas sido amable con él, cogeremos treinta centavos e iremos a ver esa película de Clark Gable.

—¿En el cine elegante de State Avenue, con aire acondicionado?

—Sólo lo mejor para mi pequeña.

Naomi pasó los brazos alrededor del cuello de Martine.

—Oh, gracias, mamá. Te quiero.

—Yo también te quiero, cariño —dijo Martine. Se puso en pie y abrió la puerta del dormitorio.

El señor Stavis estaba tendido en la cama, sin los zapatos y la chaqueta. Fumaba un puro grande y verde.

—Ya era hora —dijo, quitando las piernas de la cama.

—Es una niña realmente encantadora —dijo Martine—. Y virgen.

El hombre sonrió, mostrando sus dientes de oro.

—Eso es lo que quiero. Ven aquí, bonita.

Martine dio un empujón a Naomi y luego cerró rápidamente la puerta tras ella. La niña se quedó, petrificada, al pie de la cama.

—Bueno, ven aquí —dijo Stavis, aflojándose la corbata—. No voy a hacerte daño.

Ella avanzó lentamente para ponerse a su alcance. La gruesa mano del hombre la agarró por el brazo y la atrajo hacia sí.

—Eres bonita —dijo.

—Gracias, señor —contestó Naomi.

—Sí, agradécemelo. —El hombre se rió, los ojos oscuros y maliciosos. Soltó el cigarro y empezó a quitarle el camisón—. Veamos lo que tienes aquí debajo, ¿eh?

Le quitó el camisón entero, y su lengua asomó ligeramente en su boca cuando la tendió sobre la cama y pasó sus manos por todo su cuerpo. Ella temblaba salvajemente, totalmente fuera de control.

David permaneció con ella, sintiendo que la furia atravesaba su mente. No se atrevió a hablar ni a hacer nada que pudiera empeorar las cosas. Stavis manoseaba burdamente sus pequeños pechos, riéndose mientras ella lloraba.

—Mira lo que tengo aquí —dijo el hombre con voz ronca, y se abrió la cremallera de los pantalones, y su órgano erecto asomó a través de la tela, púrpura y viscoso.

Naomi sofocó un grito cuando el hombre se metió en la cama con ella, y David no pudo soportar la procesión de horribles imágenes que atravesaron la mente de su madre. Y, mientras ella gritaba, él gritó también y saltó de vuelta a la corriente.

Huyó, ciego emocionalmente, y se aferró a la primera calma que encontró. Estaba en un cobertizo oscuro y húmedo, abriendo una espita en un barrilito de vino.

Sintió profunda vergüenza y pesar por sus sentimientos hacia su madre. ¿Qué arrogancia había en él para perdonarse por lo que ella le había hecho, pero no para perdonarla a ella? ¿Cómo pudo maldecirla tan rápidamente sin intentar siquiera conocer los horrores que ella misma había experimentado?

A veces la corriente temporal era hermosa y a veces fea, y con frecuencia la belleza y el horror eran simplemente estados de la mente. Lo que sí era, definitivamente, era honesta. Lo que su propia mente hacía a aquella honestidad era alterarla para encajar en las pautas que más quería creer. Se llama realidad, y se inventa de un momento a otro en la mente del espectador.

Lo siento, mamá. Lo siento muchísimo.

Una rata se escabulló entre sus pies, y oyó maldecir a su anfitrión. ¿Dónde estaba?

Colocaba la botella de borgoña recién llena en una mesita, y echó en ella algo de una ampolla. ¡Era arsénico! ¡Estaba envenenando el vino!

Se zambulló más profundamente, huyendo aún de las Harpías emocionales de su madre. No pretendía tomar a otro humano totalmente después de dejar a Silas, pero tenía que inspeccionar esto.

¿Louis? ¿Louis Marchand?

David. De modo que has venido para el final.

Dios. Sus emociones le habían atraído de regreso junto a Hersh. Estaba en Longwood House, en la isla de Santa Elena, la húmeda prisión de los últimos días de Napoleón. Habitaba el cuerpo de Louis Marchand, el criado que había ocupado en sus visitas previas a Hersh. De toda la incongruente banda de desconocidos que habían compartido el exilio en Santa Elena con Hersh, Marchand era el más leal, el más digno de confianza. Y, sin embargo, aquí estaba, envenenando el vino.

¿Qué estás haciendo?

El trabajo de Dios. Estoy ayudando a ese pobre hombre a salir de su degradación.

¿Matándolo?

Por amor, David. Lo que sufre aquí es mucho peor que el amable beso de la Muerte.

No tienes derecho a tomar esa decisión.

Reclamo ese derecho. El sufrimiento tiene que terminar.

David hizo detenerse al hombre, y entonces recordó la observación de Hersh de que había cosas peores que la muerte. ¿Una premonición? Retrocedió, reconociendo el Destino al verlo.

Marchand colocó el corcho a la botella y cruzó con ella el sucio suelo y salió al ventoso anochecer. Atravesó el patio y se dirigió a la casa. Longwood House era una pobre excusa de residencia, escogida por los enemigos que querían humillar al emperador de Francia. Sólo era una residencia adecuada para los roedores que la habitaban.

¿Cómo está el Emperador?

Muriéndose. Puede que no sobreviva al día de hoy.

¿No tienes miedo de que alguien más beba el arsénico?

El emperador es el único que bebe de esta botella. No confía en los otros que tienen acceso.

Entraron en la casa propiamente dicha, un establo de estuco amarillo que contenía veintitrés habitaciones. Los ingleses habían escogido bien esta prisión, una isla de roca en el Atlántico sur. Longwood misma se extendía en una plataforma pelada a siete kilómetros en serpenteante camino desde el puerto de Jamestown. A pesar de las frecuentes lluvias, la tierra se resistía a la civilización. La hierba no era apta para el pastoreo, y los pocos árboles que había estaban permanentemente inclinados por la constante sacudida de los vientos de levante.

Recordando la huida de Hersh de Elba, los ingleses habían destinado en Santa Elena una guarnición de tres mil hombres cuya única misión era vigilar al emperador en su rutina diaria. Un muro rodeaba el lugar, y quinientos ingleses de casacas rojas mantenían a Longwood bajo constante contacto visual. Se comunicaban a través de señales cualquier mensaje referido al emperador. En torno a la desierta meseta se alzaban oscuros e irregulares picos volcánicos, en uno de los cuales se hallaba Alarm House, donde los ingleses disparaban sus cañones para anunciar el amanecer, la puesta de sol y la llegada de los barcos. También podían anunciar una huida.

El puñado de exiliados que escogió compartir la condena de Napoleón formaba un grupo extraño. Apenas había ninguno de los viejos tiempos. Eran gorrones, seguidores de última hora, lo que en tiempo de David serían llamados groupies. En total, en Longwood vivían algo más de cincuenta personas, la mayoría criados.

Recorrieron los grandes salones, donde Fanny Bertrand observaba a sus tres hijos correr por entre los ajados muebles. Su marido, Henri, no era como los otros. Había estado con Napoleón en Egipto, y fue gran mariscal en las Tullerías. En ese momento discutía en la puerta con Hudson Lowe, el gobernador inglés de la isla.

—¡Ha de dejarse ver al menos una vez al día! —dijo Lowe firmemente, contoneándose como un pavo real en su tieso uniforme—. Ésas son mis reglas, y debe seguirlas.

—Se está muriendo, general —dijo Bertrand—. No intentará escapar.

—¿Y si sólo está fingiendo? —repuso el hombre, irritado.

—Entonces seguro que es uno de los mejores actores del mundo.

¿Siempre es así?

Siempre. El gobernador obligó a no salir al Emperador con su constante hostigamiento.

A David le entristeció pensar que los últimos días de Hersh tuvieran que ser como los primeros, controlado y humillado. No le extrañaba que reaccionara tan mal a la vida aquí. Eso, claro, si Hersh pretendía quedarse en este cuerpo.

Siguieron recorriendo la casa, pasando junto a grupos de criados silenciosos y huéspedes reunidos, todos esperando…, esperando. Hersh ocupaba las habitaciones del fondo de Longwood. Louis se acercó a la puerta del dormitorio del emperador y entró sin llamar.

Napoleón yacía en una cama con dosel, o más bien lo hacía su carcasa. David tuvo que morderse los labios para evitar lanzar un grito. El hombre carecía por completo de color; sus ojos estaban hundidos en una cara abotagada. El familiar hedor de la enfermedad desesperada gravitaba en el aire como una niebla. Francesco Antommarchi, el médico corso, se encontraba a la cabecera de la cama, tratando de darle una mezcla de agua, zumo de naranja rebajado y azúcar, sin éxito.

El hombre alzó la cabeza cuando Louis entró, y sus ojos se posaron en la botella que llevaba bajo el brazo.

—No habrá necesidad de eso —dijo—. El emperador ya no puede beber.

David se acercó a la cama para tomarle el pulso a Hersh. El brazo del hombre era como un estuche de papeles enrollados. David apenas pudo encontrarle el pulso. Incluso el calor corporal había empezado a abandonarle.

Napoleón volvió unos ojos entornados hacia Louis, luego los abrió para enfocar.

—Alguien—jadeó—. Alguien… ¿David?

—Estoy aquí —susurró David.

—Has vuelto a mí.

—Siempre estoy contigo, viejo amigo.

Hizo un gesto para que David se acercara más, y entonces susurró:

—Saca a ese charlatán de aquí mientras aún hay tiempo. Quiero hablar contigo.

—Necesitas conservar tus fuerzas.

Hersh suspiró pesadamente.

—¿Para qué? ¿Para qué necesito mis fuerzas? Allá donde voy la fuerza no significa nada.

—Entonces, vas a marcharte.

—Siempre… siempre te dije que lo haría.

David se incorporó y miró al joven médico.

—Le gustaría hablar conmigo a solas durante un momento.

Antommarchi frunció los labios y asintió.

—Creo que llamaré a los demás. —Miró un reloj de bolsillo—. Pronto oscurecerá. Haré que todos entren en silencio.

—Dentro de unos minutos —dijo David.

El hombre asintió y salió de la habitación.

David volvió a sentarse en la cama junto a Hersh.

—Tu anfitrión va a morir hoy —dijo—. ¿Seguro que quieres morir con él?

Hersh trató de sonreír, pero la sonrisa se convirtió en una mueca de dolor.

—¿Por qué, cuando soy yo quien se muere, siento pena por ti? —apoyó débilmente una mano sobre el brazo de David—. Escucha, amigo mío. Nunca sentí la maldición de tus anhelos. Para mí, una sola vida ha sido suficiente.

—Pero… ¿no tienes miedo? ¿No tienes dudas?

—Para mí, el miedo fue vivir —dijo Hersh—. Y mis dudas sobre la muerte nunca dejaron de ser vanas especulaciones. Para ti, es una obsesión. Una desgraciada obsesión, creo.

—Todas las obsesiones son desgraciadas —dijo David, sonriendo—. Silv también ha muerto.

Hersh asintió.

—Ella me dijo, la última vez que me visitasteis, que sentía la atracción hacia la muerte. Me hizo prometerle que no te diría nada, ya que eres como eres. Nos despedimos entonces.

—Tu identidad se perdió de su mente poco después —dijo David, y pensando en Silv, sintió el vacío que había dejado atrás.

—Ella está ahora más allá del dolor —dijo Hersh—. Recuerda los buenos tiempos.

Tosió, dolorosamente, y David utilizó un pañuelo mojado para humedecer sus labios. El hombre cerró los ojos durante un instante. David temió que estuviera agonizando. Contempló la habitación. Un pequeño huerto cultivado por Louis en su tiempo libre se hallaba justo fuera de una de las puertas que conducían al dormitorio. En la pared colgaban retratos de su amada Josefina, María Luisa y el rey de Roma, que estaba destinado a morir de tisis antes de llegar a la edad adulta.

—David —suspiró Hersh, y volvió a abrir los ojos.

—Estoy aquí.

—Nunca adivinaste mi pequeño secreto, ¿verdad?

—¿El secreto de Grenoble? —preguntó David, y le sonrió—. No.

Hersh trató de sentarse, pero no tuvo fuerzas.

—El de la Carretera de Grenoble fui yo, sólo yo.

—¿Qué quieres decir?

—Napoleón me convenció hace mucho tiempo para que averiguara la fórmula de Silv —dijo Hersh—. La preparó en Elba y se marchó una noche, así de simple.

—¿Quieres decir que está transitando?

—Nunca volvió.

—¿Dónde crees que está?

Hersh trató de humedecerse los resecos labios con la lengua. David volvió a mojarlos con el pañuelo.

—Siempre le interesó Alejandro Magno. Apostaría a que está ahí.

David sacudió la cabeza.

—Fascinante.

Llamaron suavemente a la puerta. Un segundo después, el doctor Antommarchi asomó la cabeza.

—Todavía no, por favor —dijo David, y el hombre desapareció sin decir palabra.

—Éramos tan parecidos, él y yo —dijo Hersh—. En el Sector, teníamos que movernos rápido. Había millares de túneles que conectaban los Sectores, y la habilidad para moverse rápidamente de un sitio a otro era una gran ventaja. Adaptamos ese estilo a nuestras guerras europeas, y funcionó a la perfección. Después de que Napoleón se marchara, tuve la oportunidad de intentarlo por mi cuenta. Fracasé…, fracasé en Waterloo, pero estuve cerca. Fallé por milímetros. No tenía su genio para la estrategia.

David le cogió la mano y la besó.

—Verte avanzar por la Carretera de Grenoble fue uno de los momentos más extraordinarios de mi vida —dijo—. Tuviste su grandeza, hasta la última gota.

—Te gustó, ¿eh? —preguntó Hersh, y volvió a toser. El esfuerzo de hablar acababa con las pocas fuerzas que le quedaban. El final estaba muy cerca—. Son recuerdos que me llevaré conmigo.

—Tienes que responderme a una pregunta —dijo David—. ¿Por qué Talleyrand? Tantos fracasos tuyos fueron por su culpa… ¿Por qué dejaste que sucediera?

—Oh, David —dijo el emperador en un susurro—. Tendrías que haber sido educado como yo para comprenderlo. Fui un advenedizo, un simple soldado que pretendía grandeza…, algo que era natural para monsieur Talleyrand. —Esperó un momento, acumulando sus últimas fuerzas para hablar entrecortadamente—. Era… todo lo que yo admiraba. Sentía que, si pudiera ser c-como él…, el mundo sería mío. —Se detuvo de nuevo, jadeando levemente—. Me viste en Saint-Cloud el día que nos hicimos con el p-poder. Fui como un niño ignorante. Talleyrand siempre sabía lo que había que hacer. Yo le amaba, creo… sexualmente. —Trató de sonreír, pero el esfuerzo fue demasiado y la boca se le quedó rígida—. Cuando me trataba como a un igual, me sentía agradecido y… feliz. Cuando me engañaba me enfurecía, pero le perdonaba porque le usaba como mi m-medidor de… legitimidad. Así que…, ya ves…, nunca pude aceptarme totalmente a mí mismo ni a mi posición en la vida.

—Te aceptaste lo suficiente como para cambiar el mundo —dijo David—. Tu Código Legal sobrevivió como norma en gran parte de Europa hasta mis días.

—¿Sabes p-por qué tuve éxito? Tú me enseñaste… Tú, y la corriente temporal. —Tosió, dolorosamente—. Aprendí que los hechos no significan nada. La historia es una rueda… que gira sobre sí misma sin ir a ninguna parte. La humanidad está condenada a repetir los mismos errores una y otra vez. ¿Por qué sucede?

David reflexionó sobre aquello.

—Porque, aunque el mundo cambia, las emociones no lo hacen, y las pasiones siguen creando los mismos resultados finales una y otra vez.

—Muy bien —dijo Hersh, e inspiró trabajosamente varias veces—. Los hechos no tienen significado, pero las emociones son reales. Al comprender esto, pude sacudir las pasiones de millones.

—¡Ésa fue la razón por la que hiciste tocar La Marsellesa en la Carretera de Grenoble!

—Mucho después de que los hechos de ese día o sus… implicaciones hayan sido olvidadas, los h-hombres de esa carretera me… sentirán en sus corazones cada vez que oigan esa canción. Vivo a través de las emociones, David, y las emociones son eternas.

Se detuvo, descansando de nuevo, y sus doloridos ojos persiguieron los de David en busca de compasión, como si pudiera llevársela consigo al otro lado.

—Siento… el infinito en mí mismo. Todo lo demás no tiene sentido. ¿Qué es el futuro? ¿Q-qué es el pasado? ¿Qué… somos nosotros? ¿Qué líquido mágico es el que nos impulsa y nos esconde las cosas que deberíamos conocer mejor? —jadeó con fuerza—. Nos movemos y vivimos y morimos en medio de m-mi-lagros. Pero las emociones permanecen, son constantes.

Antommarchi volvió a abrir la puerta, miró horrorizado a Hersh, y luego le dijo a David:

—Creo que es la hora.

David asintió, y el hombre se marchó nuevamente.

—Los buitres vienen a devorar el cadáver —dijo Hersh—. Un mal grupo la mayoría, no tan sinceros como los que compartieron mi fantasía previa. Se pelean constantemente, como niños. Creo que me han envenenado para deshacerse de mí, pero… te diré un secreto: me están haciendo un gran favor. —Jadeó con fuerza, con una engarfiada mano posada sobre su pecho—. Tú eres el último, amigo mío —dijo, la voz tan débil que David tuvo que acercar una oreja a su boca para poder oír—. Busca las emociones, no te consumas… con… preguntas.

Hersh se hundió en la cama, casi como si se ahogara en ella. David se puso en pie. Eran casi las cinco, y la habitación se oscurecía poco a poco a medida que la noche caía sobre Longwood House. Fanny Bertrand entró primero, con Hortense, su hija, y sus tres hijos varones, uno de los cuales se llamaba Napoleón.

Los niños hicieron una escena, llorando y besando la mano del Emperador. El joven Napoleón incluso se desmayó, y David no pudo decir si su manifestación de afecto era real u orquestada, ni le importaba. Pero hicieron tal alboroto que tuvieron que sacarlos al jardín.

Después entraron los criados franceses, luego los gorrones, más notablemente el conde Montholon, un clon de Talleyrand, si alguna vez David había visto alguno. En total, dieciséis personas entraron en el dormitorio.

Hersh estaba agonizando ahora, delirante, y el sol del exterior se ponía rosa y anaranjado en su imperio. Se sacudió una vez, y murmuró las palabras finales de su vida.

France… armée… tete d'ármée… Josephine…

En la distancia, los cañones de Alarm House dieron el toque de queda, y el sol se desvaneció en un estallido de luz. Hersh suspiró una vez, abrazando el vacío, y luego todo quedó en silencio. Los hombres presentes en la habitación observaron, esperaron. De repente, los ojos de Hersh se abrieron.

Antommarchi se acercó al cadáver y cerró los párpados. Se había acabado. El cuerpo de Napoleón Bonaparte estaba muerto, consumido, a los cincuenta y un años.

Mientras los que le rodeaban gemían y lloraban, David contempló al hombre con cierta felicidad. Había vivido su vida como había escogido, aceptado los términos sin condiciones de esa vida, y abrazado la oscuridad sin sentir miedo. ¿Qué más podía nadie querer?

Salió de la habitación y recorrió los oscuros y silenciosos pasillos de Longwood House. Pudo oír las ratas escabulléndose a través de las paredes, totalmente ajenas a las esperanzas y temores de la gente que compartía la casa con ellas. Curiosamente, el arsénico que había matado a Hersh fue traído originalmente para acabar con las ratas; pero, por temor a que quedaran muertas en las paredes, dejando un olor espantoso, nunca fue usado.

Olvida los hechos, olvida la vida y la muerte, le había dicho Hersh. Concéntrate en las emociones. Son eternas.

El tiempo carece de sentido.