No todo final es la meta. El final de una melodía no es su meta y, sin embargo, si una melodía no ha alcanzado su fin, no ha alcanzado su meta. Toda una parábola.
—Nietzsche
La tormenta era increíble. Bramaba como algo indescriptible; sacudía la costa del Maine con viento y agua, y el fuego de Dios desde los cielos. David se encontraba en la plataforma en lo alto del faro y gritaba a la oscura noche de la tormenta mientras ésta le sacudía con su lluvia fría y dolorosa y rugía en sus oídos para ahogarle. Los relámpagos se descargaban sobre Alden Rock, rasgando el negro en arroyos como de telaraña, que formaban una cadena entrelazada por todo el cielo. Tras él, la Fresnel enfocaba la luz, apuntando a la tormenta, sólo para ser sorbida de nuevo por la negrura.
—¿Por qué no yo? —gritaba, agarrándose con fuerza a la barandilla—. ¿Qué tengo de malo?
Hablaba de la muerte.
El viento volvió a cantar, tratando de arrastrarle de su asidero a la paz de las rocas puntiagudas de abajo. Pero él siguió resistiendo, a su pesar. Siempre resistía.
—¡Silas! —gritó Carla desde abajo, y su voz circundó la torre como un trueno más—. ¡David! ¿Quieres bajar? Me estás asustando.
Vamos, David. No tengo deseos de morir aquí.
Reluctante, David extendió las manos hacia el marco de la puerta, lo agarró firmemente, y lo utilizó para impulsarse dentro mientras mantenía la cabeza vuelta para evitar el cegador resplandor de la luz que giraba de un lado a otro. La campana antiniebla redoblaba con fuerza, pero nadie podría oírla con la tormenta.
—¡Ya bajo! —gritó, todavía cubriéndose los ojos.
—¡Gracias a Dios!
Comenzó el largo descenso por la escalera de caracol. Silas temblaba de frío. Estaban a primeros de noviembre, y no era época para desafiar a los elementos en Nueva Inglaterra.
Carla le esperaba al pie de las escaleras, el vientre abultado, la preocupación evidente en su rostro.
—¿Cómo has podido, David? —preguntó, cuando él llegó abajo y la tomó en sus brazos.
—Lo siento —dijo él—. Os pido disculpas a ambos. Después de esta noche, nunca volveré a interferir en vuestras vidas.
—No interfieres —repuso Carla mientras los envolvía a ambos en una manta—. Sabes que te queremos.
Salieron del faro y se dirigieron a la casita; la lluvia los sacudía. Cuando entraron, David se fue directamente a la cocina para plantarse ante la gran chimenea de ladrillo que formaba el corazón de sus vidas. Olía a pan de jengibre y a cera de vela al derretirse y a ristras de manzanas puestas a secar ante el fuego. David contempló la sencilla mesa de madera y la alacena, y su mente sonrió al recordar las muchas horas que habían pasado aquí, cosiendo, haciendo embutidos y embotellando sidra. Nunca volvería a verlo.
Silv se había ido. Era sólo un recuerdo, y David se sintió perdido una vez más. Había dividido su tiempo entre la depresión y revisitar las cosas que habían sido, pero aquello no era justo para con Silas y Carla. Ellos compartieron su pena durante una temporada que debería haber sido la más feliz de sus vidas, y David se sentía responsable por eso. Siendo cuatro, eran completos. Siendo tres, David no sólo se interponía en su camino, sino que se daba cuenta de que arruinaba sus vidas. Por mucho que quisiera ser padre, sabía que no permanecería aquí hasta que llegara.
—¿Por qué no te quitas esas ropas mojadas? —dijo Carla, acercándose para colocar la tetera sobre el suelo—. Te puedes morir de un resfriado.
—No sueñes —dijo él, y se sintió mal de inmediato cuando ella le dirigió una firme mirada de reproche.
Carla estaba hermosa en su embarazo, su cara resplandecía, y su torpe caminar era de algún modo gracioso como un baile. Él la miró, tratando de fijar definitivamente su imagen en lo que le quedaba de mente.
—¿Te cambiarás? —repitió ella, reprendiéndole a su amable modo.
—Silas lo hará… dentro de un minuto —respondió David, y notó que la cara de ella perdía el color.
—¿Qué quieres decir… con que Silas lo hará?
—Sabes lo que quiero decir —replicó él—. Tengo que marcharme. Esta noche.
Carla miró al suelo durante un minuto, luego volvió a mirar a David.
—No tienes por qué hacerlo —dijo con voz frágil.
—Sí, tengo que hacerlo. Ahora que Silv se ha… ido, ya no es igual…, ni para mí ni para vosotros.
Mira, David…
No, Silas. Es la hora. Los dos lo sabemos.
—¿No esperarás al menos hasta que nazca el bebé? —preguntó ella, mientras se ponía el delantal.
Él negó con la cabeza, contento de que la lluvia en su rostro escondiera sus lágrimas.
—Yo…, no puedo. No sin ella. No puedo sin ella.
Carla se acercó a la alacena y sacó los platos para el pan de centeno y las tazas para el té.
—¿Adónde irás?
Él se acercó más a la chimenea, contempló su muerte prolongada, y pensó en Hersh y su amor al fuego.
—Puedo ir a todas partes, y ningún sitio es para mí —dijo—. Busco el final del camino.
—¿Te quedarás para el té?
—Tengo que irme ahora, mientras mi resolución aún es fuerte.
—¿Volverás?
—No.
Ella insistió.
—¿Nos harás saber dónde y cómo estás?
—Voy donde la gente no vuelve, Carla. Mira…, es la decisión más dura de mi vida. No me la hagas más difícil.
Ella colocó los cubiertos sobre la mesa de madera y se acercó para tomarle entre sus brazos. Trató de transmitirle su fuerza de madre.
—Te echaremos mucho de menos —dijo, mirándole.
A David le parecía distinta desde que Silv ya no estaba. Era obviamente la misma mujer, pero aquella luz especial había desaparecido de sus ojos. Esta mujer ya no era suya. La besó tierna, lentamente.
—Educad a vuestros hijos con amor —dijo, separándose de ella, apelando a toda su fortaleza—. Enseñadles a apreciar las cosas pequeñas y a no preocuparse por las grandes. La vida se desarrolla sola.
Ella sonrió y asintió.
—Eres un buen hombre, David Wolf. Recuerda que has influido en nuestras vidas para mejor.
Él asintió, y los dos se miraron. Se habían dado mucho mutuamente, y en la mirada todo estaba dicho. Entonces se dio la vuelta y sus ojos atravesaron la puerta junto a la chimenea. La despensa. El último lugar donde había visto a Silv.
—Adiós —dijo, y se dirigió a la otra habitación, más allá de la cocina.
Adiós, Silas. La vida ha sido buena contigo.
Sentiremos tu pérdida, David. Espero que encuentres lo que estás buscando.
No estoy exactamente seguro de lo que es, pero yo también lo espero.
Entró en la despensa, con sus largos estantes de utensilios, tinas y tablones. Silv y Carla estaban aquí dentro el mes pasado, almacenando conservas, cuando él entró con una carga de leña y oyó llorar.
Cerró los ojos.
Recordó.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Silv, y pasó los brazos alrededor de su hinchado vientre.
Ella se zafó de su abrazo y se volvió hacia él, los ojos rojos. Cogió una punta de su delantal y se secó las mejillas.
—No puedo seguir haciéndolo, David —dijo—. Lo siento mucho, pero no puedo.
—¿No puedes hacer el qué?
—Quedarme aquí por más tiempo.
—Espera, Silv…
—¡No! —cortó ella—. Escúchame esta vez, por favor.
Él asintió y se separó unos cuantos pasos. La encimera estaba llena de arándanos, y había una olla llena de ellos hirviendo ya en la cocina. El olor ácido era algo que nunca olvidaría.
—Nuestro tiempo juntos se ha acabado —dijo ella—. Ha sido la época más feliz…, no, la única época de mi vida. Pero no puedo seguir.
—¿Por qué? —preguntó David en voz muy baja, casi como un niño.
—Lo he perdido todo. ¿No lo comprendes? Todo mi pasado ha desaparecido. Puedo sentir mi mente consumiéndose día a día. Es horrible este morir poco a poco. No tengo fuerzas para continuar. Quería ver al bebé, sostenerlo entre mis brazos…, pero no es mi destino.
—¿Estás segura de que no puedes aferrarte un poco más… no sé, a algo?
—¿Aferrarme a qué? —preguntó ella, la cara suplicante—. No me queda nada donde aferrarme. Todo excepto lo que vive en esta casa ha desaparecido de mi memoria. Es aterrador. Puedo sentirlo marcharse físicamente. Soy un cadáver ambulante… Es hora de que me vaya.
David deglutió con fuerza, comprendió por fin plenamente su súplica, y se sintió avergonzado por su intento de retenerla a su lado. También él perdía recuerdos, y se enfrentaba al tema ignorándolo.
—¿Adónde irás? —preguntó, sin saber qué hacer ni qué decir, aturdido por dentro.
—A casa. Mi muerte me está llamando, puedo sentirla. Se acabó para mí.
—Dios, no puedo soportar la idea de que te vayas…
—Por favor, no me lo hagas más difícil. —Se volvió, un poco furiosa, y contempló por la ventana el otoño que había salpicado de rojo y oro su paisaje—. Ya no me siento real. Temo que llegue un día en que me despierte y simplemente me haya ido, en que no quede nada de mí. Ésa no es manera de morir. Quiero afrontar la muerte. Tengo que afrontarla.
Él se acercó a ella y olió el perfume natural de su cabello. Se sentía tan protector hacia ella…, y parecía tan viva…
—¿Tienes miedo?
Ella se volvió hacia él. Alzó la cabeza.
—Realmente no —dijo—. Es algo natural…, no puedo explicarlo.
Él asintió con la cabeza.
—He sentido eso mismo en otros —respondió—. Sé de qué estás hablando.
Ella le cogió los brazos y apretó con fuerza.
—Entonces déjame ir, David. Me lo has dado todo. Dame ahora la libertad de morir.
Él la atrajo hacia sí.
—Nuestro amor ha conquistado el tiempo. Tal vez conquistará esto también. Tal vez nos encontraremos en algún otro lugar.
—No lo crees —dijo ella, las manos sobre el pecho de él, apartándolo y atrayéndolo alternativamente.
—No sé lo que creo. Ésta es la única cosa real que me ha sucedido jamás. No puedo creer que se termine.
—Entonces… tal vez no terminará —susurró ella, y se alzó de puntillas para besarle suavemente en los labios. Le acarició una vez el rostro, y entonces la luz murió en sus ojos.
Se fue. Así de simple. Su existencia se convirtió simplemente en un recuerdo, una luz que se apaga.
Mientras el cuerpo de Silas Luper y el alma de David Wolf se apoyaban contra el lavabo, David el viajero dio un último adiós a la vida y saltó a la corriente temporal, buscando la muerte misma, su elusiva amiga.