David recorría la costa rocosa tan cerca de los bajíos que podía sentir las gotas de sal de los rompientes en la cara, por encima del cuello vuelto de su chaquetón de lona. Estuvo a punto de tropezar, recuperó el equilibrio y continuó dirigiéndose hacia el faro de Portland Head, que se encontraba a cincuenta metros de distancia.

Su cuerpo anfitrión se llamaba Silas Luper, un marinero del velero Bohemio. Su barco acababa de atracar en la bahía de Portland con un cargamento entero de emigrantes irlandeses, y Silas se dirigía a Portland Head para comprobar de primera mano la luz que tantas veces le había guiado a buen puerto. Silas era una especie de artista, dibujante de faros y bahías; y Portland Head, con su torre de treinta metros y las casitas blancas adjuntas, le atraía mucho.

David buscaba algo más. Buscaba a Silv. Éste era el lugar lógico para ella, cerca de las aguas rugientes que eran su religión, sola en la torre con su intimidad. El lugar atraía a David. Podría jurar que tenía el mismo efecto sobre Silv. Avivó el paso cuando se acercó al faro. Si no estaba aquí, no tenía otro sitio donde ir.

Le gustaba y se encontraba bien en este hombre sencillo. Silas amaba también al mar como si fuera un dios, y sus dibujos a lápiz y carboncillo eran su manera de rendirle homenaje. Era un hombre de pocas necesidades y gran fortaleza personal. Era irregular y terco a su modo, pero también ansiaba algo más.

En ese momento, toleraba a David.

¿Por qué no vas a robar el alma de otro?

No estoy robando nada, sólo estoy de visita.

Bien…, espero que no comas demasiado.

El faro se alzaba en el promontorio de la cima, el punto más elevado en la zona de la bahía. Escaló la pendiente en vez de utilizar el camino, y llegó junto a la casita. Portland se veía en la distancia, una febril ciudad comercial del siglo XIX, con la bahía llena de veleros de dos y tres mástiles que parecían juguetes a lo lejos. Ante él se extendía el océano, rugiente y libre. Sonrió al divisar Alden Rock, el lugar más peligroso de la bahía. Incluso ese monstruo, desde la distancia, parecía pequeño e inofensivo. ¡Qué lugar era este faro! Tan pacífico y apartado. Un lugar donde un hombre podía aspirar una buena bocanada de aire y cantar toda la noche si quería.

—¡Hola!

Llamó por la ventana de la casita, pero no contestó nadie. Miró alrededor, y luego se llevó una mano a los ojos para protegerlos del sol de la tarde y recorrió la longitud del faro. Había una mujer en lo alto, la falda ondeando al viento, los largos cabellos revoloteando sobre su cara. Una mujer que comprendía este lugar, una mujer que debía ser ella.

El hombre corrió a la base de la torre, con David apresurándolo interiormente en su excitación. Las escaleras subían en espiral por la cara interior de la torre.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó, haciendo bocina con las manos para no sorprenderla.

Segundos después, ella le miró desde su alta atalaya, la cara perpleja incluso desde una distancia tan grande.

—¿Puedo subir? —preguntó él.

—No —respondió ella—. Vuelva en otra ocasión.

Silas, básicamente un hombre tímido con respecto al otro sexo, se habría marchado justo entonces, pero David no lo permitió. Ocupó el cuerpo por completo y empezó a subir.

—¡Por favor, márchese! —gritó ella, y su voz contenía un deje de histeria.

No soy nadie para dar consejos al mundo de los espíritus, pero tal vez deberíamos marchamos.

Tonterías. Ella quiere vernos.

Pero ha dicho…

Quiere vernos.

—¡Ya subo! —anunció mientras escalaba, y subió los peldaños de dos en dos, un trabajo que no era difícil para alguien acostumbrado a pasar de una jarcia a otra como un mono.

La alcanzó en cuestión de minutos, y sonrió al llegar a la sala de la lente.

—Una buena trepada —dijo.

—¿Quién es usted? —preguntó ella, asustada.

—Eso no importa —respondió él, y se acercó a estudiar la lente Fresnel, con su serie de anillos concéntricos de cristal—. Nunca había visto una cosa de éstas tan de cerca…, sólo desde el otro lado —indicó el mar.

—Su nombre —dijo ella—. Dígame su nombre. ¿Es Silas Luper?

David jadeó. Tenía que ser ella. Ningún mortal habría sabido su identidad; sólo alguien que pudiera ver el futuro lo sabría. Ladeó la cabeza.

—Vaya, ¿cómo lo sabe?

—Lo sé…, y he temido su llegada durante años.

¡Era Silv, lo era! La miró de arriba abajo. Este anfitrión no era Teresa Tallien, pero, con el corazón de Silv para darle ímpetu, podía ser algo especial. Lo sentía. A Silas también le gustaba.

—¿Qué va a…? —empezó a decir, y David saltó hacia ella, agarrándola, pasando las manos por todo su cuerpo.

¡Oh, Silv, Silv, Silv…, reconóceme!

¿Qué estás haciendo?

Todo va bien, créeme.

¿Creerte? ¡Quieres que me cuelguen!

—¡No! —gritó ella, y David empezó a preocuparse de que no fuera Silv después de todo. Liberó su presa, y ella se zafó y corrió a la barandilla.

La siguió. Dios, ¿qué había hecho? Podía caerse. Ella llegó a la barandilla y se detuvo. Miró hacia abajo.

Él la sujetó de nuevo y la hizo volverse. Su rostro era mortecino, y le miró profundamente a los ojos.

—¿Podrías amar a alguien que ya ha muerto? —preguntó ella.

David sintió que el alivio le inundaba y empezó a reír. Era Silv. La atrajo hacia sí, la llevó al interior y la tendió en el suelo junto a él.

—Todos morimos, Silv. Incluso yo.

—David —dijo ella, los ojos grandes y sorprendidos—. ¡Me has encontrado!

—Mi corazón lo hizo —respondió David, y la atrajo hacia sí. El abrazo de Silv fue tan fiero como el suyo—. Te amo. Te he buscado durante cien años, y te buscaría otros cien más.

—Por favor, márchate —dijo ella, y sus labios temblaban—. Por favor. No quiero que me veas de esta forma.

—¿De qué forma? —quiso saber él—. ¿De qué forma? ¿Menos que perfecta? ¿No ves que eso no existe? Yo también estoy muriendo. Tenemos que abrazar la vida mientras podamos.

—Oh, David, estoy asustada…

Temblaba en sus brazos; su miedo y su necesidad intentaban hacerse dueños de ella. Y su necesidad venció. Su amor y su deseo eran la única realidad que existía en ese momento.

—Haz el amor conmigo, Silv —dijo él firmemente, con voz ronca—. Aquí, ahora mismo.

Sus grandes manos hallaron sus pechos, y ella atrajo ansiosamente sus labios a los suyos, sin poder contener más sus propias pasiones dormidas.

Las callosas manos del hombre desabrocharon torpemente los botones de su vestido mientras ella tiraba de la cuerda que sujetaba sus pantalones. Ninguno de los dos lo hacía muy bien.

Él dejó de tantear los botones y sonrió.

—Es un nudo de marinero —dijo, y lo soltó.

Ella sonrió con su sonrisa pícara y colocó la mano sobre su entrepierna.

—Y ésta debe ser el ancla.

Él rió con fuerza.

—¡No has cambiado nada!

—Ni tú tampoco. ¿Estás seguro de que quieres estar junto a mí?

—Acéptalo, señora —dijo él—. Después de todo por lo que hemos pasado, estás encadenada a mí.

—Pero…

—Escucha —David le puso una mano sobre los labios— los dos estamos en el mismo barco. Nos necesitamos mutuamente. Nos deseamos. Nos queremos. ¡Maldición! Cuando todo se acabe, cuando todos los gritos y llantos se acaben…, ¿qué demonios habrá? Por favor. Te lo estoy suplicando. Comparte conmigo el tiempo que nos queda. Nos lo merecemos, ¿no? Un poco de felicidad…, sólo un poco de felicidad.

Ella sollozaba en voz baja, como una niña temerosa. Cogió su tosca cara con las manos y le besó con labios húmedos y temblorosos.

—Te amo tanto… —susurró, y empezó a desabrochar sus propios botones—. Mente de mi mente. Te he amado desde que tenías doce años.

David empezó a quitarse la ropa, luego se detuvo.

—¿No deberíamos presentar primero a nuestros anfitriones? —preguntó.

—Desde luego —dijo ella, pasándose el vestido por encima de los hombros; su ropa interior era blanca y de encaje—. Carla James, éste es Silas Luper, el hombre con el que vas a casarte.

—¡Qué! —exclamaron David y Silas al mismo tiempo.

Silv se encogió de hombros, luego volvió a sonreír, picaresca.

—Lo siento si he estropeado la sorpresa —dijo—. Cuando me… trasladé con Carla, comprobé su historia, y descubrí que en 1856 se casó con un marino itinerante llamado Silas Luper, el año después de que instalaran la Fresnel. No quise inmiscuirme en su vida después de eso, así que supuse que me quedaría aquí hasta entonces.

¡Yo no voy a casarme con nadie!

No puedes luchar contra las leyes, amigo.

David extendió la mano hacia la mujer y la ayudó a quitarse el vestido. Silas estaba excitado como un escolar en su primera cita cuando contempló su belleza abrirse ante él. David se sintió feliz por fin y Silas…, Silas se enamoró antes de que terminaran de quitarse los pantalones.

Hicieron el amor en lo alto del faro, como si lo hubieran inventado. Su amor tenía la pasión de los expertos y la emoción de los aficionados. Su amor era recuerdos compartidos y el misterio de los océanos. Era nudos de marinero y poesía solitaria y noches en la Malmaison. Hicieron el amor durante horas, y luego bajaron y Carla preparó la cena.

Volvieron a hacer el amor en la cama esa noche, mientras el faro expulsaba su ritmo a la oscuridad y la campana de la niebla doblaba a causa de la bruma. Y a Silas no se le volvió a ocurrir que debiera volver a su barco o dejar ese lugar nunca jamás.