La paz que ahora vemos durará
hasta que empiece la siguiente guerra,
tras la paz que será anunciada
al final de la siguiente guerra.
—Carl Sandburg
Antes que él, ¿ganó alguna vez un hombre todo un imperio simplemente mostrando su sombrero?
—Balzac
David se encontraba con el quinto regimiento de regulares franceses y bloqueaba la carretera de Grenoble, el paso entre montañas que sería recordado por la historia como la Route Napoleon.
Su anfitrión era un joven bastante amistoso llamado Roger Chappe, antiguo miembro de la Guardia Imperial que acababa de volver del exilio. Tenían la desagradable misión de impedir que el que fuera Emperador de Francia volviera a serlo.
Después del desastre de Moscú, las cosas se habían desarrollado muy rápidamente para Hersh. Una nueva política, hecha posible por la misma existencia de Napoleón, se extendía por Europa. Las viejas monarquías empezaban a disolverse, reemplazadas lentamente por un proletariado culto que no quería el imperio de Napoleón más de lo que quería a los antiguos regímenes. Los tiempos estaban cambiando, y a David le parecía que el Emperador había empezado a quedar anticuado.
Se formó una alianza de naciones que arrasó lo que quedaba del Gran Ejército y que culminó finalmente con la rendición de París y la abdicación de Napoleón el 12 de abril de 1814. El gran hombre fue enviado al exilio de Elba, y Luis XVIII subió al trono de Francia.
David estaba en las primeras filas de granaderos, con la blanca escarapela de los realistas en su sombrero, en lugar de la tricolor. Era marzo y el aire aún era frío, la carretera montañosa pelada y dura. Los Alpes cubiertos de nieve se extendían alrededor de ellos, una muralla física para dividir a las naciones. El coronel Delessart se movía por entre las líneas, calmando a las tropas; pues ante ellos, a cien metros carretera abajo, se encontraba el propio Napoleón, a la cabeza de una columna de mil miembros de su guardia personal, increíblemente dispuesto a recuperar su trono.
Era un regreso de la muerte, y David sonrió al pensar que esto era típico de Hersh. ¿Quién más podría tener el valor y la fe ciega en la voluntad de su pueblo para pensar que podría escapar al exilio, marchar sin ejército alguno por territorio enemigo y salir victorioso? David podía verlos carretera abajo: Napoleón con su familiar abrigo gris de campaña, a lomos de su mula.
—¿Oyes eso? —preguntó Rapp, el hombre que tenía al lado.
—Parece música —dijo David—. No puedo distinguirla, es…
—La Marsellesa —susurró alguien en las filas de atrás, y a medida que la guardia se acercaba sus sonidos se hicieron más claros.
David sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas; otros sollozaban abiertamente. La Marsellesa, el sonido de la Revolución, la canción del pueblo, había sido prohibida cuando los realistas volvieron a tomar el poder. Emocionó profundamente a la mayoría de ellos; una canción de libertad para romper sus corazones. David supo, entonces, que los días de Napoleón no habían acabado todavía.
—Valor, hombres —ordenó desde lo alto de su caballo el capitán Randon, de Grenoble—. No tiene muchos hombres. Podemos terminar con esto aquí mismo.
—¿Y qué hay de nosotros? —dijo Rapp, las mejillas veteadas de lágrimas—. ¿No contamos?
—Ha alzado la tricolor —oyó David decir a su anfitrión, y Hersh empezó a cabalgar hacia el regimiento, dejando su pequeña fuerza detrás, los mosquetes colgando.
—¡Viene solo! —gritó alguien, y la música redobló, electrizando al regimiento.
—¡Mosquetes preparados! —ordenó Randon, y aproximadamente la mitad del regimiento hizo un abatido gesto de alzar las armas.
Cuando se encontró dentro del alcance del fuego, Napoleón desmontó y avanzó a pie hacia el regimiento, la cabeza alta, el porte orgulloso. David lloró ahora sin rubor. Sus sentimientos hacia Hersh, en ese momento, eran indescriptibles. Su antiguo paciente, solo y sin protección, caminaba orgullosamente hacia el sendero de la Muerte, confiado en que sus hechos pasados y su propia personalidad no le relegarían a las cenizas. Era un acto de pura locura y pura fe, y un escalofrío que sólo podía ser descrito como religioso recorrió a David.
—¡Ahí está! —aulló el capitán Randon—. ¡Fuego! ¡Fuego!
El hombre se acercó más, y las armas le apuntaron… pero permanecieron en silencio. Napoleón se acercó más aún, a seis metros, y se abrió las solapas del abrigo.
—Si queréis matar a vuestro Emperador —dijo en voz alta—, ¡aquí estoy!
Randon había saltado de su caballo y corrió hacia los hombres de las primeras filas.
—¡Fuego! —gritó, agarrando sus mosquetes—. ¡Fuego! —el hombre se acercó a David, con la cara roja de furia—. ¡Disparad ahora! —exigió.
David sacó su cargador y lo pasó por el cañón del arma vacía, lo alzó al aire y lo sacudió.
—¡Tened cuidado no os mate a vos! —gritó, y luego se volvió al regimiento—. ¡Larga vida al Emperador! ¡Larga vida al Emperador!
El grito fue coreado inmediatamente, y los hombres se quitaron sus chacós y los clavaron en la punta de sus bayonetas. Corrieron hacia Hersh, agitando los sombreros sobre sus cabezas, dando el último hurra del Gran Imperio.
Todo el mundo rompió filas en ambos bandos, corrieron hacia el Emperador y se abrazaron. Los hombres rebuscaron en sus mochilas y sacaron sus propias tricolores. Tiraron las blancas escarapelas y se convirtieron una vez más en los soldados de Napoleón.
David se abrió paso hasta Hersh a través de la confusión, y los dos hombres se abrazaron después del descubrimiento.
—¡Me has encontrado en un día muy grande, amigo mío! —gritó Hersh por encima de la algarabía.
—Me temo que a propósito —dijo David—. Seguí las emociones hasta aquí. Necesito tu ayuda.
—¡Bien, bien! —repuso Hersh—. Continuemos nuestro viaje y charlemos.
Se dieron órdenes, y la infantería se unió a los lanceros polacos de Napoleón, doblando el número de su «ejército» hasta casi alcanzar los dos mil hombres. Grenoble y su guarnición realista sería la primera contienda de voluntades en la marcha hacia París, y Hersh quería enfrentarse a ella lo antes posible. Probaba el agua para los sueños.
A David le procuraron una mula, y cabalgó a la cabeza de la columna junto a su antiguo paciente.
—Y bien, ¿qué piensas de todo esto? —preguntó Hersh, una vez se pusieron en camino—. ¿Sigues creyendo que estoy loco?
—Loco, pero no delirante —dijo David—. Este mundo es tuyo. Sabes exactamente lo que estás haciendo.
—Eso me hace sentir mejor de lo que imaginas…, y por una razón muy especial.
David le miró. Aunque su aspecto era cansado, todavía brillaba una chispa en sus ojos.
—¿Qué razón?
—Mi secreto —dijo el hombre—. Tal vez te lo diré algún día.
—¿Qué te hizo volver así? —preguntó David.
Hersh se encogió de hombros.
—Fue bastante simple, y tal vez necesario. Lo vi de esta forma: si el pueblo y el ejército no me quieren, al primer encuentro treinta o cuarenta de mis hombres morirán, el resto tirará los mosquetes, yo estaré acabado y Francia quedará tranquila. Si el pueblo y el ejército me quieren realmente, y espero que lo hagan, el primer batallón que encuentre se arrojará en mis brazos. El resto vendrá después.
—Toda una apuesta, monsieur Hersh.
—Francia no quiere a los Borbones —replicó simplemente Hersh—. El espíritu del republicanismo aún vive. Luis no trajo de vuelta la monarquía, simplemente ascendió a mi trono.
—Tu trono te ha costado mucho. Tengo entendido que Talleyrand entregó París a los aliados.
Hersh sonrió tristemente.
—Para Talleyrand, la traición es simplemente una cuestión de compromisos. Entregó una ciudad que pudo haber sido salvada, y fue él quien declaró rey de Francia a Luis. Como un gato, siempre cae de pie. Mi Imperio ha sufrido más por causa de Talleyrand que de un millar de príncipes de Austria.
—No pareces amargado.
Hersh sacudió la cabeza.
—Siempre he hecho lo que se me antojaba, ¿no? Supongo que no debería de enojarme demasiado si otros hacen lo mismo. Todos me abandonaron: mi propia familia, mis mariscales, mi pueblo… Pero como bien sabes, David, la eternidad es mucho tiempo.
David pudo ver jinetes acercándose por el camino.
—Hay algo en tu filosofía que no entiendo del todo.
—Es el destino de causa y efecto, David —dijo Hersh—. La razón por la que luché, por la que siempre tuve que luchar, fue simple: conseguí mi trono por medio de conquistas. Si derrotaba al rey de España, volvía a su capital y vivía con la pérdida. Si yo era derrotado, mi reino se acababa y yo también. Quedé atrapado por aquel concepto. Así, traté de fundar una dinastía que me ayudara a conservar la paz y seguir gobernando, pero los hechos se movieron demasiado rápido… ¿Sabes que la emperatriz María y el rey de Roma han sido trasladados a Austria?
—Ni siquiera le permitieron compartir el exilio contigo —dijo David—. Lo siento.
Hersh no le concedió mucha importancia, pues tenía la atención centrada en los jinetes que se aproximaban.
—Éste es mi razonamiento: los que compartían mi sueño se salvaron cuando el sueño terminó. Así es como debía ser. Mis reyes gobernaron sus reinos, mis mariscales se convirtieron en generales realistas. Pero… si el sueño pudiera revivir, volverían a mi lado, felices y leales. Ésa es la naturaleza de compartir la fantasía de otra persona. Murat, que combatió contra mí al final, ya ha vuelto. Mis hermanos le seguirán. Paulina y madame Mêre vivieron en Elba conmigo. Quién sabe, puede que sostenga en mis brazos al rey de Roma. —Se enderezó en la silla—. Ah, mi mayor polaco ha regresado.
Eran las siete de la tarde, y habían decidido continuar la marcha durante la noche para llegar a Grenoble antes de que la ciudad pudiera recibir refuerzos. El mayor Jerzmanowski y cuatro lanceros cabalgaron rápidamente hacia el Emperador.
—Sire —dijo el hombre en perfecto francés—. Una gran columna de infantería marcha por el sur de la carretera. Están en formación de batalla.
El Emperador pareció imperturbable.
—Gracias, mayor —dijo—. ¿A qué distancia están?
—A unos diez minutos, tal vez —dijo el hombre.
—Bien. No nos retrasarán mucho. Que los hombres se preparen para formación defensiva.
—Sí, señor.
El mayor cabalgó hacia la columna y dio las órdenes a toda prisa. La fila se rompió con rapidez, y los soldados tomaron posiciones en los fríos campos invernales que se extendían alrededor de la carretera.
—¿Y ahora qué? —preguntó David.
Hersh se encogió de hombros.
—Veremos quién más comparte la fantasía.
—No tienes miedo, ¿verdad?
El Emperador sacudió la cabeza, sonrió.
—He aprendido mucho, David. He aprendido que Napoleón está tan loco como yo, y esa locura sólo es un problema cuando todo el mundo piensa que estás loco. ¡Cuando todos están de acuerdo contigo, estás perfectamente sano! Estamos a punto de ver hasta qué punto es loco mi sueño, y aventuro que la gente de Francia legitimará mi locura. Si no lo hacen, no estaré peor de que lo que estaba en Elba.
—A menos que mueras.
—Ya lo he dicho antes, David: hay cosas mucho peores que la muerte.
—Esto me da miedo —dijo David—. Estás empezando a tomar sentido.
Hersh se echó a reír.
—No del todo. ¿Sabías que volví a tratar de suicidarme después de la abdicación? —David le miró en la oscuridad, contemplando el vaho blanco de la respiración del hombre en el frío aire mientras se reía—. Pero entonces pasó algo que lo cambió todo.
—¿Sí? —instó David, al ver que el otro no iba a propiciar la respuesta.
—Mi secreto, ¿recuerdas? —dijo Hersh—. Escucha.
David escuchó. Los sonidos de los tambores redoblando una marcha llegaban hasta ellos a través de la brisa. La infantería cercaba rápidamente el sueño.
—Sólo unos minutos más —dijo Hersh—. ¿Qué clase de sueño querías de mí?
—¿Has oído hablar de la libre asociación? —preguntó David.
—Parece un gremio comercial —respondió el Emperador.
—Quiero leerte algunas palabras, y tú las responderás con la primera palabra que te venga a la mente. Es una práctica normal en psiquiatría, pero tú y yo nunca la utilizamos porque teníamos los recuerdos perfectos de la droga de Silv, que la hacían completamente innecesaria.
—Creí que habías dicho que ya no deliraba —dijo Hersh, receloso.
—No es para ti —dijo David—. Ya que Silv y tú fuisteis educados en un entorno similar, pensé que las respuestas que dieras a las preguntas podrían ser similares a las respuestas que daría ella…
—Y, si doy las respuestas adecuadas, puede que descubras dónde está escondida.
—Exactamente.
—Me sentiré orgulloso de ayudarte…, esta noche, después de tomar Grenoble.
David sonrió y extendió la mano para palmear a Napoleón en la pierna.
—¿Por qué no?
—Ahí vienen —dijo Hersh, señalando la carretera.
Avanzaban en columna de a cuatro, en formación apretujada y perfecta. No eran reclutas, sino veteranos endurecidos, dispuestos a seguir las órdenes que fueran.
David pudo oír a sus espaldas las órdenes al ser comunicadas a las filas ocultas por los lanceros. Todo se tensó a su alrededor. El golpeteo de las botas y el chasquido de las bayonetas se oía por todas partes. El momento era dorado.
Carretera abajo, el ejército se acercó más. Uno de los oficiales de Napoleón corrió más allá de la mula del Emperador y gritó:
—¿Quién va?
—¡Séptimo regimiento! —respondió una voz, y un jinete solitario, precedido por un tamborilero, se separó de la columna y avanzó lentamente.
—Séptimo regimiento —dijo Hersh, esforzándose por ver quién se acercaba—. Sé quién es. ¡La Bedoyére! ¡Era el ayuda de campo de Lannes! Ahora veremos…
El coronel La Bedoyére se acercó a tres metros de Hersh y David, que aún permanecían a lomo de sus mulas. Descabalgó, y Hersh hizo lo mismo. David siguió montado, observando.
El coronel se aproximó con su tamborilero y Napoleón se acercó a ellos. El coronel saludó, luego cerró un puño y lo colocó ante el tambor: el signo de la rendición.
—Os confío mi espada y mi vida —dijo La Bedoyére, y entregó a Hersh los colores del regimiento—. Bienvenido a casa, sire.
—¡Ja! —exclamó Hersh, y abrazó al hombre y le besó en las mejillas.
Los vítores se alzaron espontáneamente en ambos bandos, y los soldados corrieron unos hacia otros, repitiendo la escena anterior.
Y David permaneció allí sentado, sacudiendo la cabeza mientras el ejército del soñador volvía a duplicarse. El Emperador se volvió para mirarle, mientras los soldados se congregaban a su alrededor.
—Esta mañana era un aventurero —gritó—. ¡Esta noche soy un príncipe gobernante!
Y allá va la realidad.
En cuestión de minutos reemprendieron la marcha. Llegaron a las puertas de Grenoble a las nueve de la noche. Grenoble era una ciudad clave en los Alpes, y su centro era defendido por murallas de piedra y dos mil soldados bien armados. Pero cuando Hersh llegó, miles de campesinos recorrían las murallas con antorchas y horcas, gritando: «¡Larga vida al Emperador!». Las tropas de la guarnición, infestadas por el sueño creciente, empezaron a bajar por las murallas y a desertar al bando de Napoleón. Cuando las puertas fueron derribadas ya no quedaba ninguna resistencia, y Grenoble se rindió sin disparar un solo tiro.
Los habitantes de la ciudad corrieron hacia el Emperador y lo llevaron en andas al Hótel des Trois Dauphins, donde fue conducido a la mejor habitación de la ciudad y donde le entregaron como recuerdo las hojas de la destrozada puerta Bonne.
David disfrutaba del júbilo de la ciudad, bañado en la excitación de la realidad creada. El regreso de Napoleón era cierto sólo porque muchos deseaban desesperadamente que así fuera. Podría ser sólo un último estertor…, pero nunca un ocaso fue tan glorioso.
Se reunió con Hersh a eso de las diez, tras la cena, cuando los últimos visitantes llenos de buenos propósitos se marcharon. El hombre estaba tendido en la cama, con las medias quitadas y la chaqueta manchada de vino.
—Aquí estás —dijo Hersh; se incorporó y se pasó una mano por el revuelto pelo—. Acabo de enterarme de la noticia. El bastardo, Luis, ha huido de París y nos ha dejado el camino libre. ¡Volveré a gobernar!
David sacudió la cabeza.
—Increíble —dijo—. Pensaba que comprendía bien la vida, pero es como si sólo la hubiera visto con un microscopio. Dijiste una vez que sólo hay un paso de lo sublime a lo ridículo, pero tal vez lo contrario también sea cierto.
—Desgraciadamente, no es así —el hombre pasó las piernas por el borde de la cama—. Berthier se marchó con él. Es un golpe. Necesitaré otro jefe de estado mayor.
David se sentó ante la pequeña mesa de madera situada a un lado de la habitación y advirtió lo mucho que la marcha de Berthier entristecía a Hersh. Para que el sueño funcionara, necesitaba que todos lo compartieran. El hecho de que alguien tan íntimo pudiera renunciar a sentir la llamada le molestaba enormemente, y David comprendió que un sueño tan grande era mucho más frágil de lo que creía. Hersh lo sabía, sin embargo. Lo entendía perfectamente.
El Emperador se puso en pie, exhausto, y David vio la realidad que una vida así requiere de un hombre. No estaba en mejor forma que el Napoleón que vio en Rusia; sólo era más positivo. Tal vez la idea de empezar de cero apartaba la inevitabilidad de la derrota.
Hersh se acercó lentamente a la mesa y se sentó frente a David. Traía una vela consigo; la colocó entre ambos y contempló a su antiguo médico.
—Estoy preparado —dijo.
El corazón de David dio un brinco. Si el gran sueño de Hersh era posible, ¿por qué no podía serlo el pequeño sueño de David? Si comprendía bien a Silv, parecía posible que pudiera encontrarla, aunque tuviera delante todo el mundo y todo el tiempo. Introdujo una mano temblorosa en el bolsillo de su uniforme y sacó el papel que había escrito cuando se encontraba en la primera línea del quinto regimiento.
—¿Estás seguro de no sentirte demasiado cansado? —dijo David.
—No, vamos.
David acercó un poco más la vela y colocó el papel sobre la mesa.
—Voy a leerte una palabra —dijo—. Quiero que te relajes y digas simplemente lo primero que te pase por la cabeza, ¿de acuerdo?
—Claro.
—Napoleón va a tener que sumergirse. Quiero que esto surja completamente de Hersh.
—No hay problema —dijo Hersh rápidamente, y sonrió—. Vamos.
—Bien —dijo David, con voz temblorosa—. Primera palabra: Madre.
—Puta —contestó Hersh, y David lo anotó.
—Bien. ¿Dios?
—Yo.
—¿Libertad?
—Muerte.
—¿Religión?
—Política.
—¿Mujer?
—Puta.
—¿Sexo?
—Batalla.
—¿Cuerpo?
—Cuenta.
David alzó la cabeza.
—¿Cuenta? —preguntó.
Hersh se encogió de hombros.
—Cuerpo…, cuenta. Indicaste que dijera lo primero que se me ocurriera.
Esto no funcionaba. Hersh podía proceder del mismo entorno exacto, pero su educación no era como la de Silv, y su mente trabajaba siguiendo sus propios y únicos canales.
—¿Color? —preguntó David
—Rojo.
—¿Huida?
—Muerte.
—Maldición —dijo David, soltando el lápiz y arrellanándose en la silla—. Fue una idea estúpida. No hay forma de poder sacar nada sobre Silv de tu mente. Tenía tantas esperanzas… Oh, bueno. No sé adónde ir ahora… —se echó hacia delante en su asiento y empleó sus brazos como almohada—. He buscado durante varias vidas. No me queda ningún sitio donde ir.
—Creo que lo estás haciendo al revés —dijo Hersh.
David alzó la cabeza y contempló al hombre.
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué me formulas a mí estas preguntas? Comprendo lo que dices sobre el entorno y todo lo demás, pero… ya sabes: puedo vivir con Napoleón porque compartimos el mismo entorno mental.
—Quieres decir genético —dijo David.
—Eso es: Silv y tú compartís una mente. Apuesto a que compartís un montón de actitudes similares.
David alzo las manos.
—No se me había ocurrido… Mi orientación es hacia los factores ambientales; la psiquiatría no tiene en cuenta los factores genéticos. Pero… Dios, podrías tener razón…
—¿Por qué no nos cambiamos? —dijo Hersh—. Deja que sea yo quien te haga las preguntas.
David le tendió el papel.
—No tengo nada que perder. Intentémoslo.
Hersh sonrió.
—Si ves a Silv, salúdala de mi parte.
David se arrellanó en la silla y cerro los ojos de Chappe, dejando al hombre en un absoluto segundo plano.
—Estoy preparado —dijo un momento después.
—Muy bien. Allá vamos. Primera palabra. ¿Madre?
—Deber —dijo David.
—¿Dios?
—Nada.
—¿Libertad?
—Soledad.
—¿Religión?
—Estudio.
—¿Mujer?
—Hombre.
—¿Sexo?
—Tránsito.
—¿Cuerpo?
—Agua.
—¿Color?
—Azul.
—¿Huida?
—Nadar.
—¿Felicidad?
—Paz.
La mente de David empezó a dejarse llevar, su psique flotaba con sus respuestas siguiendo las sensaciones evocadas por las preguntas. Mientras vagaba, advirtió que siempre había sabido las respuestas a sus preguntas pero jamás las había conectado.
—¿Agua?
—Eternidad.
El resto de las preguntas vagaron como una marea por su mente, pues ya estaba viajando, transitando, como una roca en un lago, para encontrar su otra mitad. Pensaba con su corazón y con sus sueños.