—No, no —dijo Sigmund Freud, colocando sobre la mesa su taza de café—. La palabra es intrusión, no asociación. Es el concepto de ideas preconscientes que se introducen en el pensamiento consciente. Básicamente, es la piedra angular sobre la que se apoyan todas mis teorías psicoanalíticas.

—¿Y desarrolló usted el concepto con Breuer? —preguntó David, adelantando un poco más su silla bajo la sombrilla, para evitar el brillante sol veraniego de Viena.

Se hallaban sentados alrededor de una gran mesa en el café Metropole, en el amplio y ocioso bulevar Ringstrasse. Manzana abajo, la monstruosa Ópera de Viena dominaba la calle con su arquitectura neorrenacentista. Más allá, la torre de cuarenta y cinco metros de la Catedral de San Esteban alzaba a los cielos su gótico esplendor, montando silenciosa guardia sobre la tumba de Federico III.

El año era 1902. Napoleón había muerto hacía casi cien años, y el ritmo de la era industrial no había llegado aún a la lenta y despreocupada elegancia de la ciudad a orillas del Danubio. David se había introducido en el pequeño círculo de estudiantes de Freud, la Sociedad Psicoanalítica de Viena. El propio Freud se hallaba aún a dos años de publicar La psicopatología de la vida cotidiana, que iba a proporcionarle merecida fama.

—Breuer, sí —dijo Freud, mirando fijamente a David—. Estudié sus técnicas de hipnotismo en el tratamiento de la histeria. Analizábamos bajo hipnosis a una mujer llamada Elizabeth, cuando ella empezó a formar sus propias intrusiones en un flujo libre. Le hice estúpidamente algunas preguntas, y ella me reprendió por interrumpir su cadena de pensamientos.

Los otros cinco estudiantes congregados en torno a la mesa se rieron con la historia. Freud parecía sorprendido. Los miró perplejo hasta que se callaron.

—Fue en ese momento —continuó Freud— cuando desarrollé la teoría que ha sido el trabajo de mi vida desde entonces: que los fenómenos vitales, incluyendo los físicos, están rígida y lícitamente determinados por el principio de causa y efecto.

—Por tanto, cada pensamiento es importante, y debiera ser informado al médico —dijo David.

—Ciertamente —replicó Freud, y sorbió ausente su café. La brisa traía el olor de pasteles, y los carruajes recorrían lentamente el bulevar arriba y abajo—. Si el médico no ejercita algún control sobre la dirección de las intrusiones del paciente, descubrirá que pueden ser simplemente simulacros para ayudar a ocultar la causa real de la neurosis tanto del paciente como del médico.

—En otras palabras —dijo David—, el médico dirige al paciente, a través de la Einfáll, la intrusión, hacia un fin predeterminado.

Freud sonrió, frunciendo los labios.

—Fines sexuales —dijo—. Saber de dónde procede la neurosis ayuda a dirigir el pensamiento hacia ella.

—¿Y si no se busca la fuente de la neurosis?

—¡Entonces no se necesita un paciente! —dijo Freud, y el grupo se echó a reír. Esta vez, el maestro se les unió.

David se tiró del cuello de la camisa; su traje oscuro estaba empapado de sudor. Aunque Viena era agradable, seguía sin ser el sur de California. Después de que las risas disminuyeran, continuó:

—¿Y si se busca un punto específico? Una dirección vital, por ejemplo… y se la quiere buscar psicológicamente.

—¿Como un detective? —dijo Freud, y entornó los ojos—. Nunca había pensado en esa situación. Me está hablando de una combinación de factores ambientales que podrían apuntar a decisiones futuras.

—Exactamente —repuso David, pensando en Hersh. Se le había ocurrido, ya que Hersh y Silv procedían del mismo entorno controlado, que podía aplicar a Hersch tests asociativos que tal vez pudieran mostrarle adónde había ido Silv—. ¿Cómo podría procederse en un caso así?

Freud soltó su taza y se arrellanó en su silla, las manos tras la cabeza.

—Esto es pura especulación, obviamente… y absolutamente teórica, en tanto que no puedo ver ninguna situación en la que sea necesaria. Pero… —prolongó la última palabra, haciendo reír nuevamente a los estudiantes—. Me parece que, si se hiciera una lista de palabras de asociación que estuvieran totalmente dirigidas hacia el fin que se pretende, y con el control adecuado por parte del médico, podría descubrirse una dirección real…, igual que cuando dirigimos al paciente hacia las razones sexuales de su neurosis.

—¿Podría dar resultado, entonces?

Freud se enderezó y se apoyó sobre la mesa. Señaló a David con un dedo.

—Sí. Es decir, si el médico tiene el talento suficiente como para determinar la dirección adecuada de sus preguntas.

—Gracias, doctor Freud —dijo David—. No sabe lo que significa esto para mí.

Los ojos del gran hombre chispearon.

—¿Significa lo bastante como para que pague el café hoy? —preguntó.