El tiempo sólo trata amablemente a aquéllos que lo toman amablemente.
—Anatole France
De préstamos y limosnas me mantuve largo tiempo: adulé a Barras, tomé a su ramera por esposa; estrangulé a Pichegru, fusilé a Enghien, y por tantos crímenes recibí una corona.
—Anónimo
Louis de Caulaincourt se hallaba en el establo del Kremlin haciendo que herraran para el hielo al caballo de Napoleón, cuando David lo tomó por completo y dejó que su mente se zambullera en la realidad de una situación increíble.
Buenas tardes, Louis.
¿David? ¡Han pasado años! Había empezado a creer que estuve loco en mis años mozos.
Todo el mundo está loco, Louis. ¡Hace frío!
Hará más frío…, mucho más.
David no estaba seguro de por qué había escogido este momento en el tiempo para visitar a Hersh. Había dejado transcurrir un amplio lapso en sus visitas —quizá diez de los años de Napoleón—, y el invierno ruso no era ciertamente un lugar que hubiera elegido visitar en la mayoría de las circunstancias. Caulaincourt había sido su cuerpo anfitrión en visitas anteriores. Nunca había vuelto a acercarse a Antoine después de la ruptura con Teresa Tallien, y se había centrado en militares. Caulaincourt era embajador, un hombre de gran inteligencia y estima y, lo más importante, era absolutamente intrépido cuando había que ser sincero con Napoleón.
Lo que David había hecho era lo siguiente: cuando decidió volver a visitar a Hersh después de tan larga ausencia, dejó que la emoción le dirigiera a través de la corriente temporal, un hábito que había adquirido mientras buscaba a Silv. Aquí se producía un gran flujo emocional, y se dejó atraer hacia él.
—¿Qué tal así? —preguntó el herrero, y David se encontró mirando una herradura claveteada con pinchos agudos para aferrarse al hielo.
—Bien —dijo—. Hiérralo todo así, y prepara el resto de los caballos.
¿Está aquí?
En palacio. Vamos para allá.
Los establos eran adornados y bizantinos, festoneados de azul y amarillo con aleros de madera, lo que hizo pensar a David en la casita de chocolate que atraía a los niños a la muerte en el cuento de Hansel y Gretel. Pero seguía oliendo como un establo, y David se alegró de salir al aire fresco del anochecer.
Caulaincourt estaba deprimido, su mente abrumada por una sombría inevitabilidad que asustó a David. Y cuando se apoderó de la carcasa del cerebro del hombre, supo que había mucho por lo que estar asustado.
Hersh había invadido Rusia con ochocientos mil hombres, escogiendo Moscú como la presa que necesitaba para arrastrar al zar Alejandro a la mesa de negociaciones y solidificar su imperio. Pero había llegado a la gran ciudad con menos de una cuarta parte de su Gran Ejército, sólo para encontrarla desierta y sin nadie con quien luchar o negociar. La vacía inmensidad del gran país estaba haciendo a Napoleón lo que ningún ejército mortal había podido hacer antes.
Entró en el patio. Los últimos rayos del sol destellaban sobre las torres en punta y los tejados dorados de las iglesias de la ciudad, dándole una deslumbrante despedida al día. Era como un cuento de hadas, un sueño magnífico y desierto en medio del infinito de un país desolado.
¿Qué pasará ahora?
Alejandro no negociará nunca, David. No sé qué hará.
El Kremlin era un palacio de diseño italiano, pesado como la pasta y el ajo, hecho de bloques de piedra que recordaban la gloria de Roma. Los aposentos de Napoleón estaban en lo alto de una escalinata de mármol incongruentemente diseñada que conducía hacia arriba por dentro del edificio.
Caulaincourt se arrebujó en su capote y subió rápidamente la escalinata. Se encontró con Berthier y Murat que bajaban.
—¿Está ahí? —preguntó David.
Murat, más parecido a un jefe de pista circense que a un general, puso los ojos en blanco.
—Está muy ocupado liberando a los siervos —replicó.
David se sorprendió. Berthier, jefe del alto mando, no tenía luz alguna en los ojos. Estaba ojeroso como un sonámbulo, confuso como un niño pequeño ante la muerte de alguien cercano. Murat, antaño tan atrevido y salvaje, parecía ahora pequeño y asustado, y su melena en su tiempo enmarañada era más corta y veteada de gris. Rey de Nápoles ahora, parecía incómodo en las trampas de la guerra.
Louis, yo…
Ha cambiado mucho desde tu última visita, David.
Subieron la escalinata y franquearon el contingente de Guardias Imperiales que cortaban el paso. Había más guardaespaldas que nunca.
El frío parecía inundarlo todo. David estaba lo suficientemente sumergido en Caulaincourt como para sentirse terriblemente incómodo. No podía imaginar el tener que estar aquí. No podía imaginar no poder marcharse. Cuando pensaba en la simplicidad de la vida humana, no tenía en cuenta las complejas tensiones emocionales que adornan esa simplicidad.
David se sorprendió cuando entraron en el estudio del zar y vio allí a Hersh. El hombre había envejecido horriblemente. Con apenas cuarenta años, parecía desgastado. Un profundo cansancio y dolor físico emanaban de su cara, y había ganado muchísimo peso. Estaba contemplando a un hombre roto.
Napoleón estaba sentado ante el gran escritorio del zar, con el relicario de Max Cafferelli cerca. No había ningún secretario presente. Tomaba notas a mano, siempre un error para un hombre con una letra totalmente ilegible.
David avanzó hacia la mesa. El fuego que rugía en la chimenea anulaba el frío del aire. Napoleón apenas le miró con sus ojos cansados.
—Y bien, Louis —dijo—, ¿habéis terminado de comprometer el valioso tiempo de mi herrero?
—No es ningún juego —respondió Caulaincourt—. Necesitamos herrar todos nuestros caballos antes de que llegue el invierno.
—Caulaincourt, siempre te ves ya congelado —dijo Napoleón—. No estaremos aquí lo suficiente como para preocuparnos por el hielo. Ahora que hemos tomado su mayor ciudad, Alejandro tendrá que avenirse a razones.
—Podríais ocupar todas sus ciudades y nunca se sentaría a la mesa con vos mientras estéis en Rusia. Su madre piensa que sois el Anticristo…, y el poder auténtico reside en ella.
—Dejadme a mí la estrategia, embajador.
—Y dejadme a mí los análisis, señor Hersh.
Napoleón levantó la cabeza poco a poco, y una sonrisa se extendió gradualmente por su cara.
—He pensado en ti un millar de veces —dijo Hersh.
—Recuerdos —comentó David, y dio la vuelta a la mesa para abrazar a su antiguo paciente. El hombre lo apretó con fuerza. Cuando se separaron, David le miró a los ojos—. No tienes buen aspecto.
Hersh asintió tristemente y se hundió en su sillón. Indicó otro junto a la mesa para David.
—Mi estilo de vida me agota. Quince años de guerra continua pueden con uno —sonrió—. Supongo que ése es uno de los problemas que conlleva el que dos personas compartan el mismo cuerpo: uno se agota el doble de rápido.
—Es más profundo que eso —replicó David.
—Oh, claro que lo es —dijo Hersh—. Soy una víctima de mí mismo, de las fuerzas que he puesto en movimiento. Nunca pensé más que en cumplir mi sueño. No me di cuenta de que, una vez realizado el sueño, no me quedaba más que perderlo. Nadie habla de los horrores implícitos en conseguir lo que quieres. Los sueños mueren, igual que todo lo demás. Y entonces… ¿qué queda?
—¿Otros sueños?
—He gobernado el mundo, David. ¿Dónde se va a partir de ahí?
—A otros mundos: el mundo de la ciencia, de la mente, de la meditación.
Hersh se levantó lenta, dolorosamente, y se acercó a la chimenea. Se dio la vuelta y se llevó las manos a la espalda.
—Estoy cansado, muy cansado. No quise esta guerra con Alejandro. Traté de hacerle mi aliado, para impedir que los perros me rompieran en un montón de pedazos… y él me dio la espalda. He guerreado desde que puedo recordar. No quiero seguir luchando, pero no sé cómo detenerme. Me están presionando en un centenar de frentes distintos. Los ingleses no me dejan en paz porque temen un continente unido que pueda desafiarlos en el mar y acabar con su imperio comercial.
—Se llama causa y efecto —dijo David—. El mundo no deja de girar por nadie.
—En mí hay dos hombres distintos: el hombre de la cabeza, y el hombre del corazón —dijo Hersh—. El hombre de la cabeza lanza sin pensar a casi un millón de hombres a las estepas rusas y se divorcia de su amada para poder someterse a un matrimonio político. El hombre del corazón ansía afecto, y convierte a sus parientes en reyes y reinas de Europa mientras exalta a posiciones elevadas a generales de inferior habilidad a causa de su vieja amistad. El resultado final: hermanos y hermanas que gobiernan sus tronos en oposición a Francia… y mariscales en España que se odian mutuamente hasta tal punto, que desesperan ante la idea de llevar a cabo un movimiento que pueda servir a la gloria del otro. Y Talleyrand, un hombre al que amé como a nadie, es simplemente un demonio que me seduce mientras vende mis secretos a potencias extranjeras. Fue él quien insistió en que detuviera en suelo alemán a Enghien, el realista, y lo ejecutara. Fue él quien insistió para que invadiera España, y cuando derroqué a Fernando, el rey español, lo invitó a vivir en su castillo de Valenqay, un castillo que yo le di. ¿Has visto a todos los guardias de ahí fuera?
David asintió.
—Me extrañó.
—Antes sólo me odiaban los realistas —dijo Hersh, sentándose pesadamente en el sillón. Tosió; un catarro crónico y persistente. Cogió una pastilla para la garganta de su cajita de carey y se la metió en la boca—. Ahora todo el mundo me odia…, y se hacen llamar patriotas.
—Bueno, te proclamaste Emperador —dijo David, quitándose el abrigo y tendiéndolo sobre su regazo—. Para algunos, es una admisión de propósito.
—Era necesario para la línea sucesoria —dijo Hersh, mientras chupaba la pastilla—. El mundo tenía que saber que el gobierno francés no dependía de un solo hombre. Y ahora tengo un hijo, un heredero… —señaló un retrato sobre la repisa de la chimenea, hecho por Horace, donde aparecía un niño vestido de uniforme—. El Rey de Roma. Me sucederé a mí mismo.
—No con un mortal —dijo David.
Por el rostro de Hersh surcó una oscuridad que David no pudo comprender.
—Tengo la sensación de que las cosas empiezan a aclararse —dijo—. Hay algo raro aquí…, en todo esto. ¿Estoy despertando del sueño?
—Vives el ciclo mortal. Ya no eres un soñador, eres humano. Si no te gusta esto… pues transita a otra parte.
—Fue peor en la corriente temporal, David. Ya sabes cómo se está allí…, todo está desmadejado, nada tiene sentido. Al menos aquí hay ilusión de realidad, de significado. Hemos intentado cercar a los rusos, pero se niegan a dar la cara y pelear. Siempre se están replegando, siempre moviéndose. Cuando finalmente se les alcanza, nunca se rinden. Hay que matarlos, uno a uno, como a máquinas. Son fortalezas que deben ser demolidas a cañonazos. Esto significa mucho para ellos. El riesgo último hace que la competición sea definitivamente significativa. No, David, para mí no hay nada en la corriente temporal que se iguale a esto.
—¿Y qué hay de Josefina? —preguntó David, y notó que las arrugas se hacían más profundas alrededor de los ojos del hombre.
—Tiene la Malmaison —dijo Napoleón después de un momento.
—Sus jardines —comentó David, pensando en las muchas horas felices pasadas en compañía de aquella gran mujer.
—Nuestros jardines —dijo Hersh, ahogándose con sus palabras—. Yo… la visito ocasionalmente. Recibe pocas visitas, ni siquiera de sus viejos amigos. Languidece, me temo. Dejé que mi anfitrión se saliera con la suya. Si al menos mi preciosa flor hubiera podido darme un heredero…
Dejó que las palabras flotaran en el aire y contempló la superficie de la mesa ante él, suspirando profundamente.
David se puso en pie, incómodo, y estudió la habitación. El zar no había dejado nada detrás excepto una gran sala vacía y un mapa de su enorme país en la pared. Se acercó a la ventana y contempló Moscú. Ahora estaba oscuro, muy oscuro. No se veía nada.
—¿Qué pasará cuando tu anfitrión muera?
—Me gusta ser mortal, David —dijo Hersh—. No soy como tú; no vivo con un montón de ideas elevadas sobre la vida y la felicidad. Soy un soldado, y escogí la vida del soldado ideal. No puedo soportar lo que ha sucedido con mis sueños…, pero no lo cambiaría por nada. He estado tratando de conseguir algo, y eso es importante para mí, aunque carezca de significado para ti.
—¿Morirás entonces con tu anfitrión? —preguntó David, y se volvió hacia él.
—Tal vez —dijo Hersh—. Supongo que piensas que soy un idiota.
—Oh, no. Te envidio. Dios, cómo he tratado de pensar en esos términos… Pero no tengo el valor para hacerlo.
Hersh se puso en pie y sacó una gran caja de cartón llena de papeles de debajo de la mesa.
—Tal vez todavía no sea tu tiempo.
—No existe el tiempo —replicó David.
—Para nosotros, sí —dijo Hersh, y sacó una carta del fajo de papeles que sostenía en la mano y se la tendió a David—. Silv dejó esto.
—¡Silv! —exclamó David, y cogió la carta. Estaba dirigida a Hersh. La abrió—. ¿Cuándo la viste?
—No lo he hecho. Encontré esa carta entre mis papeles un día. Ni siquiera sé cuánto tiempo la he llevado conmigo antes de darme cuenta.
—No…
—Lee.
David contempló los papeles que tenía en la mano. El primero era una nota para Hersh donde le pedía que le diera la carta a David. Hizo la nota a un lado y leyó la carta, con manos temblorosas:
Amor mío,
Creo que te debo una explicación. La noche que desaparecí de la Malmaison estaba muy asustada. Traté de recordar algo que fue extremadamente importante en mi infancia, referido a una droga que inventé. Había desaparecido, simplemente desaparecido. No debería haber olvidado aquella droga más que mi propio nombre. Entonces me di cuenta: se acercaba la muerte cerebral. Estábamos equivocados respecto a la atemporalidad. El tiempo pasa lentamente en la corriente, pero pasa; las sinapsis deben chispear, los electrones deben fluir; nada se detiene, ni siquiera para los inmortales. Mis células cerebrales están muriendo lentamente, llevándose poco a poco mis recuerdos con ellas. Una muerte lenta, mientras mi mente se apaga célula a célula.
No puedo seguir contigo. Simplemente, no puedo soportar la idea de que tengas que ver cómo me deshago, pedazo a pedazo. Estoy satisfecha donde estoy. Por favor, no me busques…, no busques lo que queda de mí. No podría soportar tu piedad.
No trates de localizarme a través de la carta. La envié de modo engañoso y no podrás rastrearla. No lo intentes. Quiero que sepas que te amo mucho. Ruego que mi último recuerdo sea de ti.
Silv
David volvió a leer la carta. Si Silv se estaba muriendo, entonces lo mismo le sucedía a él. Había un fin, al menos para él. La boca de Caulaincourt se secó. Pobre Silv, muriendo sola. Se preguntó si el proceso habría empezado ya en él, si pedazos enteros de su pasado estaban simplemente perdiéndose sin que lo supiera.
Miró a Hersh, y compartieron un conocimiento que ninguno de los dos había sabido antes. Hersh moriría solo también, el último de ellos. Ahora supo por qué la cara del hombre se ensombreció cuando él mencionó la mortalidad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Hersh.
David dobló lentamente la carta y volvió a meterla en el sobre, que guardó a continuación en el bolsillo de Caulaincourt.
—Voy a buscar a Silv —dijo—. Ahora me necesita más que nunca.
Hersh se animó y su cara mostró una sonrisa.
—¿Te has oído? —preguntó, riendo estentóreamente—. ¡Has dicho «me necesita»!
—¿Y?
—¡Estás dando, David! —dijo, y corrió hacia él y le envolvió en un gran abrazo de oso—. Te preocupas más por otra persona de lo que te preocupas por ti mismo. ¡Grandes Dioses! —Alzó las manos al techo—. ¡Tal vez también haya esperanza para mí!
David sonrió con él.
—Nunca pensé que habría tanta alegría con mi sentencia de muerte.
Hersh volvió a echarse a reír.
—Oh, David… para ser tan listo, eres muy estúpido. La muerte no significa nada. Vivir…, vivir contigo mismo; ¡eso sí que es algo de lo que estar orgulloso!
Se produjo una conmoción ante la puerta, que se abrió de golpe, y Murat irrumpió en la habitación, con el pelo colgándole salvajemente sobre la cara, los ojos llenos de miedo. Estaba sin aliento.
—La ciudad… —dijo, señalando por donde había venido—. Es horrible…, la ciudad… —jadeaba, trató de recuperar la respiración.
David y Hersh corrieron a la ventana y se asomaron. La noche oscura que David había visto antes ya no era tal. Era un humo que lo ahogaba todo. La ciudad, Moscú entera, estaba en llamas.
—¡Alguien tendría que haber vigilado a las tropas con más atención! —aulló Hersh—. ¿Por qué no…?
—Majestad —jadeó Murat—. No fueron las tropas… Todos los equipos contra incendios han sido retirados de la ciudad. ¡Los rusos…, lo han hecho ellos mismos!
David y Hersh se volvieron hacia el fuego. Grandes llamas anaranjadas iluminaban la noche hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones. Era una visión abrumadora, la muerte de tanta belleza, la obsesión de carácter que llevaría a su destrucción. La ciudad gritaba sus emociones, su odio por los invasores.
Hersh temblaba, con los ojos llenos de lágrimas. David pasó un brazo por encima de sus hombros y lo atrajo hacia sí.
—Aquí se acaba —dijo el emperador, con la luz anaranjada bailando sobre su cara demacrada—. Ahora tendremos que salir luchando de este maldito país. Hay un paso tan pequeño de lo sublime a lo ridículo, tan pequeño…
—Quisiste ser humano —dijo David—. Esto es lo que significa.
Él alzó entonces la cabeza, y David advirtió que jamás se había dado cuenta de la frágil criatura que era, como una delicada figurita de cristal.
—Quiero ver a mi esposa —dijo Hersh con voz trémula—. Quiero ver a mi hijo, abrazar al Rey de Roma.
—Transita hasta ellos —recomendó David.
Hersh sacudió la cabeza.
—Yo nos metí en esto. Lo menos que puedo hacer es tratar de sacarnos.
—¿Y quién es el desprendido ahora?
Napoleón asintió lentamente.
—He tenido un buen maestro.
Y, mientras David contemplaba el fuego incontrolable, se le ocurrió una idea que tal vez le ayudaría a encontrar a Silv.