Dos almas, ¡ay!, residen en mi pecho, y cada una se retira y repele a su hermana.

—Goethe

Hay un tipo de ladrón sobre el que no cae la ley, y lo que roba es lo más precioso para los hombres: el tiempo.

—Napoleón I

Lo que nunca hemos tenido permanece; son las cosas que tenemos las que se van.

—Sara Teasdale

Anochecía, y la cálida y fragante primavera mediterránea prometía un verano de intenso calor y más agitaciones políticas. David Wolf se encontraba en el monte Gólgota, observando la tenaz negativa de la flor del hombre a su propia humanidad. El procurador romano, Poncio Pilatos, había llegado a Jerusalén para los festivales judíos, y lo celebraba ejecutando a todos los judíos que caían en sus manos.

Se llamaba crucifixión, y era una lección bastante gráfica diseñada para sofocar los pequeños focos de rebelión que siempre se producían en Jerusalén durante los festivales, cuando la ciudad duplicaba su población con peregrinos ansiosos de visitar el Templo. Esta noche era el Pesaj, la primera noche de Pascua, e incluso entonces cientos de miles de judíos bajaban del monte del Templo y desembocaban en las calles, regresando a casa con sus corderos del sacrificio al hombro. Los animales sacrificados iban envueltos en su propia piel, para empezar el festín del seder.

Había muchos hombres crucificados, pero no era un hecho de importancia en una fiesta tan señalada. Una atmósfera de carnaval rodeaba las ejecuciones, y había vendedores de comida y recuerdos moviéndose entre la multitud de curiosos, los mismos que en otro tiempo y lugar se apretujarían para ver mejor un accidente de coche importante o le gritarían que saltara al hombre aferrado a la cornisa.

David había estado aquí muchas veces antes, siempre desde perspectivas diferentes, sufriendo muchas veces la vergüenza de que sus propios antepasados compusieran una porción tan grande de los curiosos en busca de emociones. Hoy era un poco diferente. Estaba en el cuerpo de Marco Noti, el médico personal de Pilatos, que experimentaba su propia crisis de conciencia en ese momento dado el barbarismo del que eran capaces los suyos. Pilatos era el más cruel de los crueles, y Noti no podía justificarse a sí mismo el servicio continuado a alguien cuya inhumanidad causaba tanto sufrimiento a tanta gente.

Noti estaba allí para entrar en actividad. David Wolf para ver a Jesucristo y, con suerte, a Silv. La primera vez que había acudido a la crucifixión no había podido ver a Jesús; después de eso, había hecho algunos estudios y volvió para encontrar a un hombre llamado Joshua, que había sido crucificado ese día.

Joshua era un rabino vehemente y carismático que había venido a Jerusalén con sus seguidores esenios para celebrar la Pascua, como hacían docenas de sectas rabínicas. Los problemas se produjeron durante uno de sus sermones, una diatriba contra la corrupción de los sacerdotes a cargo del Templo. Se produjo una refriega entre los asistentes, empezaron los golpes, y se creó un incidente menor. Desgraciadamente, Pilatos estaba buscando la ocasión para «dar ejemplo» y mostrar a los judíos lo que sucedería si no se mantenía el orden en una ciudad duplicada en su población por los peregrinos. Varios miembros del grupo fueron arrestados, junto a Joshua como «instigador». Las ejecuciones se llevaron a cabo al día siguiente, mientras los sacrificios de corderos y cabritos eran llevados al Templo, y así llegó el fin de la carrera de un hombre que podría haber sido uno de los grandes rabinos.

David no sabía si el rabino Joshua se había declarado culpable o no del crimen de ser Dios, y esa cuestión particular no le resultaba de gran interés. Estaba aquí porque era un hecho histórico, y David revivía los acontecimientos históricos de importancia con la esperanza de encontrar a su amor perdido. Era la estructura del tiempo lo que intentaba romper y, si existía un autor de tal estructura, eso seguramente sería descubierto una vez se revelara el misterio de la estructura misma.

David hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Silv! ¡Silv! ¿Estás aquí?

Esperó varios segundos y repitió la llamada, pero no recibió más que silencio y miradas de reojo por su alboroto. Ella no se hallaba aquí. Lo sabía. Lo había intentado una vez más simplemente porque se estaba quedando sin ideas.

Resignado, dejó atrás los llantos de la colina y las siluetas sorprendentemente hermosas que formaban las cruces contra el cielo veteado de rosa y se encaminó por las escaleras de la Vía Dolorosa hacia el Cardo.

Las calles estaban llenas de gente, y las colinas que rodeaban la ciudad abarrotadas de tiendas de peregrinos. Era una época bronca, y los rebaños de ovejas se vendían a miles alrededor del Templo, y los olores de las especias de Mesopotamia cargaban el aire de extraños perfumes. Y la gente. Judíos y conversos al judaísmo de todo el mundo habían acudido a Jerusalén. Habían venido de Siria y Asia Menor, de Babilonia y Medea, Chipre, Grecia, Egipto e incluso Roma. Llenaban el aire de hebreo y griego y cientos de dialectos de arameo, en una avalancha de interacción cultural y excitación.

Todo pasaba junto a David como el viento en la oscuridad. Era el muerto ambulante, sin sentir alegría ni dolor ante las diversas pequeñeces de los humanos que le rodeaban. No era de carne, y no sentía la carne. En una forma u otra, en mordiscos de varios tamaños a la manzana del tiempo, había pasado cien años buscando a Silv. Durante un siglo había recorrido los interminables corredores con un pensamiento, una esperanza en su mente. Tenía que encontrarla. Nada más importaba.

Si todos sus años y todos sus viajes se reducían a un hecho del universo, era que nada cambiaba jamás. Los mismos procesos vitales estaban condenados a repetirse interminablemente; los mismos errores, los mismos triunfos, conduciendo a las mismas conclusiones y fracasos, se repetían en variaciones infinitas en un millar de lugares diferentes al mismo tiempo. Las pasiones eran las pasiones del momento, las reflexiones siempre las mismas reflexiones —sólo expresadas en palabras diferentes—, que nunca contribuían realmente a nada en la suma general del conocimiento. David, al no sentirse parte del proceso, no lo encontraba más que aburrido.

Por eso buscaba, y al mismo tiempo advertía el egoísmo de su viaje. Una vez pasó toda una vida real buscando el significado de la paz en su propia existencia. Luego lo encontró con Silv, sólo para que se lo arrebataran en el último momento. Quería recuperarlo a cualquier precio, y la loca noria del mundo viviente no tenía ninguna fascinación en absoluto para él. En todas las circunstancias, el mundo y sus defectos no equiparaban a un momento de comprensión compartido con la mujer que amaba.

Y, por encima de todo, mucho más atormentador y aterrador que la búsqueda de la aguja invisible en el pajar en movimiento, era el porqué.

¿Por qué se marchó ella? ¿Por qué? ¿Qué la asustó tanto para que huyera del único hombre que podría comprenderla y compartir su vida, la eternidad de sus vidas? ¿Por qué se fue, dejándolos a ambos incompletos? Durante mucho tiempo esperó también desmoronarse, como ella lo había hecho, y así entonces lo sabría. Pero aquello no sucedió. Su maldición era exquisita: el hombre atraído tanto por la vida como por la muerte estaba condenado a caminar eternamente entre los dos polos.

Cuando los romanos ocupaban una ciudad, siempre la reconstruían a su gusto, con una calle llamada el Cardo —o Corazón—, que la recorría de norte a sur, y otra, llamada la Decumanus, que la cruzaba y recorría de este a oeste. David giró en el Cardo y se sumergió en el corazón de una ciudad que vivía del comercio.

Mientras la oscuridad descendía rápidamente, el aspecto de la avenida alineada de columnas empezó a cambiar. Las tiendas, que llenaban todo el espacio disponible durante estos tiempos ajetreados, cerraban por la fiesta. Los pescadores del lago Kineret y los mercaderes de grano del monte Efraím regateaban las últimas existencias, mientras los orfebres mostraban sus adornos dorados —llamados Jerusalenes— hasta las últimas horas del día. Todo el mundo se retiraba, haciendo que los soldados de refuerzo que Pilatos había hecho traer de Cesarea parecieran ahora más evidentes. David y Noti se dirigían hacia el norte, hacia la residencia del procurador en el palacio de Herodes y una noche de reflexión. El hombre se marcharía por la mañana, de regreso a Roma y su familia. Ya había visto suficiente mundo. Igual que a David, a Marco Noli le parecía un lugar cruel e impío.

David había comenzado su búsqueda cien años antes. Había considerado la personalidad de Silv y sus posibles intereses, y luego trató de localizarla como un detective de la psique. Desgraciadamente, había descubierto que no conocía tan bien como debiera a la mujer que amaba. Gran parte de su historia y sentimientos eran puertas cerradas para él. Ella nunca había hablado mucho sobre su pasado, y casi lo había mantenido en secreto, probablemente a causa de toda una vida de hábito. Incapaz de avanzar más allá de su propia muerte sin experimentarla, David no podía por tanto viajar hasta su vida real para averiguar más sobre ella.

Había empezado con la química. Puesto que ésa había sido la profesión de ella, recorrió primero una historia detallada de la química, esperando encontrarla en algún lugar del camino. Su primera parada fue con los egipcios precristianos, los griegos y los chinos y sus primeras filosofías relativas a la naturaleza de la materia. Luego se dirigió a la edad moderna, al tiempo de Napoleón, y al trabajo de Joseph Priestley y Antoine Lavoisier. Se sintió lleno de alegría al descubrir que Lavoisier era un antepasado directo, y David residió con el hombre cuando dictó la ley de la conservación de la materia, que halló su forma definitiva en la teoría de la relatividad de Einstein. Pero Silv nunca había venido. Se había perdido el momento más famoso de la química.

Estuvo presente, en el siglo XIX, en los amargos debates entre Louis Proust y Claude Berthollet, amigo de Hersh, sobre la ley de las proporciones definidas, que daba estructura y forma al arte de los químicos. Durante esta época pasó muchas veladas agradables con Hersh en las Tullerías, pero no encontró a Silv.

Luego viajó a Inglaterra y observó fascinado cómo un maestro de escuela, John Dalton, compilaba su teoría atómica sobre la combinación de átomos por pesos. Jons Berezelius y su invento de los modernos símbolos químicos vinieron tras Dalton, seguido por el trabajo de Ernest Rutherford y Niels Bohr referidos a la estructura del átomo. Y no la encontró en ninguna parte.

Recorrió el siglo XX y su explosión de conocimiento, siguiendo las vidas de literalmente cientos de químicos menores y sus descubrimientos, trabajando con la suposición de que en la época de Silv la historia reconocería a hombres sin pena ni gloria en su momento. Recorrió el descubrimiento de la penicilina y las drogas maravillosas, y la cultura de la droga de los años cincuenta que dio nacimiento a la cultura de la droga de los años sesenta y setenta. Había visto la vida en profundidad y tan metódicamente como sabía, y en ningún momento la sombra de Silv cayó sobre los paisajes que había atravesado.

Cuando terminó con la química, siguió con la historia, transitando en gran detalle todos los acontecimientos que, según los historiadores, eran los más importantes para el desarrollo del hombre, y luego volvió atrás y recorrió los hechos que podrían parecer de importancia para la cultura de Silv: el uso de armas químicas y nucleares, los avances hechos por los behavioristas, el uso de «vertederos» de residuos. Había llegado a pasar un mes entero en tránsito por la vida de B. F. Skinner, con la esperanza de que Silv apareciera en algún momento para rendir homenaje al maestro. Incluso había estudiado suicidios a causa de los últimos pensamientos de Silv en ese tema, y como resultado de ello su interés en la atracción de la oscuridad se renovó…, pero no encontró ni rastro de Silv.

Durante los últimos diez años había estado escogiendo aproximadamente al azar, entrando en la corriente y viendo dónde podría salir. Y en todas partes el desfile de la vida pasaba ante un David cada vez más apartado, como un televisor sin sonido, hasta que finalmente se convirtió en la cosa que ahora recorría el Cardo. No sufría ni depresión ni júbilo. Prefería vivir en una bruma de tedio intelectual no muy distinta a una meditación apartada. Se sentía psicológicamente en bancarrota, viejo como el mismo tiempo.

Había dejado de visitar a Hersh cincuenta años antes. El hombre envejecía a través de su anfitrión a ritmo normal, y sus ideas eran las ideas de un humano en un marco temporal limitado. Después de tantos viajes, David sintió que ya no tenía nada en común con el hombre y lo borró de la lista de cosas por hacer. Además, dolía demasiado visitar los viejos fantasmas.

Y aquí estaba ahora, recorriendo calles por las que ya había caminado antes, buscando en lugares donde ya había buscado a alguien que sabía no estaba aquí. Había visto todo lo que era posible ver a un ser humano, y había hecho todo lo que un ser humano podía hacer…, y seguía sin haber respuestas. Se sentía absoluta y completamente solo… Y ahora, que había descubierto la felicidad y la había perdido, era peor que si no la hubiera encontrado nunca. Amaba a Silv, y la odiaba al mismo tiempo.

Cien años pueden ser mucho, mucho tiempo.

—¡Cuidado! —exclamó alguien calle abajo.

Entonces se produjo un grito, y David vio a un niño pequeño atrapado en mitad de una pequeña estampida dentro de un corral de camellos a media manzana de distancia.

David corrió hacia el lugar y abrió la puerta. Los animales corrían y bufaban salvajemente, y el niño se hallaba tendido boca abajo en el centro del corral. Al parecer intentaba darles de comer cuando los animales se asustaron.

Ignorando su propia seguridad, entró en el corral y espantó a las grandes y balantes bestias para llegar hasta el niño. El chiquillo estaba vivo, pero aturdido, y tenía varios cortes y contusiones. David lo levantó con cuidado y lo sacó del corral. Un grupo de hombres le rodeó, recelosos del hecho de que un romano ayudara a un judío.

Un joven musculoso de pelo largo y rizado salió de entre la multitud y extendió los brazos.

—Yo lo atenderé —dijo, sonriendo—. Soy médico.

David reconoció el acento galileo del hombre y respondió en la misma lengua.

—Yo también soy médico.

Y entonces sucedió algo totalmente incongruente. El hombre se echó a reír y luego dijo, en perfecto inglés:

—Apuesto a que sí.

David se quedó anonadado, cogido por sorpresa. Casi estuvo a punto de responder en inglés, pero consiguió farfullar en arameo:

—¿C-cómo has dicho? Lo siento, no te entendí.

El joven se acercó a él y empezó a comprobar expertamente el cuerpo del niño. Le abrió los ojos y examinó las pupilas. No se trataba de un chamán o un herbalista. Era un médico de verdad, un… ¿Era posible? Recordó: Mo Frankel había hablado de Jesús. Naturalmente, estaría aquí para la Pascua. Intentó algo.

—¿Crees que pueda sufrir una concusión? —preguntó David en arameo.

—Tal vez menor, yo… —el joven dejó de hablar y miró a David, perplejo. Arqueó las cejas—. ¿Dónde aprendiste esa palabra…, concusión?

¡Era Mo! David sintió que a los brazos de Noti se les ponía la carne de gallina. Una mente familiar, un buen amigo. David quiso abrazarle con fuerza, pero vaciló.

—Ya te he dicho que soy médico —replicó, y la gente empezó a apretujar a su alrededor.

Mo Frankel era también el hombre que le había matado, aunque obviamente ahora se encontraban en un momento anterior a aquello. Sería mejor que mantuviera la boca cerrada. Mo parecía feliz y contento. No había razón alguna para introducir una fea realidad en el sueño del hombre.

—Mira su muñeca —dijo David—. Tal vez nos encontremos con alguna fractura.

El hombre le miró con ojos oscuros e interrogadores. Luego atendió la muñeca. El niño gimió cuando la manipuló.

—Creo que te la has roto, Moshe —dijo Mo, alborotando el pelo negro del niño—. Has encontrado el camino más fácil para dejar de dar de comer a los camellos.

El niño sonrió débilmente, pero grandes lágrimas corrían por sus mejillas.

—Vamos —dijo David, sonriéndole—. Sanará rápido. Ni siquiera tendrás la oportunidad de tumbarte a descansar y ponerte gordo.

El niño sonrió de verdad entonces, y David extendió la mano para secarle las lágrimas de los ojos. Entonces miró a Mo, que le observaba fijamente.

—Me llaman Joseph —dijo—. ¿Me dirá el romano su nombre?

—Soy Marco Noti —dijo David, temblando por dentro. Necesitaba contactar con alguien. Había estado solo muchos años, sin compañía ni comprensión.

Joseph cogió al niño y lo pasó a los brazos de su padre.

—Bien, Marco Noti —dijo—. Todos te estamos agradecidos por la forma en que entraste en el corral y salvaste a Moshe. Como puedes ver, casi ha anochecido y es el principio de la Pascua. Debemos irnos a nuestras casas. Haré unas tablillas para el niño. ¿Nos acompañarás en la cena? Para mi pueblo, es una época tradicional de intimidad. Nos gustaría compartir el seder contigo.

—No quisiera interrumpir vuestras vidas, yo…

Mo sujetó su brazo y le miró con intensidad y aprecio.

—Nos alegraríamos si aceptaras. Yo me alegraría. Quién sabe…, podríamos conversar de nuestras cosas.

David sonrió ampliamente.

—No rechazaría una invitación así ni aunque viviera cien años.

—Bien —dijo Mo—. Acordado, entonces.

Y así se dirigieron a la casa de Isaac, el padre de Moshe, que era un mercader bien situado. El hombre había comprado los camellos específicamente para la Pascua, empleándolos para traer especias y hierbas de Mesopotamia y telas de brillantes colores de Babilonia.

David y Mo atendieron juntos al niño. David estuvo a punto de echarse a llorar al ver a Mo joven y vital, trabajando con las dos manos sanas. Había permanecido tanto tiempo apartado de la vida que absorbía las más pequeñas emociones como una esponja. Qué bueno era compartir, aunque fuera por un rato, la compañía de un viejo amigo. Nunca había maldecido a Mo por su muerte, nunca había sentido que el hombre fuera responsable, y esta reunión sólo reafirmaba esa sensación. Mo era un aire fresco para él, un pequeño espacio para respirar. Y si morir tenía que llevarle a este punto, entonces el viaje valía el precio de admisión.

De hecho, había sido providencial que David apareciera cuando lo hizo. La ley judía prescribía que el seder tenía que ser compartido en grupos de diez, puesto que diez eran las personas que hacían falta para comer el cordero de una sentada, y David era el décimo miembro del festín. Compartió el pan ázimo con ellos, y las hierbas amargas, mientras Isaac revivía la historia de la huida de Egipto, como habían hecho los judíos —y seguirían haciéndolo— durante miles de años. Abrió la puerta para dar la bienvenida al espectro de Elías, el profeta, y ayudó a esconder el pan ázimo para que lo encontraran los niños.

Durante el servicio bebió los cuatro vasos de vino prescritos, y se achispó un poco; luego advirtió que hacía cien años que no se emborrachaba. La conversación fue estimulante, y la visión de un Mo enérgico y amoroso confiando en todos los que le rodeaban hizo que David se sintiera bien de una manera que pensaba había perdido. Y dejó la mesa excitado por el contacto humano, pero melancólico de corazón por el vacío en su propia vida. Con tanto a su disposición, se le negaban las pequeñas cosas que la mayoría dan por seguras. Su estado de ánimo no se animaba tampoco con la melancolía de Noti. El hombre había acudido alegremente al festín, pero una vez estuvo reunida la familia todo lo que hizo fue añorar a su propia mujer e hijos, a quienes había dejado hacía mucho para correr aventuras.

De algún modo, cuando todo terminó, David se encontró en el tejado de la casa de Mo, con el vino en la mano, contemplando la ciudad de Jerusalén, rematada con la gran muralla defensiva y la fortaleza de Herodes alzándose en punta contra el cielo nocturno.

—Debes ser el hombre más torturado e infeliz que he visto —le dijo Joseph mientras se sentaban al borde del tejado plano, con los pies colgando.

—Y tú eres uno de los más felices —replicó David—. ¿Cómo lo consigues?

Joseph se encogió de hombros.

—Ha habido infelicidad en mi vida, una infelicidad increíble que nunca me abandonará. Pero, ahora mismo, hoy, he decidido ignorarla.

—¿Cómo puedes? ¿No te corroe?

—Simplemente vivo —respondió Mo, y dio un sorbo a su cuenco de barro—. Me encanta mi trabajo. Me encanta estudiar. Me encantan las sonrisas de los niños y el simple afecto que la gente se tiene mutuamente. No fui siempre así, pero…, escapé lo suficiente a mi dolor como para poder apartarlo, al menos por ahora. Este tipo de cosas sólo pueden hacerse un día cada vez. ¿Qué demonios te torturan, mi amigo romano?

—¿Lo somos?

—¿Qué?

—Amigos.

Mo le sonrió y, aunque la cara era completamente distinta, David reconoció la sonrisa, y los ojos se le nublaron.

—Sí —dijo Mo—, somos amigos. Ningún romano habría entrado en ese corral de camellos como tú lo hiciste. Creo que hemos hecho una conexión que va más allá de este tiempo y este lugar.

—Hablas como un filósofo.

Mo sacudió la cabeza.

—Siento igualdad entre nosotros, eso es todo; siento que buscas ayuda desesperadamente.

David tuvo que cubrirse los ojos empañados en lágrimas con una mano. Se sentía tan vacío, tan frío…

—No puedo hacer que me importe nada de esto —dijo—. Soy un extraño entre los hombres.

—No eres extraño al Todopoderoso.

—¿Qué Todopoderoso?

—¿Qué Todopoderoso quieres?

David sacudió la cabeza y se secó los ojos con el dorso de la mano.

—No lo sé. A veces creo que Dios es el tiempo…, el tiempo que nivela nuestras ideas y nuestros ideales, el tiempo que nos permite ver sólo una parte de la imagen…

—El tiempo que cura —dijo Mo—. El tiempo que nos distancia de nuestros problemas. —El hombre se puso en pie y se desperezó—. Sé lo que quieres decir. Los romanos mataron hoy a un hombre y, a causa de esa muerte, ese acto al parecer insignificante, un futuro que afecta a incalculables generaciones será alterado para siempre. Sólo el tiempo puede mostrar la importancia de los hechos.

—Vuelves a hablar como un filósofo —dijo David, y se puso también en pie y contempló las estrellas más allá de los muros de la ciudad—. ¿Tienes una filosofía para mí? ¿Hay palabras que puedan acabar con mi sufrimiento?

Mo le miró. Se acercó en la oscuridad, extendió los brazos y posó sus fuertes manos en los hombros de David, haciéndole volverse hasta que estuvieron cara a cara.

—¿Por qué eres infeliz? —preguntó.

—No hay amor en mi vida.

—Ésa no es una razón. Los demás no nos hacen felices. Nosotros mismos lo hacemos. Ahora dime, ¿por qué?

—Todo me parece inútil y vacío.

—Bien.

Mo soltó a David y recorrió el tejado. Era como un gato ágil moviéndose con gracia y precisión. Era mucho más joven que Noti, y a la vez mucho más viejo.

Mo se volvió hacia él.

—Eres médico. ¿Te parece eso inútil?

—A veces…, no siempre. Los curo para que puedan vivir un poco más y luego mueran.

Mo se rió con fuerza.

—Morir es una parte más del todo. Tenemos que aceptarlo con lo que nos dan. Pero ¿qué hay del bien que hacemos mientras estamos vivos? ¿Hay algún placer en eso?

—La vida es un proceso violento que cancela cualquier bien. Incluso el cuerpo está en constante guerra consigo mismo, con células y virus luchando por el control.

Mo volvió a reírse, y esta vez dio una palmada.

—Me recuerdas a un hombre que conocí hace mucho tiempo. Éramos colegas. No encontraba ningún placer en las cosas que le rodeaban, como si siguiera esperando que llegara algo mejor. Déjame que te cuente una historia.

Se sentó en el tejado y cruzó las piernas. Palmeó el suelo ante él. David se sentó también. Tras varios minutos de silencio, Mo habló:

—Una vez tuve un paciente, una mujer que acudió a mí porque arruinaba una relación tras otra discutiendo. No iba con su carácter ser así y, de hecho, rara vez sabía siquiera por qué discutía. Pero lo hacía continuamente. Decidí examinarla físicamente antes de tratar de averiguar por qué era tan destructiva. Lo que descubrí fue interesante. Tenía un problema con su glándula suprarrenal, un pequeño órgano encima de los riñones que segrega una substancia que ayuda a equilibrar la química del cuerpo. Su cuerpo no segregaba suficiente adrenalina. Sufría físicamente a causa de la química desequilibrada, pero su cuerpo trataba de ajustarse con las discusiones. Verás, la alta tensión de discutir hace que el cuerpo aumente su producción de adrenalina y por eso, cuando discutía, volvía a equilibrarse físicamente. Con un régimen estricto de vitaminas adecuadas, regresó a una vida normal y unas discusiones normales en seis meses. ¿Comprendes algo de lo que te digo?

David sonrió.

—Me estás diciendo que estoy desequilibrado.

—Igual que el cuerpo del hombre, el cuerpo de la civilización tiene sus propios equilibrios…, bien y mal, sano y enfermo, inocuo y significativo. No sé por qué, pero todos los opuestos necesitan estar presentes para que el equilibrio funcione.

»Lo que te ha sucedido es que sólo pareces buscar un lado del tema. Si las cosas parecen no tener sentido para ti, entonces son inútiles. Si las cosas te parecen malas, entonces no puede haber bien. Todo el mundo parece poder extraer las consideraciones más importantes de las cosas más insignificantes. ¿Por qué no puedes tú? Cada día puede ser un festín. Coge las derrotas menores, ponlas con las victorias menores, y busca el equilibrio. No tiene que ser nada cósmico…, después de todo, no somos más que animales. ¿Qué demonios quieres? —Mo se puso en pie y se sacudió el polvo.

—Supongo que piensas que soy un tonto —dijo David, y se levantó también.

—No, Marco Noti —dijo Mo Frankel—. Creo que eres bastante egoísta al pensar que el mundo debe girar por ti. También pienso que eres una persona mejor de lo que tú mismo crees. Probablemente le has salvado la vida a Moshe esta noche. Eso puede que no signifique mucho para ti, pero créeme: significa el mundo entero para ese niño…, y para mí.

Cogió a David entre sus brazos y lo sostuvo con fuerza.

—Baja de las nubes y ama las cosas simples. Deja de usar tanto la cabeza. Dale un descanso y déjate llevar por el camello huido de tu corazón. —Deshizo el abrazo y abarcó toda la ciudad con un gesto—. Esto es la vida, todo lo que necesitas de ella, tanto como quieras. No es siempre buena, no es siempre mala, pero está aquí por ti, cantándole a tu corazón si te paras a escuchar.

Una voz vino de abajo.

—¡Joseph! ¿Estás ahí?

—¡Sí! —respondió Mo a Isaac.

—¿Cuándo vas a cantar para nosotros?

Mo miró primero a David, luego contestó:

—¡Voy para abajo!

Volvió a abrazar a David.

—¿Vienes?

David sacudió la cabeza.

—Me están esperando en palacio.

—Comprendo. Espero que no encuentres mi consejo… presuntuoso, viniendo de alguien tan joven… y judío.

—Puede que esta noche me hayas salvado la vida, Joseph. He estado apagado mucho tiempo. Tu cena de Pascua y tu calor y amistad han avivado algunas ascuas que creía extinguidas desde hacía mucho. No puedo prometerte nada, excepto que intentaré seguir tu consejo por mi bien.

—Por el bien de todos —dijo Mo, y luego se dirigió al lado de la casa para bajar las escaleras—. Hasta que volvamos a vernos, amigo mío.

—Hasta que volvamos a vernos —dijo David en voz baja, y contempló a Mo pasar una pierna por el borde del edificio, descender y perderse de vista en un segundo.

David se quedó contemplando la noche un poco más; el olor a cordero vagaba con el aire nocturno como un dulce sueño. Unos minutos después oyó cantar en la casa. La voz de Joseph era clara y fuerte y se alzaba como el humo de un sacrificio hacia su Dios en una canción sobre la alegría de vivir. Y David pensó de nuevo que las cosas nunca cambiaban. Mo estaba destinado a ser su figura paterna, no importaba en qué tiempo, y eso, como diría Mo, era buena cosa.

Soltó su cuenco y bajó del tejado para continuar su viaje interrumpido hacia el palacio de Herodes. Sus pensamientos se volvieron hacia Hersh. Tal vez era hora de visitar a un viejo amigo. Tal vez era hora de pensar con el corazón.